Licántropos, vampiros, reyes y porfiria

“Sus ojos de rojo ígneo, lucían demoníaca pasión. Sus marinas blanco aquilinas estaban ampliamente abiertas, tremulando en sus bordes. Sus blancos dientes afilados se dejaban ver tras sus labios chorreando sangre…” La descripción de Bram Stoker refleja la imagen que por siglos se tuvo de estos demoníacos pobladores de mitos, leyendas e historias de terror.

El hecho de que se repitan con curiosa semejanza en distintos lugares y tiempos, sugiere una fuente común de inspiración.

Bram Stoker era un escritor irlandés que abundó en temas de horror. Para ello, se documentaba cómodamente sentado en el Museo Británico, sin siquiera acercarse a la Transilvania de Vlad Tepes, el sanguinario monarca que inspirara su novela. El temible Vlad, príncipe de Valaquia en el siglo XV, no escatimó esfuerzos ni glóbulos rojos en su lucha contra el infiel musulmán.

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Bram Stoker.
Bram Stoker.

 

Empalaba de a miles a sus enemigos y mientras estos todavía estaban vivos, regaba con sangre los platos que después ingería, convencido de que la sangre de los vencidos le daría fuerzas y poderes sobrenaturales. Hacía decapitar a los prisioneros turcos y asando sus cabezas se las daba como cena a aquellos que pronto seguirían su misma suerte.

Pero no agotaba su ensañamiento con los musulmanes. Hizo hervir a un gitano y se lo dio de almuerzo a su familia. Curioso hábitos gastronómicos los del príncipe.

Estas y otras travesuras le hicieron ganar una fama tenebrosa a él y al castillo que habitaba, llamado Dracul -demonio en rumano-. Vlad pensaba que su fama jamás sería opacada.

Se equivocaba, pobrecito.

Quinientos años después sus descendientes, envueltos en otra guerra entre fieles y musulmanes, cometieron iguales o peores tropelías que lo harían palidecer, más aun, de envidia.

Otro famoso succionador de sangre fue el personaje que Perrault ofreciera a los niños en una versión soft. El misógino Barba Azul. Conceptos claros damos a nuestros niños. Así aprenden a superar sus conflictos conyugales a través de la eliminación del consorte. Todo un ejemplo para encarar con amplitud de criterio las delicias de la vida conyugal.

En realidad, el personaje que inspiró a Perrault no era otro que el compañero de Santa Juana de Arco, el poderoso Gilles de Rais, Grande de Francia, hombre de inmensa fortuna. Cansado de las intrigas palaciegas se encerró en su castillo y allí, para matar al tiempo, se dio al estudio de la alquimia, en búsqueda de una nueva fórmula para la eterna juventud. Entonces no sólo mató al tiempo, sino a cientos de jovencitos que una vez sodomizados eran utilizados para sus métodos de rejuvenecimiento. Terminó mal Barbazul -torturado, quemado y sus bienes confiscados-. Para colmo, mientras ardía en la hoguera, nadie lo notó más joven.

Otra aristócrata francesa, recurrió a baños de sangre para mantener su piel fresca y lozana. Esto no le hubiese traído mayores inconvenientes a la condesa Bartholisa si no hubiese insistido en asesinar 600 jovencitas para satisfacer sus necesidades de eritrocitos.

Estos casos aislados sólo hubiesen poblado libros de horror. Pero los siglos XVIII y XIX fueron asolados por una epidemia de quirópteros humanos, toda una serie de pálidos señores (y señoras) de encías sangrantes, ocultándose de la luz, huyendo de las cruces, evitando los ajos y matando desesperadamente por algunos hematíes. Demasiado estereotipados para ser sólo frutos de la imaginación… Quizás, después de todo, algunos seres así existieron e inspiraron estos personajes terroríficos.

La clave del secreto puede ser una rara enfermedad que afecta la piel, los huesos, el sistema nervioso y los dientes. Se la conoce como porfiria y reconoce varias formas clínicas. Es un defecto congénito del metabolismo de las porfirinas, compuestos relacionados con dos de las funciones vitales básicas: la fotosíntesis y la respiración oxidativa.

La clorofila y la hemoglobina comparten un anillo de carbono y nitrógeno, a través del cual se adhieren iones metálicos -hierro o magnesio-, responsables de catalizar los procesos generadores de energía.

Se imaginarán que cuando estos mecanismos fallan las consecuencias son terribles… y terroríficas.

Estas porfirinas mal elaboradas son inocuas en la oscuridad, pero con la luz, se convierten en sustancias cáusticas, toxinas que corroen la carne. Sin tratamientos, las formas más graves -especialmente la forma congénita eritropoyética- desfiguran a los afectados. Las orejas y la nariz quedan reducidas a horribles muñones. Los labios y encías se retraen, mostrando dientes manchados de sangre. La piel se llena de cicatrices y se torna de una palidez cérea. La anemia, insistente e incurable, los empuja, en su desesperación, a buscar la tan deseada sangre en el cuello de sus víctimas.

Su sensibilidad a la luz los mantiene en las sombras. Y el ajo, al igual que el alcohol exacerba los dolores abdominales que los hostigan.

Algunos sostienen que cuando ya no pueden caminar, andan en cuatro patas, con sus labios sangrando y mostrando sus dientes y uñas, como licántropos, los hombres lobos extendidos por todos los rincones del planeta desde los tiempos sin memoria, desde Grecia hasta las Pampas, desde Transilvania a los Andes, poblada por ejemplares como nuestro lobizón, séptimo hijo varón, que en las noches de luna llena se convierte en hombre lobo. Quizás el hecho de ser ahijados de presidentes argentinos algo tenga que ver con la costumbre de chupar la sangre de sus víctimas.

No todas las formas clínicas llevan a esta deformación. De hecho, algunos casos cursan casi sin lesiones cutáneas pero con trastornos cíclicos de conducta. Como el Rey Jorge III, el rey loco Inglaterra.

Su primer ataque psicótico lo sufrió a los 27 años, en 1765. Los médicos dicen haberlo curado con leche de burra. En los períodos de lucidez no era extraño que sufriera agudos cólicos abdominales que sistemáticamente eran atribuidos a causas triviales, como no haberse cambiado los calcetines húmedos después de una cacería (sic).

Cuando años después sufre la siguiente crisis, el médico real llama en consulta al Profesor William Verdeen que no duda en administrarle el último tratamiento que los tratados promovían: tártaro emético, digitalina y aceite de castor. Nunca sabremos a ciencia cierta si la enfermedad remitió espontáneamente, o los cíclicos conflictos con su hijo Jorge -futuro IV- amenguaron, o el Rey se curó con tal de no seguir vomitando y sufriendo diarreas iatrogénicas. Pero lo cierto es que se recuperó.

En 1801 y 1804 sufrió nuevos ataques. Aquí aparecen en escena dos “médicos de la mente”, John y Robert Willis, que custodian al monarca enajenado con un régimen casi carcelario.

En 1810 sufre el quinto y último ataque, precipitado por la muerte de su querida hija. Desdentado, desnutrido -casi caquéctico- , delira por horas y horas: casi 25 horas seguidas de una logorrea exasperante. Muere pocos días después.

Por supuesto que esta no es la variedad de porfiria tan florida conducente a hombre lobos y vampiros (aunque mucha sangre succionó Jorge a los colonos americanos), sino la forma llamada Varigata, conocida por sus efectos sobre el sistema nervioso.

Como curiosidad acotamos que su hijo, al que tanto se le achacó el desencadenamiento de estas crisis, se vio obligado a casarse con su prima, Carolina Brunwick, con tal de que el Parlamento pagase sus cuantiosas deudas y aceptase a esta princesa entre cuyas escasas virtudes tampoco se contaba la belleza. Después de idas y vueltas y un matrimonio casi inexistente -y digo “casi” porque por azar tuvieron una hija- Carolina rechazada por Jorge IV, vivió una vida transhumante de viaje en viaje y de amante en amante, hasta que muere el bueno para nada de Jorge (dejando descendencia bastarda hasta aquí, en Buenos Aires). Carolina reclama lo que le cree le corresponde de la corona. Su pedido es rechazado y muere poco después. De disgusto, dirán románticamente. De porfiria aguda, dirán los médicos. Sobre su tumba se lee: “Aquí yace la reina injuriada de Inglaterra”.

Mientras se estudiaba las posibilidades de curar estas enfermedades, se descubrió que las porfirinas, activadas por la luz – proceso denominado terapéutica fotodinámica- pueden destruir a las células que se reproducen rápidamente, como ciertos tumores, la degeneración macular y las placas arterioescleróticas.

Pocas de estas sustancias están en el mercado, aunque existe una importantísima investigación que asegurará nuevos tratamientos en poco tiempo.

El Levulan® combate lesiones cancerosas cutáneas. El Fotofrin® se utiliza contra el cáncer de esófago y algunas formas de cáncer de pulmón.

El más utilizado de estos productos es la verteprofirina, Visudyne®, usada para el tratamiento de dos de las afecciones que más frecuentemente comprometen la vision central: la maculopatía relacionada con la edad y las hemorragias maculares de los miopes, si bien no son panaceas y las indicaciones son muy precisas.

Los resultados obtenidos son más que prometedores, ofreciendo una nueva esperanza.

Como siempre, la ciencia nos podrá librar de tumores, degeneraciones retinales, envejecimiento de las arterias y de tenebrosos vampiros…

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