En el Antiguo Testamento, Yahvé le pide a Abraham que como prueba de fe y fidelidad sacrifique a su hijo Isaac, a quien a último momento decide perdonarle la vida. Abraham no estaba feliz de tener que sacrificar a su hijo pero estaba dispuesto a hacerlo, lo que parece indicar que un sacrificio humano no era por entonces algo tirado de los pelos.
La Biblia expone otros sacrificios infantiles realizados en tiempos de reyes apóstatas como Manasés (II Reyes 21:6) o Ajaz (“Ajaz tenía veinte años cuando comenzó a reinar, y reinó dieciséis años en Jerusalén; pero no hizo lo recto ante los ojos del Señor su Dios como su padre David había hecho, sino que anduvo en el camino de los reyes de Israel, y aun hizo pasar a su hijo por el fuego, conforme a las abominaciones de las naciones que el Señor había arrojado de delante de los hijos de Israel”) (II Reyes 16:3).
El sacrificio infantil no era algo ajeno a los israelitas. En Jeremías 7:31 dice “Y han edificado los lugares altos de Tofet, que está en el valle del hijo de Hinom, para quemar al fuego a sus hijos y a sus hijas, cosa que yo no les mandé, ni subió en mi corazón”. Tofet era un santuario situado al sur de Jerusalén, donde los padres entregaban a sus bebés y niños a los sacerdotes para que fueran quemados vivos en honor de Baal, una divinidad de los pueblos de Asia Menor: “Dejaron todos los mandamientos de Jehová su Dios, y se hicieron imágenes fundidas de dos becerros, y también imágenes de Asera, y adoraron a todo el ejército de los cielos, y sirvieron a Baal; e hicieron pasar a sus hijos y a sus hijas por fuego; y se dieron a adivinaciones y agüeros, y se entregaron a hacer lo malo ante los ojos de Jehová, provocándole a ira”. (II Reyes 17: 16-17). Por extensión, los arqueólogos aplican el término “tofet” a las tumbas de incineración con restos infantiles carbonizados, depositados en urnas. El origen más probable de estos restos es el sacrificio ritual (llamado molk) efectuado como ofrenda a los dioses en épocas de peligro extremo para la ciudad. Los tofets vuelven a mencionarse en II Reyes 23:10 (“También profanó al Tofet que está en el valle de Ben-Hinom, para que nadie hiciera pasar por fuego a su hijo o a su hija para honrar a Moloc”) y Jeremías 32:35, donde aparecen en relación al culto a Moloc. Josías desmanteló el tofet de Jerusalén, pero otros pueblos mediterráneos y del Cercano Oriente siguieron construyendo tofets hasta mucho tiempo después.
También los reinos vecinos practicaban la inmolación de niños: los cananeos mataban niños y colocaban sus cuerpos bajo los pilares de templos y palacios, y los primeros escritos asirios hablan de la quema de niños como ofrendas sacrificatorias.
Los fenicios, que compartían rasgos culturales con los cananeos, construyeron tofets en Cartago y en ciudades bajo su influencia como Motya (en Sicilia), Tharros (en Cerdeña) y Hadrumeto (en Túnez). Los cartagineses sacrificaron a sus hijos durante seiscientos años, y se estima que sólo entre 400 y 200 a.C. se enterraron en el tofet de Cartago unas dos mil urnas, convirtiéndose así en el cementerio de seres humanos sacrificados más grande conocido hasta hoy.
Los cautivos de las guerras eran otra fuente común de víctimas candidatas a los sacrificios humanos. En inscripciones de la antigua Mesopotamia aparecen testimonios al respecto, y se conocen prácticas similares entre los primeros griegos y romanos. En el relato que hace Homero de la guerra de Troya, por ejemplo, Aquiles manda doce troyanos capturados a la pira funeraria de Patroclo. En la batalla de Salamina entre griegos y persas, Temístocles ordena sacrificar a tres cautivos persas. Sin embargo, en los períodos “clásicos” tanto griegos como romanos condenaban los sacrificios humanos, que decían depreciar calificándolos como “cosas de religiones bárbaras” en referencia a los escitas, que sacrificaban pasando a degüello a uno de cada cien prisioneros capturados en batalla.
Los celtas construían una cesta y encerraban ahí a la persona que sacrificarían prendiéndole fuego; en ocasiones apuñalaban a sus víctimas sacrificatorias y sacaban sus entrañas para que los druidas pudieran predecir el futuro a partir del estado de las mismas, destacándose especialmente la práctica de la hepatoscopía.
También es para destacar el sacrificio de prisioneros de guerra en la dinastía Shang de China, en el siglo II a.C. Sus sacerdotes predecían el futuro mediante la interpretación de las grietas provocadas por el fuego en omóplatos de vacas y caparazones de tortuga; grababan en el hueso o el caparazón las preguntas de las que buscaban respuesta, lo ponían al fuego y buscaban las respuestas en las formas de las grietas abiertas por el calor. Una de las preguntas más frecuentes a estos “huesos adivinatorios” era si debían sacrificar a cautivos de guerra; se calcula que a raíz de este sistema sacrificaron a más de siete mil prisioneros.
Otra forma notable de sacrificios humanos es la que se practicaba en ocasión de la muerte y el entierro de reyes y personajes de sangre real. Esto ocurría en lugares muy alejados entre sí: en las primeras dinastías de Sumeria (o Sumer, la cuna de la civilización, en la región meridional de la antigua Mesopotamia), en Egipto, en la antigua China, en el antiguo Perú, en Uganda, en Dahomey (África). En los funerales del monarca (o de personalidades de máximo rango de poder y riqueza) eran frecuentemente sacrificados en forma ritual sus esposas, concubinas, cocineros, ayudantes de cámara, sirvientes, etc. Como ejemplo, en Liangshui, Hubei, China (período Chou, 770-221 a.C.), fueron enterradas en una sola tumba, junto a un hombre de 45 años, 21 mujeres de entre 13 y 25 años. Esta costumbre de enterrar miembros del séquito aún se practicaba en China en el siglo XII; eran sacrificadas y enterradas con el fallecido todas las concubinas que no le hubieran dado hijos al fallecido.
La lógica de este tipo de sacrificios residía en que el nuevo soberano renunciaba a las “valiosas posesiones humanas” del fallecido soberano precedente; antes que reservárselas para su propio uso, los nuevos soberanos se las “enviaban” al predecesor fallecido para que le sirvieran en el cielo así como lo habían hecho en la Tierra, esperando de esa manera congraciarse con el fallecido y con los antepasados (a esta altura divinos), cuya colaboración resultaba importante para el éxito de su propia gestión.
En el espinoso asunto de los sacrificios humanos, los aztecas tienen una participaciónespecial. En la mitología azteca, el sol (Hutzilopochtli) nació cuando uno de los dioses se arrojó al fuego y los demás dioses dieron su sangre para curar y alimentar a ese dios ardiente. Los sacrificios humanos de los aztecas buscaban reproducir ese sacrificio original de los dioses, y para eso necesitaban “sangre nueva, para evitar que muera el sol”. Así, en honor a sus dioses, los aztecas ofrecían la sangre de los prisioneros capturados en batalla; de hecho, para los aztecas, muchas de sus batallas tenían como objetivo la captura de víctimas para el sacrificio. Los guerreros aztecas ascendían en la escala social capturando prisioneros vivos para ser sacrificados, lo que era un estímulo extra.
El mayor número de sacrificios se llevó a cabo en Tenochtitlán, en el gran templo de Huitzilopochtli, dios del sol y de la guerra. El sacerdote que ejecutaba el sacrificio abría el pecho de la víctima con un cuchillo de obsidiana, extraía el corazón de la víctima aún latiendo. Quemaba el corazón en el altar del sacrificio y después el sacerdote empujaba el cuerpo desde la altura de la pirámide hacia abajo, donde era descuartizado. El “propietario” del prisionero sacrificado recibía los mejores cortes de carne para servirlos en el banquete familiar, la gente presente se alimentaba con el guiso que se hacía con las sobras y los animales se quedaban con los huesos restantes. Esto agrega otro elemento al sacrificio: el canibalismo. Pero eso es otra historia.