BATALLA DE FAMAILLÁ

El cuerpo principal del ejército federal ofrecía un aspecto imponente. Allí estaba lo mejor de las tropas de Rosas, encabezadas por Oribe y Pacheco, dispuestos a todo para cobrarse la vida de su odiado Lavalle. ¿De dónde venía tanto rencor ente el oriental y Lavalle? Con Ángel Pacheco existía un largo enfrentamiento desde que ambos eran jóvenes cadetes en el ejército de San Martín… Pero ¿Qué tenía Oribe contra el general? Quizás la inquina se debía al apoyo que Lavalle le había otorgado al general Rivera en tiempos de la batalla del Palmar, quizás por un carácter transitivo que derramaba el odio de Rosas sobre sus subalternos, quizás, y solo digo quizás, por un asunto de faldas.

Lo cierto es que Oribe había puesto precio a su cabeza, aunque el general no estaba dispuesto a entregársela. A tal fin ordenó las escasas tropas que tenía a disposición de la mejor forma posible.

Lavalle decidió presentar batalla y nosotros peleamos bravamente. El general demostró su loco coraje arremetiendo una y otra vez con su lanza hasta que se puso en evidencia que lo único que podía salvarnos era una retirada. Aprovechando la confusión, el general partió con su escolta hacia el Norte, mientras Avellaneda y yo nos escabullimos rumbo a la sierra.

Nada podíamos hacer sino huir. Llegar a la frontera de Bolivia era la única salvación y así lo decidimos con Avellaneda. No sabíamos que haría el general, pero sospechamos que lo habríamos de encontrar si rumbeábamos hacia Salta. El comandante Casas y los oficiales Suárez, Souza y Espejo nos seguían a corta distancia. A Gregorio Sandoval, jefe de la escolta de Avellaneda, le perdimos el rastro, cosa que me generó cierta inquietud: este Sandoval no era hombre de confiar.

Lavalle le tenía afecto a Sandoval y eso lo había salvado de morir fusilado en más de una oportunidad por los robos y abusos que cometió a lo largo de la campaña. Al final, el general siempre lo perdonaba y Sandoval recuperaba el mando de la tropa. Estas libertades lo hacían muy popular entre los soldados que querían servir bajo su mando para dedicarse a rapiñar.

Tantos compañeros habíamos perdido entre muertos y extraviados que no íbamos a llorar la desaparición de Sandoval, un oriental de mala traza, que era mejor perder que encontrar. Entonces ni nos imaginamos lo que habría de acontecer.

Avanzamos por el monte tomando los senderos más apartados, a sabiendas de que nos estaban persiguiendo y que no era cuestión de hacerle las cosas más fáciles al enemigo. No hacía falta mucha imaginación para saber cuál sería nuestra suerte si caíamos en manos de Oribe y los suyos. Las historias de Rufino Varela, Ramos Mexía, Acha, Pringles y tantos otros nos daban vueltas en la cabeza, aunque la expresión sonara a broma de mal gusto: nuestra cabeza sería lo primero en caer. Debíamos huir para dejar atrás tantas desgracias.

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Texto extraído del libro El desastre de San Calá de Omar López Mato.

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