Los leones de James Joyce

Cuando los nazis invadieron Francia en el verano de 1940, James Joyce se encontraba en Vichy junto a su familia. Después de muchos tramites burocráticos, y con el apoyo de la sociedad suiza de escritores, le fue otorgado el permiso para viajar hacia Zúrich, la ciudad donde había escrito Ulises veinte años antes.

Allí se instaló y vivió, humilde pero felizmente, con los suyos hasta la noche del 10 de enero de 1941, día en que sufrió un violento dolor epigástrico. Conducido inmediatamente al hospital de la Cruz Roja, se le diagnosticó una úlcera perforada. Desconfiado como siempre, creyó que le ocultaban la verdad. Distintos profesionales debieron asegurarle que no tenía cáncer. Fue operado y, por un tiempo, todo pareció mejorar hasta que, días más tarde, sufrió una nueva hemorragia. A fin de paliar la pérdida de sangre, fue transfundido. Cuando se enteró de que los donantes eran de Neuchâtel, comentó alegremente: “Me encanta el vino de Neuchâtel. Esta es una buena premonición”. No habendo terminado de decir esto, se desmayó. Al despertarse, pidió por su esposa y su hijo. Sabía que estaba viviendo sus últimos momentos. James Joyce murió a las 2:15 de la madrugada del 13 de enero de 1941 sin ver a su familia. Sus últimas palabras fueron: “¡Es que nadie puede comprender!”.

El escritor fue enterrado en el cementerio de Fluntern en Zúrich. Un sacerdote estaba dispuesto a oficiar un servicio religioso pero, conociendo las creencias de Joyce, su esposa Nora rechazó la ceremonia. “No puedo hacerle esto”, dijo. Solamente se cantó un aria de Monteverdi, mientras la nieve caía alrededor de la tumba.

Al escritor, el zoológico frente al cementerio le recordaba el Phoenix Park de su lejana Dublín. Durante su última permanencia en la ciudad suiza, lo visitaba con frecuencia e, invariablemente, se detenía frente a la jaula de los leones.

Nora lo sobrevivió diez años y visitó diariamente su tumba, marcada solamente con una cruz blanca hasta que, llegado su tiempo, fue enterrada a su lado. La comuna de Zúrich erigió una estatua del escritor, donde se lo ve sentado de piernas cruzadas, luciendo gruesos anteojos, con un libro en una mano y el eterno cigarrillo en la otra, escuchando atentamente el lejano rugido de los leones.

Extracto del libro Trayectos Póstumos de Omar López Mato.

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