“Es insano hacer las mismas cosas una y otra vez esperando tener resultados distintos”. Esta frase es atribuida a Albert Einstein, pero nuestro gobierno de científicos parece no comprender este axioma y vuelve a repetir viejas fórmulas, que han demostrado ser ineficientes desde el tiempo no de los griegos y los romanos sino ¡desde los asirios y los caldeos! El emperador Diocleciano, además de echar cristianos a los leones, impuso un edicto de precios máximos. El mercantilismo español regulaba estrictamente los precios y lugares en los que se podía o no comerciar (Buenos Aires fue víctima de esta política). La revolución francesa impuso la ley del “máximo general”, que solo asistió a crear un mercado del único color posible: el negro.
Fijar precios a palos es una estrategia tentadora para regímenes autoritarios, los nazis y los fascistas impusieron su pauta económica mediante el terror, y el terror entonces no era solo una faja de clausura, implicaba poner un riesgo la vida del comerciante, que era agredido físicamente.
La reflexión de Einstein viene al caso, porque fue un testigo privilegiado de la “economía de compulsión” adoptada por los nazis para consolidar la estructura monolítica de Hitler en el poder. El 26 de noviembre de 1936, la Administración del III Reich decretó la congelación de precios al existente 17 de octubre (qué “coincidencia astral”). Desde hacía 4 años, el régimen apuntaba a esta “domesticación de precios” de la economía de compulsión o Zwangswirtschaft, cuyo ideólogo fue el banquero Hjalmar Schacht, aunque el ejecutor de las medidas fuera Hermann Göring (Schacht renunció en 1939 por desinteligencias con el poderoso ministro de Hitler).
En 1946 Göring diría “controlar los precios y salarios, implica no solo controlar el trabajo de la gente sino también sus propias vidas”.
El sistema resultó ser inicialmente exitoso por el monolítico poder del partido, la violenta imposición de castigos, la confinación a campos de concentración de los gremialistas opositores (comunistas en su mayoría), y el miedo a caer en una devastadora hiperinflación como la que había sufrido Alemania en 1923. País despedazado por la guerra, víctima de una grieta política entre izquierda y derecha, que se dirimía en luchas callejeras sin control y la revalorización de la identidad germana que Hitler promulgaba para devolver el orgullo de una nación, asistieron al entusiasmo inicial por esta economía de compulsión.
Los precios se frenaron, y el Reich emitió sumas extraordinarias para alimentar una carrera armamentista que ocasionó un aumento del empleo. Para 1936, había pleno empleo en Alemania para cuando empezó la guerra y cuando se movilizaron las tropas, el personal no fue suficiente y debieron recurrir a la mano de obra esclava.
Como la carrera belicista agotaba los recursos, los nazis recurrieron a la confiscación de las propiedades de judíos, colectividad industriosa y profesional que, a pesar de ser el 1% de la población alemana, acumulaba el 10% de su riqueza del país. Gran parte de estos recursos fueron aplicados a la economía alemana que así podía “compensar” parte del enorme gasto en el que incurría. Además, el Reich había recibido un sistema bancario ya nacionalizado de facto, por rescate de la maltrecha banca alemana con fondos públicos inyectados a cambio de la participación en el capital de esos bancos, que el nazismo usó a su antojo para generar crédito.
Todo esto asistió a disfrazar el efecto nocivo de la inflación reprimida y las distorsiones de los controles de precios. Cuando los efectos empezaron a notarse fueron reprimidos eficazmente por el orden político… pero ni la terrorífica maquinaria nazi pudo evitar la aparición de las consecuencias de este sistema: la inflación, los mercados negros y la corrupción de los burócratas. El desabastecimiento y la falta de moneda confiable, dieron lugar al trueque. El quiebre de la cadena productiva por insistir en pagar un precio que cubría los costos de producción, llevó a una desocupación masiva después de la guerra, donde solo se podía sobrevivir comprando productos esenciales en un mercado negro, que convertía a la gente común necesitada de satisfacer sus necesidades en criminales.
Milton Friedman decía que un común y gran error es juzgar las políticas por sus intenciones y no por sus resultados… y 4.000 años de historias avalan los resultados nefastos del control de precios por el gobierno.