Durante años, se ha tendido a -de una forma retorcida y siniestra- romantizar un poco las masacres que la Familia de Charles Manson llevó a cabo Los Ángeles en las jornadas del 8, 9 y 10 de agosto de 1969. Se han hecho parodias cinematográficas, se han escrito libros, han florecido cientos de teorías conspirativas. ¿Era un culto satánico? ¿Eran fanáticos sexuales antisistema? ¿Realmente creían que Los Beatles estaban anunciando el inicio de una guerra racial?
Ojalá las cosas pudieran ser tan simples. Tal como los caracterizó el director de cine de culto John Waters: “Los miembros de la Familia Manson eran los hippies en los que todos nuestros padres tenían miedo que nos transformáramos si no dejábamos de tomar drogas”. Y es que acercarse a los asesinatos de la Familia Manson es ver, en toda su gloria, el fracaso de todo un proyecto cultural en los Estados Unidos de la posguerra y, sobre todo, la forma en la que un hombre aprovechó esa situación para motorizar su propio ego.
Charles Manson no era un satanista, sino un mero racista, un criminal y un manipulador. Desde que era muy chico había llevado adelante una vida al margen de la ley, básicamente robando y prostituyendo a mujeres, por lo que había pasado varias temporadas en diferentes instituciones. Para marzo de 1967, cuando fue liberado de una sentencia de diez años, se fue a la Costa Oeste con la idea de triunfar en el mundo de la música, pero fue a parar casualmente al San Francisco del Verano del Amor. Especialmente después de la visita de Paul McCartney a Haight-Ashbury en abril de ese año, los hippies -léase jóvenes de clase media que escapaban de sus casas disfuncionales y peregrinaban hacia el Oeste con la promesa de, entre otras cosas, expandir sus mentes- habían empezado a llegar en masa sin ningún tipo de recurso e inundaban las calles de la ciudad. La mayoría buscaba independencia, libertad, pero algunos se morían de ganas por tener alguien que les dijera qué hacer. Especialmente para las mujeres, que veían reproducidas en la contracultura las mismas lógicas patriarcales que existían en la realidad cotidiana, naturalmente la situación entera se prestaba a una fácil explotación, exaltada por el uso de estupefacientes. Los narcos y los gurús descendieron sobre San Francisco en busca de víctimas.
Manson, que apenas llegado había conseguido en la persona de Mary Brunner a su primera devota y sostén económico, estudió cuidadosamente la situación y fue desarrollando un sistema para atraer nuevas reclutas a su “causa”. Se paseaba por los parques, tocaba la guitarra y, cuando lograba que alguna chica se interesara, él soltaba su perorata e intentaba convencerlas de que, si querían “la respuesta” (a qué pregunta, no queda claro), debían dejar de lado sus posesiones y su individualidad, y someterse a la “unidad con el universo”, que Manson les mostraría como lograr. Con sus primeros seguidores ya enganchados, aunque todavía no alcanzaría su máxima expresión, la narrativa empezó a variar para incluir elementos de una supuesta guerra racial que habría de terminar con el triunfo de sus sectarios. Pero, en todo caso, para finales de ese año la lucha podía esperar y él decidió que era hora de partir a Los Ángeles a cumplir su sueño de fama.
Allí, aunque pueda parecer loco, Manson se logró acercar a ciertas personas importantes del rubro, como Dennis Wilson, el baterista de los Beach Boys. Además de dejarlo vivir en su casa a cambio de “usar” a sus mujeres, él lo alentó en su carrera musical y hasta llegaría a incluir una canción de su autoría (“Cease to Exist”, editada como “Never Learn Not to Love” y sin crédito que nombre a Manson) en el álbum 20/20. Por Wilson, también, él conoció a Terry Melcher, el hijo productor de Doris Day. Con él llegaron a tener una relación de amistad -siendo frecuentes las visitas del Beach Boy y Manson a la casa que Melcher compartía con su novia, Candice Bergen, en Cielo Drive 10050- y hasta llegó a hablarse de editar un disco.
La vía del éxito, sin embargo, pronto se vio bloqueada por el comportamiento errático de Manson. En agosto de 1968, Wilson echó a todos de su casa y la Familia, entonces, fue a parar a Spahn Movie Ranch, un rancho en las afueras de Los Ángeles. Para ese momento, los delirios místicos se exaltaron cada vez más -ahora con el agregado de las referencias al Álbum Blanco de Los Beatles, dónde la banda inglesa supuestamente confirmaba todas las teorías de Manson- y los sueños de fama iban quedando cada vez más atrás.
Para evitar perder su credibilidad frente a la Familia, a inicios de 1969 Manson los empezó a preparar para un momento de crisis. El “Helter Skelter”, la guerra racial por la cual, según él, los negros se alzarían con su fuerza bruta y exterminarían a los blancos, estaba por llegar. Para salvarse, advertía el líder, todos tenían que relocalizarse a un agujero en el medio del desierto, en Death Valley, y esperar. Cuando el momento fuera el correcto, ellos -los únicos miembros de la raza blanca- habrían de alzarse y reclamar el liderazgo del mundo. Garantizar este plan, desde ya, requería dinero que la Familia no tenía y fue entonces que empezaron las recorridas para robar casas, y los tratos que dispararían la serie de asesinatos más dramática de la segunda mitad del siglo XX.
La primera víctima de esta estratagema fue un dealer afroamericano llamado Bernard “Lotsapoppa” Crowe. En su afán de conseguir dinero fácil, Manson le ofreció 25 kilos de marihuana (que no existían en realidad) a cambio de $2500. Cuando Crowe descubrió que había sido estafado fue a buscar al líder de la Familia y amenazó con matarlo a él y a todos sus seguidores. Manson, sin razones para dudar de la seriedad de la propuesta, quiso ganarle de mano y le disparó, dándolo por muerto.
Crowe, descubriría tiempo después, en realidad no había fallecido, pero para Manson toda la situación disparó un protocolo de alarma relacionado con su estratagema de la guerra racial. Temiendo que los Panteras Negras -con los que el supuesto muerto no tenía nada que ver- vinieran a vengar a su compañero, Manson decidió asociarse con una banda de motociclistas conocida como Straight Satans. Las mujeres, nuevamente, fueron el factor de negociación y se accedió a dárselas en forma de pago a cambio de sus servicios de protección.
Fue en medio de esta situación que Danny DeCarlo, uno de los Straight Satans, compró mezcalina de un músico/dealer llamado Gary Hinman. El intermediario en esta transacción había sido un amigo de Hinman y seguidor de Manson conocido como Bobby Beausoleil -relativamente famoso, además, por haber colaborado con Kenneth Anger en sus películas-. Cuando DeCarlo se mostró insatisfecho con el producto que había adquirido, Manson, para evitar perder la protección de los motociclistas, mandó a Beausoleil y a otros miembros de la Familia a recuperar su dinero. A finales de julio, tras varios días de torturas y negociaciones infructíferas, Manson les dijo que sabían “lo que tenían que hacer” y Beausoleil apuñaló a Hinman hasta matarlo. Para despistar e inculpar a los Panteras Negras, pintó con su sangre en la pared un símbolo similar a una garra y escribió “political piggies” (“cerditos políticos”).
A los pocos días, el 5 de agosto, Beausoleil fue detenido en un auto que le había robado a su víctima. Los miembros de la Familia, para ayudarlo, pensaron que podían realizar un crimen de similares características que hiciera pensar a la policía que él no era el autor del asesinato original y sirviera para exonerarlo. En este punto las versiones varían, pero hay suficientes razones para creer que Manson accedió a seguir adelante con el plan y -quizás para vengarse en esos ricachones que no lo habían dejado entrar al mundo de la música o sólo con la idea de dar inicio a la tan elusiva guerra racial- el 8 de agosto mandó a sus seguidores específicamente a Cielo Drive 10050.
La casa, que entonces ya no pertenecía a Begen y Melcher, estaba siendo alquilada por la actriz Sharon Tate y por su esposo, el director Roman Polanski, que en esos días estaba filmando en Europa. Para cuando los cuatro enviados -Charles “Tex” Watson, Susan Atkins, Patricia Krenwinkle y Linda Kasabian- llegaron al lugar en las primeras horas del 9 de agosto, la violencia no se hizo esperar. Excepto por Kasabian, que se quedó haciendo guardia y finalmente cooperaría con el fiscal y resultaría exonerada, los seguidores de Manson mataron a Steven Parent, un chico de 18 años que estaba visitando al cuidador que vivía en una casa de huéspedes dentro de la propiedad, y avanzaron hacia la casa principal. Allí, sin entrar en demasiados detalles, masacraron al amigo de Tate, el peluquero Jay Sebring; al amigo de Polanski, Wojciech Frykowski, y a su novia, Abigail Folger. Tate, embarazada de 8 meses, pidió desesperadamente que la dejaran vivir, pero sus victimarios, después de debatirse un poco, decidieron ignorarla y la apuñalaron hasta que dejó de respirar. Para coronar la escena, antes de irse, Atkins usó la sangre de Tate para escribir “Pigs” en la puerta de la casa.
Al día siguiente, aunque el mundo estaba en shock con los asesinatos, Manson estaba decepcionado porque nadie había conectado este evento con el crimen de Hinman. Así que, quizás para reforzar la idea, decidió volver a mandar a sus seguidores, pero esta vez los acompañó con dos secuaces más -Leslie Van Houten y Steve “Clem” Grogan-. Después de dar vueltas por los suburbios de Los Ángles, en Los Feliz, se metieron en la casa del supermercadista Leno LaBianca y su mujer, Rosemary. Nuevamente, se produjo una masacre descomunal que terminó con la vida de ambos y esta vez incluyó una mayor presencia de elementos supuestamente incriminatorios, como la inscripción de la palabra “War” (“Guerra”) en el abdomen del señor LaBianca y las pintadas sangrientas con las frases “Rise” (“Levántense”), “Death to pigs” (“Muerte a los cerdos”) y un fallido “Healter Skilter”.
Como es sabido, finalmente las autoridades pudieron determinar una serie de sospechosos y Manson, Watson, Atkins, Krenwinkel y Van Houten fueron detenidos en diciembre de 1969. A lo largo de los siguientes meses, en un juicio mediatizado y escandaloso, mientras los seguidores de Manson se agolpaban frente al tribunal, los acusados famosamente no mostraron ningún tipo de remordimiento por sus acciones. Gracias al accionar brillante del fiscal Vincent Bugliosi, los personajes en cuestión terminarían siendo condenados a muerte (muchas de esas sentencias se reformarían luego) o a cadena perpetua y, si no murieron en la cárcel, al día de hoy siguen presos y pidiendo salir en libertad condicional.
La Familia, aunque desaparecería del mainstream después de los juicios, no se desvaneció por completo. En 1971, varios miembros robaron una tienda de rezagos y se llevaron armas, supuestamente, para intentar liberar a Manson. De forma más espectacular, en 1975, todavía fiel a su líder, Lynette Fromme intentó matar al presidente Gerald Ford, pero fue capturada y se descubrió que su arma no estaba cargada.
El miedo y el horror jamás terminarían de irse de la memoria colectiva. Casi como celebridades del mal, todavía el mundo recuerda a Charles Manson y a sus chicas (y chicos) que, con el cerebro lavado y quemado por el ácido, se dejaron llevar por las locuras de un megalómano. Y, aunque quizás no era esto lo que él tenía en mente, no termina de dejar de resultar retorcido pensar que el monstruo detrás de estas masacres, con toda la atención que se le ha dedicado desde entonces, consiguió la fama que siempre había querido.