Las construcciones de Italo Calvino

En la literatura universal ha habido grandes nombres que se supieron destacar en un único tema o género y lograron alcanzar una inmensa trascendencia simplemente con eso. Dentro de este universo, sin embargo, hay unos pocos nombres de personajes que han sido capaces de reinventarse una y otra vez con gran éxito para dar lugar a diversas oleadas de trabajos que no parecieran ser parte de la obra de un mismo autor. De todos ellos, probablemente uno de los más memorables sea el de Italo Calvino.

Aunque italiano de corazón y universal por su literatura, nació el 15 de octubre de 1923 en Santiago de Las Vegas, cerca de La Habana, Cuba, dónde su padre estaba cumpliendo funciones como agrónomo tropical. A los dos años de su nacimiento la familia retornó a su Italia de origen e, instalados en San Remo, el joven Italo tuvo la desgracia de crecer amando la literatura en un hogar donde la ciencia siempre se ponía al frente. Era un lector ávido, iba seguido al cine – algunos dicen que todos los días – y le obsesionaban las historias en general, pero el mandato paterno pesaba más. Así fue que, una vez completados los estudios secundarios, en 1941 se inscribió en la Universidad de Turín para estudiar agronomía.

La realidad de la Europa en guerra, de todos modos, terminó interrumpiendo éste o cualquier otro plan que hubiera podido tener. Si hasta entonces había logrado, en gran medida por los esfuerzos de sus padres librepensadores, mantenerse por fuera de las estructuras fascistas, para la década del cuarenta las levas obligatorias lo alcanzaron definitivamente. Antes, ya había sido obligado a unirse a los Avanguardisti – organización juvenil fascista – y hasta participó de la invasión a Francia en junio de 1940. Pero el breve respiro que tuvo en sus primeros años como estudiante, se acabó con la ocupación alemana de Liguria y la instalación de la República de Saló en 1943. En esta oportunidad, Calvino se negó a hacer el servicio militar y se dio a la fuga. Con el peso de la deserción encima, se unió a las Brigadas Garibaldi, de orientación comunista, y durante veinte meses entre 1944 y 1945 luchó como parte de la Resistencia Italiana en los Alpes Marítimos.

Un joven Italo Calvino.jpg

 

 

La experiencia, claramente, fue decisiva en la vida de Calvino y modificó su forma de acercarse a la vida, ahora como civil. Retornó a Turín, se afilió al partido comunista y retomó sus estudios universitarios, esta vez, en la Facultad de Artes. Pronto, además, empezó a escribir cuentos, se metió en el mundo del periodismo escribiendo regularmente para el periódico de izquierda L’Unità y consiguió un trabajo en el área de publicidad de la editorial Einaudi, que lo puso en contacto con grandes figuras del mundo literario.

En esta nueva vida, su propio talento como escritor se manifestó casi enseguida y en 1947 apareció su primera novela El sendero de los nidos de araña. Además de haber contado con los auspicios de Cesare Pavese a la hora de ser escrito, la sensibilidad neorrealista del relato, en gran parte basado en las experiencias de Calvino como miembro de la resistencia, tuvo una recepción favorable en la Italia de posguerra y agotó los 5000 ejemplares de la tirada original. Rápidamente, entonces, le siguió un segundo libro, esta vez de cuentos, titulado Por último, el cuervo (1949), que mantenía el mismo tono y estilo que su ópera prima.

La presión de sacar una segunda novela exitosa, de todos modos, aparentemente empezó a pesar sobre el escritor. En los siguientes siete años publicó tres intentos infructíferos en una racha que sólo se terminó de romper, según Calvino aseguró, cuando dejó de intentar escribir algo que se suponía que tenía que hacer y se preocupó por elaborar un relato que a él le habría gustado leer. Motivado por esta idea, en unos días entre julio y septiembre de 1951, el autor produjo la novela El vizconde demediado (1952). Éste trabajo, a medio camino entre la fábula y la alegoría, representó un cambio radical en el estilo de Calvino que se profundizó a partir de una tarea que le fue encomendada en 1954 por Einaudi – a dónde él ahora estaba encargado de la sección de volúmenes literarios – dirigida a recopilar relatos populares italianos al estilo de los hermanos Grimm. Así, durante los siguientes dos años, él se dedicó a juntar unos 200 cuentos de diversas regiones para Los cuentos populares italianos (1956) que lo acercaron al pasado y las tradiciones de su país y lo inspiraron a seguir escribiendo en su nuevo estilo.

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En este punto, además, se operó un cambio más profundo en Calvino que tuvo que ver con su orientación política. Luego de la invasión soviética a Hungría, él se alejó del Partido Comunista y dejó de escribir para el periódico de izquierda L’Unità, rompiendo con todo lo que lo ataba a su pasado. En lo que él llamó una alegoría acerca del “problema del compromiso político del intelectual en un tiempo de ilusiones destrozadas”, redactó El barón rampante (1957), que fue seguido muy de cerca por la novela El caballero inexistente (1959), libros que junto con El vizconde demediado pasaron a ser conocidas desde 1960 como la trilogía Nuestros Antepasados.

Al mismo tiempo, la vida de Calvino continuó desarrollándose en otros aspectos. Conoció a la traductora argentina Esther Judith Singer, con quien se casó en La Habana en 1964 y con quien tuvo una hija en 1965. Empezó a publicar los famosos cuentos que luego formarían parte de Las cosmicómicas (1965) y reingresó al mundo del periodismo, trabajando como crítico para varios medios y, entre 1959 y 1966, coeditando junto con Elio Vittorini la revista literaria Il Menabò di Litteratura.

Todo parecía seguir un curso más o menos determinado, pero a finales de los sesenta Italo Calvino sorprendió al dar un nuevo volantazo a su carrera. En 1967 se reinstaló con su familia en Francia y allí entró en contacto con Raymond Queneau y el grupo Oulipo (acrónimo francés de “Taller de literatura potencial”). Aunque no pasaría a formar parte del espacio formalmente sino hasta 1973, el italiano ya por estos primeros años se sintió atraído por la semiótica y por el modo de trabajo propuesto, según el cual los escritores jugaban con la lengua autoimponiéndose restricciones que sirvieran para estimular su creatividad.

En un proceso altamente intelectualizado Calvino entró en lo que luego se conoció como su etapa “combinatoria”. Ahora, según lo definió Calvino, el creía que “la literatura es un juego de combinaciones que se desarrolla con las posibilidades intrínsecas de su propio material, independientemente de la personalidad del autor”. Así, él trabajaba con las palabras de forma matemática, poniéndolas sólo donde eran absolutamente necesarias y donde ejercían una función muy estricta para “construir” relatos que, de igual forma, podían ser deconstruidos. De esta nueva manera de trabajar, juguetona y metalingüística, dónde los textos hacen referencia una y otra vez a su propia génesis y al relato que el lector está leyendo, memorablemente surgió una serie de obras que incluyeron a El castillo de los destinos cruzados (1969), Las ciudades invisibles (1972) y Si una noche de invierno un viajero (1979).

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Estas novelas, junto con otros trabajos producidos dentro de la lógica de Oulipo, le merecieron a Calvino una posición destacada en una generación de escritores asociados al grupo que incluyó a Georges Perec, Jacques Roubeaud y Harry Mathews. Pero su influencia, en paralelo, se dejó sentir mucho más allá del nicho. Así fue que la década del setenta fue básicamente una de consagración para el escritor, durante la cual se la pasó viajando por el mundo dando cátedra y recibiendo premios y reconocimientos.

Ya en los ochenta, Calvino era un nombre internacionalmente reconocido y admirado como un exponente de la literatura universal según el modelo borgeano. Antes de morir de un ictus cerebral el 19 de septiembre de 1985, publicó una última novela, Palomar (1983) – una vertiginosa exploración de la vida interior de un individuo que sería reconocida como una de sus obras más personales – y redactó varios ensayos sobre los grandes nombres de la literatura – esos famosos “libros de los otros” – que tanto le apasionaban.

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