No hay duda de que Giuseppe Garibaldi es una leyenda. Famoso “héroe de dos mundos”, líder del Resorgimento y conductor de legiones, tuvo la capacidad única de movilizar a las masas y lograr despertar pasiones y donaciones de las elites con su mística guerrera.
Nació en Niza en 1807, en un momento en el que la región estaba todavía bajo la égida del reino de Piamonte. Como hijo de marino, pasó su infancia y juventud navegando por el Mediterráneo y fue testigo presencial de las revoluciones liberales que empezaban a darse por toda la región en la década de 1820. Imbuido por estos aires de cambio, Garibaldi se politizó rápidamente, pero el momento de quiebre llegó cuando entró en contacto con las ideas de Giuseppe Mazzini. Él, reconocido impulsor del republicanismo y la unificación de Italia, se le presentó al joven marino como la encarnación de la solución a la opresión de los pueblos y fue a su encuentro en Marsella en 1833. Allí, Garibaldi se unió a la sociedad secreta creada por Mazzini, La Joven Italia, y accedió a participar de los esfuerzos revolucionarios desde su rol, ahora, como miembro de la marina piamontesa. Para 1834, sin embargo, el proyecto de instaurar una república en Piamonte falló y Garibaldi escapó para salvar su vida.
Luego de un breve paso por Francia y, según la historiadora Lucy Riall, convencido de que las posibilidades de enriquecerse eran mayores fuera de Europa, el marino rebelde fue a parar a Sudamérica. En el Nuevo Mundo, sin embargo, Garibaldi encontró mucho más que una buena oportunidad económica. Luego de llegar a Brasil en 1835 entró en contacto con varios mazzinianos exiliados e, impactado nuevamente por las luchas independentistas, se unió a los esfuerzos separatistas en Rio Grande do Sul en 1838 y 1839. De ahí, Garibaldi fue a parar con su nueva mujer, Anita, a Montevideo, a dónde, además de entrar en contacto con varios exiliados argentinos, fue convocado especialmente en 1842 para pelear en el conflicto entre Manuel Oribe, secundado por Juan Manuel de Rosas, y el presidente uruguayo Fructuoso Rivera.
No todas sus intervenciones en este proceso resultarían triunfales, pero especialmente en esta etapa fue cuando él cimentó su reputación para lo que luego sería la idea del “héroe de dos mundos” y empezó a gestar un estilo de liderazgo al modo de los caudillos que lo acompañaría durante toda su vida. Es de destacar que durante su estancia en Uruguay Garibaldi aprendió las tácticas de la guerra de guerrillas que tan útil le resultarían de vuelta en Italia, entrenó a la Legión Italiana – su primer cuerpo de voluntarios en llevar por uniforme la mítica camisa roja – y, con ellos, tomó Colonia, la Isla Martín García y Gualeguaychú en 1845, coronándose luego como el héroe de la batalla de San Antonio en febrero de 1846.
Envalentonado por estas acciones y con su reputación brillando como nunca antes, Garibaldi decidió llevar las cosas más lejos aún. A finales de 1848, luego de que el papa antiliberal Pio IX saliera de Roma y de que Pellegrino Rossi, a quien había nombrado jefe de gobierno, fuera asesinado en noviembre, el líder popular entró con sus legiones a la ciudad y, para febrero de 1849, entre vítores, proclamó la república. Para abril, cuando las tropas francesas de Luis Napoleón llegaron a defender la autoridad papal, la experiencia llegaría a su fin, pero Garibaldi – cuyas acciones fueron seguidas de cerca y celebradas por la prensa – salió victorioso. Tras varias negociaciones, en julio sus legiones lograron salir de la ciudad y, en una larga e histórica marcha en la que murió Anita, la mujer de Garibaldi, se barajó la posibilidad de ir por Venecia, que se encontraba bajo el dominio austríaco. El momento de la revolución en Europa, sin embargo, ya había llegado a su fin.
Una vez más, aunque ahora reconocido como la esperanza más importante para lograr la unificación, Garibaldi tomó la vía del exilio y dedicó los siguientes cinco años a recorrer el mundo como comerciante, pasando por regiones tan distantes como Nueva York, Lima o Australia. Con un dedo siempre sobre el pulso de Italia, retornó a la región a mediados de los cincuenta y se instaló en una parte de la isla de Caprera a esperar que se presentara el momento para volver a la acción. En este punto, cada vez más alejado de las ideas mazzinianas y convencido de que, si se quería lograr la democracia, primero había que lograr la unificación, Garibaldi se mostró dispuesto a negociar, como él llegó a afirmar, con el mismísimo demonio. Quizás por eso, en 1859 se alió con el primer ministro piamontés, el conde de Cavour – más interesado en beneficiarse de los apoyos populares de Garibaldi que en contribuir a los esfuerzos democráticos -, para luchar en contra de los austríacos. Tras una exitosa participación en la región alpina que terminó con la anexión de Lombardía a Piamonte, la extensión de su esfera de influencia sobre la región central de Italia y el acercamiento de Garibaldi al nuevo rey piamontés, Víctor Manuel, el saboyano dirigió su mirada hacia el sur.
En una de las campañas más memorables de su carrera, en mayo de 1860, él descendió con unos mil hombres sobre Sicilia. No contaba con apoyos significativos, pero por las luchas internas de la región el poder de los gobernantes borbónicos estaba sumamente deteriorado y Garibaldi pudo pasar sin mayores problemas, logrando conseguir el visto bueno de distintos sectores y proclamándose dictador de la región (en el sentido romano) en el nombre de Víctor Manuel. De ahí, marchó sobre el sur de la península y, tras una campaña fugaz, para finales de 1860 logró controlar la mayor parte del territorio de lo que entonces se conocía como las Dos Sicilias.
En este punto, muchos especulan con que Garibaldi pecó de inocente cuando, en vez de, por ejemplo, garantizar reformas liberales dentro de la zona conquistada, decidió dar todo el poder a Víctor Manuel. Como ya se ha sugerido, para él no había cosa que no estuviera dispuesto a hacer para lograr la unificación y, aparentemente, esta movida se orientó en ese sentido, esperando que las cosas se dieran de alguna manera que le permitiera impulsar su agenda reformista. De todos modos, la situación a la larga no le resultaría tan favorecedora y, cuando sus demandas fueron desatendidas por los nuevos gobernantes del Reino de Italia, Garibaldi tomó la decisión de distanciarse y retornó a Caprera.
Formalmente, sin embargo, el rey continuaría teniendo una importante influencia sobre su héroe más importante. Y es que, tanto Garibaldi como Víctor Manuel, estaban convencidos de que el proceso de unificación no estaría completo hasta que los Estados Pontificios pasaran a ser parte efectiva de Italia. Desde ya, habiendo hecho una alianza con los franceses, protectores por antonomasia del papado, el rey italiano no podía permitirse un enfrentamiento abierto, por lo que decidió negociar con Garibaldi. A través de toda una serie de arreglos secretos, el héroe del Risorgimento marchó sobre Roma dos veces más (en 1862 y 1867), pero ambas intervenciones terminaron en derrota. La conquista finalmente se produciría recién en 1870 cuando, en plena guerra franco-prusiana, Luis Napoleón decidiera retirar sus tropas de los Estados Papales, dejando la región desprotegida y lista para que entrar el ejército regular italiano. Garibaldi, sin embargo, no pudo ser parte de esta expedición por estar él mismo luchando por entonces en favor de la república francesa.
Finalizado este conflicto, Garibaldi retronó a Caprera y pasó la última década de su vida alejado de la vida pública, incapacitado por reumatismo y por las secuelas de sus múltiples heridas de guerra. Desde su pequeña isla, no obstante, siguió comentando asiduamente sobre los sucesos de actualidad y logró mantenerse relevante. Para cuando falleció el 2 de junio de 1882, como indicó el escritor francés Víctor Hugo, no fue sólo Italia que estaba en duelo, sino que toda la humanidad lo lloró. Los homenajes se repitieron por todos los rincones de su patria, esa que, aunque no llegó a incluir su lugar de nacimiento, él contribuyó a crear.