Anne “Ninón” de l’Enclos también escrito como Ninón de Lenclós y Ninón de Lanclós (París, 10 de noviembre de 1615 – ibidem, 17 de octubre de 1705) fue una escritora francesa, cortesana y mecenas de las artes. En el momento de su muerte, en 1705, el duque de Saint-Simón resumió primorosamente su carrera: “Un claro ejemplo el triunfo del vicio, cuando se dirige con inteligencia y se redime con un poco de virtud.”
Ninón de Lenclós nació en París en 1615. Su padre fue un gentilhombre del duque de Turena, con fama de carácter disoluto.
De su madre, se decía que pasaba el tiempo entregada al rezo, la devoción y los libros religiosos, cuya lectura recomendaba a la pequeña Ninón. Ésta, sin embargo, empezó muy pronto con otro tipo de lecturas, los clásicos latinos, novelas de amor cortés, poesía. Todavía adolescente, Ninón no sólo había leído gran parte de la literatura clásica y de su época, sino también filosofía, especialmente a Montaigne, hablaba español e italiano y empezaba a hacerse muy popular entre la sociedad parisiense por la agudeza, el ingenio y hasta la erudición que demostraba en sus conversaciones.
Huérfana de madre a los dieciséis años, su padre muere un año después. La joven Ninón hereda un pequeño capital que le permite asegurarse una renta y adquirir una casa en la calle Turnelles, en el Marais, que pronto se convertirá en uno de los “salones” más prestigiosos de París, por el que pasarán los principales nombres de la política, la literatura y el arte francés.
Naturalmente, también desfilaría por aquella casa el sinnúmero de amantes que le atribuyeron durante su larga vida –el último, el abate Gédoyn, cuando ya tenía ochenta años–; algunos de ellos, como Coligny, Gourville o el príncipe de Condé, personajes destacados de la historia de Francia. Se dice que el mismo Richelieu la pretendió, rechazándole Ninón al sentir auténtica aversión hacia el cardenal.
Y es que para Ninón, tal y como lo repite en sus escritos, muy por encima del amor sensual, la pasión o el prestigio derivado de una relación con un personaje importante, se encontraba la amistad.
Entre sus grandes amigos de fama, Scarron, Saint-Évremond o Moliere, que acudía a las reuniones de la coqueta para consultarle pasajes de sus obras. Pero también grandes amigas, en cuya relación, en algunas ocasiones, se ha dejado deslizar una cierta ambigüedad, como la reina Cristina de Suecia o la señora de Scarron, futura Mme. de Maintenon, con la que compartió intimidades y amantes.
Sólo la señora de Sévigné, entre sus conocidos, se declaró enemiga suya, y así lo deja claro en su famosa correspondencia, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que Ninón fue primero amante de su marido y después de su hijo, cuando ya la coqueta contaba más de cincuenta años.
Aunque los retratos que nos han quedado de Anne de Lenclós no nos revelan una gran belleza, los que la conocieron y escribieron sobre ella –como Voltaire– coinciden en el irresistible atractivo de esta mujer, no sólo físico, sino sobre todo intelectual.
Conversadora incansable, ocurrente, afable en el trato, gran amiga de sus amigos… E instruida, aficionada al teatro, a la literatura, al arte y a la música. Cuando Ninón murió, en 1705, su vida, sus amores y sus pensamientos se convirtieron en algo parecido a una leyenda, y también un lugar común que circulaba por la corte francesa e, inevitablemente, era objeto de exageración.
Ninón de Lenclós no fue la coqueta usual, la cortesana típica de la, a un tiempo, hipócrita y libertina sociedad francesa prerrevolucionaria, capaz de dar al mundo un Bossuet y un Voltaire. Más allá de su nutrida nómina de amantes, de los dichos y máximas galantes que se le atribuyen, de las innumerables anécdotas que se dice salpican su vida –algunas imposibles, como la del hijo que tuvo con el marqués de Gersai, al que nunca se le contó su procedencia y que, cuando era un joven caballero, se enamoró de Ninón, suicidándose en el jardín de la casa de su madre cuando ésta le reveló la verdad–; más allá de todo esto, puede adivinarse en la escasa obra de Ninón una mentalidad poco común en la época.
Una mentalidad que, con rasgos del pensamiento epicúreo, más que con el libertinaje tiene que ver con una liberación moral de tintes más modernos, y en la que destaca su preocupación por la condición de las mujeres, criticando por igual a aquellas cuyos únicos afanes eran la belleza y el coqueteo, careciendo de cualquier inquietud intelectual (“un anzuelo sin cebo“, según decía), y a las que tenían como único objetivo la fidelidad conyugal y eran esclavas de una moral rígida, a las que denominaba las “jansenistas del amor“, y cuyas representantes más influyentes, siendo Ninón aún joven, insistieron tanto ante la Regente, Ana de Austria, que consiguieron que ésta ordenara su reclusión en un convento, si bien es cierto que por poco tiempo.
La obra de Anne de Lenclós es escasa: las cartas que dirigió a Saint-Évremond, que se conservan en la correspondencia de éste, y La coquette vengée (1659), obrita salpicada de anécdotas galantes. Con todo, la obra más famosa que se le atribuye y en la que mejor se expresa su pensamiento es la titulada Lettres de Ninon de L’Enclos au marquis de Sévigné (hay traducción al castellano: Cartas al marqués de Sévigné, Madrid, editorial Siete Mares, 2005), que aparecieron por primera vez en el año 1750, en Ámsterdam, recopiladas, según se dice en la portada, por un tal Damours. Es improbable que la obra proceda de la propia Ninón ni que sean verdaderas misivas, sino que más bien parecen redactadas y estructuradas por una tercera persona, ya a principios o mediados del siglo XVIII, basándose en auténticas cartas de la cortesana (a Saint-Évremond y otros), en otras obras de Ninón e, incluso, en sus anécdotas y dichos.
En sus obras, Anne de Lenclós reflexionó sobre la mujer en la sociedad de la época, una mujer por la que sentía compasión, pues, o bien estaba entregada a la frivolidad, bien era víctima de la tiraría del marido. Quizá por eso Ninón dio el máximo valor a la amistad y no se casó nunca, y, como auténtica epicúrea, dispuesta a disfrutar de la vida lo más posible y habiendo reflexionado sobre la condición de ambos sexos, llegó a decir que ella había decidido “hacerse hombre”, es decir, comportarse moralmente como la parte que menos tenía que perder y con más libertad podía actuar.