El nombre de Louisa May Alcott es uno de esos que, cuando es enunciado, tiende a inspirar ternura y respeto a la vez. Son pocos los que cuestionan que su obra más paradigmática, Mujercitas (1868), merezca el título de clásico, algo que parece ser confirmado por las múltiples resurrecciones y readaptaciones de la historia de la familia March. Pero más allá de esta obra, Alcott fue una mujer ejemplar de su tiempo que, aún hoy, resulta inspiradora.
Llegó al mundo siendo la segunda hija de las cuatro que tendrían sus padres, Abigail “Abba” May y Bronson Alcott. Ambos, por ocupación o por linaje, se encontraban íntimamente asociados a los círculos letrados de Nueva Inglaterra y, especialmente, eran afines a las ideas del trascendentalismo que estaba en boga por esos años. Juntos llegaron a crear un hogar muy liberal y adepto al reformismo, donde se hablaba libremente de abolicionismo y feminismo, pero el señor Alcott, especialmente, era un individuo obsesionado con la experimentación pedagógica y que, por ponerlo amablemente, pecaba de ser demasiado soñador.
La infancia de Louisa en ese contexto, entonces, estuvo marcada por una cierta duplicidad que no siempre resultó beneficiosa. Por un lado, su crianza en el poblado de Concord le permitió estar en contacto, e incluso contar entre sus maestros, a figuras como Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau y Nathaniel Hawthorne. Así y todo, la laxitud con la que su padre manejaba las finanzas familiares expuso a los Alcott a más de un momento de penuria. Amparado de un eterno idealismo y una fuerte (aunque no tradicional) convicción religiosa, el señor Alcott desarrollaba diferentes proyectos que tenían como fin mejorar la humanidad, pero que tendían a fracasar. El más icónico de todos ellos, el establecimiento de la comuna utópica Fruitlands cerca de Harvard, Massachussets, se produjo cuando Louisa contaba con 11 años. Acompañado de su socio, un hombre británico desagradable y de carácter tiránico llamado Charles Lane, el señor Alcott se propuso desarrollar un espacio donde el hombre pudiera vivir en contacto con la naturaleza sin depender de la explotación ajena, ya fuera humana o animal. La experiencia luego sería retratada irónicamente por Louisa en su cuento “Avena salvaje trascendental” (1873), pero en los últimos meses de 1843 la situación era muy seria. Vivir en Fruitlands, era vivir encorsetado por cientos de reglas que obligaban a los miembros a tomar varios baños de agua helada por día y que regulaban desde la dieta (siendo estrictos veganos), hasta la forma en la que uno vestía (nada de lana o algodón, porque para conseguirlos, respectivamente, se había “robado” a las ovejas y se había empleado trabajo esclavo). Las condiciones de vida, lógicamente, eran muy duras, por lo que no sorprende que los pocos comuneros que no pertenecían a la familia huyeran y que, siete meses después de su fundación en junio de 1843, la experiencia llegara a su fin con el frío intenso de enero de 1844.
Para inicios de los sesenta -luego de la muerte de la tercera hija del matrimonio, Elizabeth o Lizzie, del casamiento de Ann, la hermana mayor de Louisa, y de una severa depresión que casi la llevó al suicido- Louisa comprendió que ahora dependía de ella mantener a sus padres. Continuó trabajando y escribiendo. Llegó a publicar en diferentes revistas de la época, pero cuando la Guerra Civil estalló en los Estados Unidos, ella sintió que tenía que hacer su parte. Louisa siempre había deseado ser un hombre y más de una vez expresó que le hubiera gustado salir a pelear, pero en este caso tuvo que contentarse con lo mejor que podía hacer entonces desde su condición de mujer: inscribirse como enfermera. Fue destinada al Hospital de la Unión de Georgetown en 1862 para lo que sería un período de tres meses, pero solo llegó a atender a los soldados moribundos durante seis semanas, ya que contrajo fiebre tifoidea. El tratamiento con mercurio, estándar para la época, la salvó, pero la condenó por el resto de su vida y se cree que una de las razones de su salud pobre en la segunda mitad de su vida se debió a las secuelas del envenenamiento.
A pesar de todo, no todas las secuelas de la experiencia fueron desastrosas. En 1863, gracias a los auspicios de su padre, logró suscitar interés con una serie de cartas que había enviado a su familia detallando, de forma muy realista, la forma en la que se trabajaba en los hospitales del frente. La serie salió publicada en un diario abolicionista Commonwealth y luego como libro bajo el título Esbozos hospitalarios (1863), haciendo de ella una figura reconocida.
Tuvo menos éxito con su siguiente libro, una novela titulada Mal humor (1864), pero Louisa jamás dejó de escribir. Después de un viaje a Europa realizado entre 1864 y 1865 descubrió que las finanzas de su familia estaban, como siempre, mal, por lo que se abocó a poner su talento literario a su disposición. Puede sonar poco romántico, pero Louisa básicamente escribía para no ser pobre. Nunca se le habían dado bien los otros trabajos que tuvo y, simplemente, había descubierto que esto lo hacía bien y, con los recuerdos del hambre sufrido en la infancia, usó su don como pudo con tal de evitar que su familia pasara por malos tiempos. Su versatilidad era tal que, en esta época, produjo, por ejemplo, una serie de trabajos bajo el pseudónimo “A.M. Barnard” -como Detrás de una máscara (1866) o El fantasma del abad (1867)- que hoy pueden llegar a resultar un tanto chocantes, ya que contenían tramas eróticas y hasta lidiaban con temas como el travestismo y la drogadicción.
Fue en este momento de gran producción que, nuevamente por intermedio de su padre, el editor Thomas Niles, asociado a la casa Robert Brothers, se acercó a Louisa con una propuesta en 1867. Había notado que, si bien existían incontables novelas para niños, en el mercado faltaban trabajos dedicados específicamente a las niñas. Niles, lógicamente, pensaba que ella sería la adecuada para solucionar el problema. Louisa estaba de acuerdo con el planteo, pero no se consideraba capaz de escribir este tipo de obra y se negó. Finalmente, luego de cierta presión paterna, se lanzó a la escritura de lo que se transformaría en Mujercitas (1868). Inicialmente creía que llevando adelante el proyecto tendría la prueba perfecta de su incapacidad para la tarea, pero a medida que se metió en el proceso se comenzó a acercar a sus personajes y a sentir que realmente había una historia. Después de dos meses de escritura frenética, el manuscrito de 400 páginas fue a publicación. El resultado, considerado por muchos una especie de autobiografía velada de su situación familiar, fue tan exitoso que a los pocos meses se vio obligada a producir una segunda parte (hoy en general publicada en conjunto con la primera) conocida como Aquellas mujercitas (1869). En un rasgo de brillantez para la época, Alcott retuvo los derechos de autor sobre su obra, lo que garantizó que siguiera cobrando regalías por los siguientes años de su vida.
La vida después del éxito tuvo sus beneficios y sus dificultades. Si de repente no podía escapar a la atención, un tanto abrumadora, de sus legiones de fanáticos, aunque sea a través de su trabajo Louisa logró estabilizar de una vez por toda la situación económica de su familia. Con la libertad y la comodidad que todo esto trajo, eligió no casarse prefiriendo, en cambio, cuidar a su madre hasta su muerte en 1877 y, cuando su hermana menor May murió de fiebre puerperal en 1879, adoptar a su hija, Louisa May. Despreocupada, además pudo dedicarse a su actividad política, especialmente en organizaciones feministas, llegando a ser la primera mujer en inscribirse para votar en el poblado de Concord. Y, como siempre, se dedicó a escribir profusamente. Llegó a producir 54 títulos en diez años, destacándose novelas como Hombrecitos (1871) -relato que hacía eco de las teorías educativas utópicas de su padre al ubicar la acción en la ficticia escuela “Plumfield”- y, años más tarde, su secuela Aquellos hombrecitos (1886).
Louisa, sin duda, estaba en su mejor momento profesional, pero físicamente sufría. Como se ha indicado más arriba, se achacaba la causa de sus dolores y constantes estados febriles al envenenamiento con mercurio de la década de 1860. Apreciaciones modernas de su condición indican que podría haber sufrido una enfermedad autoinmune o, incluso, lupus. Sea lo que fuera, a los 55 años, Louisa May Alcott murió el 6 de marzo de 1888, tan solo dos días después de que su padre falleciera. Por pedido expreso de ella, su cuerpo fue enterrado a los pies de la tumba de sus padres.