Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación.
San Pablo, Primera Carta a los Corintios 14, 34-35
Esta misógina observación de San Pablo obligó por largos años a las mujeres a guardar silencio en la casa del Señor. El problema no radicaba en el silencio forzoso que a nadie hace daño, sino en el silencio canoro, dado que a las damas les estaba vedado cantar en las iglesias. ¿Cómo reemplazarlas entonces en los coros, en los solos, en las obras que requieren de agudos contrastados? Así se originó una de las más controvertidas costumbres en la lírica y el canto, la aparición de los castrati, niños emasculados antes de su pubertad para que conservaran esa infancia vocal, pero dotados de una textura y potencia difícilmente obtenibles en una mujer.
Cuando los niños comienzan la pubertad, aparecen los rasgos sexuales secundarios como la barba, el desarrollo muscular y el cambio de voz. Esto se debe a que la hormona masculina, la testosterona, engrosa las cuerdas vocales haciendo que éstas vibren menos y en tonos más graves. Si a la cuerda inmadura de los niños le agregamos una cavidad torácica amplia, obtendremos un sonido más agudo, pero capaz de sonar con brillo y delicadeza. En una época donde la música y el canto en su forma pura, sin parafernalias electrónicas distorsivas, era deleite no sólo del pueblo sino de reyes y aristócratas, los castrati llegaron a ser ídolos comparables a las actuales estrellas del rock and roll.
Las guerras se detenían para escucharlos. La reina Cristina de Suecia y el rey Segismundo III de Polonia detuvieron por quince días la contienda que los enfrentaba para que Baldassare Ferri (1610- 1680) pasase en su lujoso carruaje rumbo a Estocolmo sin ser molestado. Este Ferri, el primero de los grandes castrados, llamado el rey de la música por los mismos monarcas, producía tal clamor en la audiencia que por él se instauró el “aria con da capo”, que no es un “bis”, sino la repetición de la melodía para prolongar el deleite del público. No está de más aclarar que Ferri murió inmensamente rico, circunstancia que desató la codicia de los padres, ansiosos por generar fortunas prolongando la infancia sonora de sus niños. Por más terrible que hoy nos parezca, las mismas madres se encargaban a veces de privar de los testes a su progenie.
Casi todos los castrati conocidos eran italianos y, aunque en Italia la ley prohibía esta mutilación, fue una costumbre frecuentemente utilizada desde 1560 hasta principios del siglo XX, cuando el último gran castrati del que se tiene conocimiento, Alessandro Moreschi (1858-1922), dejó registrada su meliflua voz en grabaciones que aún se pueden escuchar. Para tener una idea de la industria de la desvirilización, hacia 1780 sólo en Roma había ¡700 castrati! cantando en los coros de las iglesias. Los quirófanos clandestinos donde se llevaban a cabo estos destrozos, en condiciones de dudosa asepsia y nula sedación, estaban usualmente en pueblos apartados, con el fin de evitar cualquier intromisión de las ya distraídas autoridades. El “arte” de la castración permaneció como secreto oficio de los barberos italianos por casi dos siglos. El duque de Würtemberg tenía en su corte a dos cirujanos de Boloña, que se especializaban en generar nuevos eunucos canoros para la corte ducal.
El aspecto de los castrati les permitía representar papeles femeninos hoy reservados para mezzosopranos, como el Cherubino en las Las Bodas de Figaro, el de Sesto en La Clemenza di Tito, o el del amante en Idomeneo de Mozart. El mismo Wagner estuvo tentado de incluir un castrati (Dominico Mustafá) para hacer el papel del autoemasculado Klingsor. Algún prurito germano debe haberle impedido utilizar un recurso italiano en su saga teutona.
Tal proliferación de cantantes emasculados generó una serie de anécdotas, algunas de ellas de difícil comprobación, como el pedido de una licencia papal para sacramentalizar el matrimonio del famoso Cortona. El pobre castrato recibió la denegación con la cortante expresión —en doble sentido— “que lo castren mejor” de puño y letra, imitando la gráfica del Sumo Pontífice. (El Papa antes de concedérsela prefería que lo castren mejor para quitarle la poca virilidad que le quedaba).
Los escenarios siempre ejercieron un poder de seducción más allá de toda lógica, una fascinación muy difícil de superar. Por eso, historias amorosas y aventuras eróticas eran lo habitual en en estos cantantes disminuidos, con reclamos afectivos por más de una dama de alta alcurnia. Como ya dijimos, estos jóvenes delicados, de piel suave con rasgos hermosos y siempre cuidados, tenían una ventaja indiscutible a la hora de ser elegidos como pareja: su esterilidad alejaba toda la posibilidad de un indeseable embarazo. Pero hasta en estas lides la naturaleza es curiosa, pues el indiscreto Casanova reproduce el extraño caso del Tenducci. (1736-1800). Fugado éste con una joven de buena familia y habiendo sufrido prisión por esta causa, logró desposarse con dicha dama y gozar de una tranquila vida familiar con sus ¡dos hijos! Casanova nos cuenta este singular episodio con las palabras de Tenducci: “La naturaleza me hizo monstruo para conservarme hombre. Soy triorquídeo”. Explicación asombrosa por lo estadísticamente extraño y médicamente discutible, ya que el descenso del testículo, si no se hace antes de la pubertad, puede secretar hormona masculina, más no producir espermatozoides. Para que éstos sean viables necesitan una temperatura menor a los 37 grados. De allí que se encuentren donde se encuentran, en bolsas por fuera de la cavidad abdominal, para asegurar su refrigeración. Pero en fin, si Tenducci creía que estos hijos eran propios, feliz de él.
Las damas, en una época donde la anticoncepción era muy rudimentaria, preferían sacrificar fogosidades en aras de la seguridad y evitar sorpresas desagradables, ¡aunque ya vimos que le pasó a Tenducci! Lo curioso del caso es que estos jóvenes, que arrancaban suspiros por sus acrobacias vocales y su pulcro aspecto, estaban siempre atentos a estas provocaciones que no dejaban pasar, quizás para demostrar que eran más hombres de lo que se suponía.
El más extravagante y seductor de los castrati fue sin duda Caffarelli (1710-1783), siempre dispuesto a un próximo escándalo, fuera en el escenario o en la alcoba, como la vez que apenas escapó de ser descubierto en brazos de una duquesa, cuando el iracundo marido irrumpió en el momento menos oportuno, obligándolo a esconderse escaso de ropas, en una cisterna, con el consiguiente enfriamiento que por poco le corta la vida y la carrera. O la vez que fue contratado para cantar ante la hija de Luis XV con la intención de mantenerla entretenida durante su embarazo. En muestra de agradecimiento, el rey galo le hizo llegar (además de suculentos honorarios) una lujosa caja de rapé. Al verla, Caffarelli con tono displicente le comentó al mensajero, que él tenía por lo menos treinta iguales o superiores a la obsequiada. El atribulado cortesano contestó que ese era el regalo con el que el monarca homenajeaba a los embajadores. “¡Pues que canten los embajadores entonces!”, gritó Caffarelli, que al día siguiente debió retornar urgentemente a su Nápoles natal.
Velluti (1780-1861) pudo escapar de una muerte segura después de haber enamorado a una gran duquesa rusa, dispuesta a abandonar rango, fortuna y marido (póngase el orden que desee) por el eunuco canoro. Otros castrados con pretensiones de seductores no tuvieron tanta suerte: el gran Sifa murió a manos de los sicarios del esposo de su amante, la condesa Forni.
Pero los castrati no sólo despertaron bajos instintos. Su arte y su voz incomparables eran la razón de su fama. Seducidos por su enorme sensualidad, Goethe, Shopenhauer y Napoleón se encontraron entre los fanáticos de estos intérpretes que generaban las más diversas manifestaciones de admiración, desde el desmayo pasando por el apluso el “encore” y hasta el llanto.
Schopenhauer, melómano y profundo conocedor del canto, describió así a Crescentini: “Su voz, sobrenaturalmente hermosa, no puede compararse a la de ninguna mujer”. Comentario poco asombroso por parte del autor de la relación inversa entre el entendimiento femenino y la longitud capilar.
Napoleón volvió de su conquista italiana con pinturas, esculturas y castratis que poblaron la ópera francesa, reticente hasta ese entonces a la introducción de estos eviratos.
Sin embargo este hombrecito, que nunca descansaba y parecía poco proclive a la apreciación musical, callaba y seguía con atención cada acrobacia acústica del gran Crescentini, por esos instantes emperador de los oídos del emperador. Pocas veces se lo vio llorar a Bonaparte. Una de ellas fue cuando su amado mariscal Lannes murió en sus brazos; otra, cuando escuchó cantar a Giovanni Battista Velluti en La Fenice de Venecia. El emperador, incómodo por haber demostrado su parte más humana, comentó: “Escuché sonidos que no parecen posibles de él, que no es un hombre”. A lo que el castrati comentó por lo bajo: “No seré hombre, pero emociono hasta a esta bestia”.
Dóciles y afeminados o bravos y pendencieros, los castrati poblaron los escenarios con su canto, sus desplantes y su brillo, pero sobre todos reinó el más excelso en este arte, Carlo Broschi, más conocido como Farinelli (1705-1782). Su voz fue un elixir terapéutico, dosificado cada noche por largos años, a fin de curar aquello que los mejores médicos de su época no podían curar. Su canto sacó del sopor depresivo al rey Felipe V de España, que había abandonado el poder y la higiene, recluido en su cama de la que raramente salía. Sólo la voz de Farinelli pudo restituir cierta normalidad en su desquiciada existencia.
Noche tras noche, por veinticinco años, el rey esperaba su canto para conciliar el sueño que no llegaba de otro modo. Siempre entonaba las mismas cuatro canciones1 .
A la muerte del monarca, Farinelli se retiró a su espléndido palacio en Italia, donde paseaba plácidamente entre flores y estatuas, recibía visitas de sus admiradores y muy raramente dejaba escuchar su voz, que había subyugado hasta a la misma melancolía.
1- No siempre fueron las mismas cuatro canciones. Dos de ellas eran de Hasse: “Per questo dolce amplesso” y “Pallido il Sole” de la ópera Artaxerxes. Se discute cuáles eran las otras que integraban el repertorio; algunos nombran a “Che farò senza Euridice” de Orfeo y “Euridice” de Gluck o “Lascia ch´io Pianga” de Rinaldo obra de Haendel, u otra obra del mismo autor, “Piangerò la sorte mia” de la ópera Julio César. A mi gusto, piezas demasiado melancólicas para un depresivo.