En marzo de 1877 mientras trabajaba como todos los días en su finca de Burgess Farm, Don Juan Manuel de Rosas comenzó a sentirse mal. El frío y las inclemencias del tiempo no eran un obstáculo para el anciano que manejaba esta parcela tal cual lo establecía sus “Instrucciones para los mayordomos de Estancias”, redactadas 50 años antes.
Durante su exilio, Rosas pretendió la atención permanente de Manuelita que se rebeló del yugo paterno para casarse con su eterno novio, Maximiliano Terrero. Rosas molesto por la actitud, no se vio con su hija por un buen tiempo, hasta que la llegada de los “nietos ingleses” atemperó el distanciamiento. Su hijo Juan Bautista, el eterno secundón de esta historia, volvió a la Argentina y al parecer no mantuvo un trato fluido con su padre por una manifiesta disparidad de caracteres.
El viejo Restaurador ya no era el joven y emprendedor estanciero de antaño. El antiguo hombre fuerte de la Confederación Argentina ahora caía víctima de los gérmenes. Su médico y amigo, el Dr. John Wibblin, le diagnosticó congestión pulmonar e indicó reposo. La mejoría experimentada durante los primeros días, le hizo creer a Manuelita que su padre, una vez más, vencería la adversidad. Pero no fue así, la neumonía siguió su curso y la noche del 13 todos presentían que sería la última. A su lado, Manuelita atendía su pesada respiración. “¿Cómo estás Tatita?”, le preguntó después de besarle la mano. “No sé, niña”, contestó el Restaurador. Esas fueron sus últimas palabras. En la mañana del 14 de marzo de 1877 Juan Manuel Ortiz de Rozas entregaba su alma al Señor.
Sus restos fueron inhumados según la cláusula testamentaria, donde solicitaba ser enterrado en el Cementerio Católico de Southampton “en una sepultura moderada, sin lujo de clase alguna, pero sólida, segura y decente, si es que hay como hacerla con mis bienes, sin ningún perjuicio para mis herederos”.
Sobre su féretro se lucía el sable corvo del general San Martín que había sido legado a Rosas por la defensa de la soberanía nacional.
En Buenos Aires al conocerse la noticia de su deceso se organizó una misa en honor a los caídos durante la dictadura en la Iglesia del Socorro. De allí, una turba enardecida se dirigió al cementerio de la Recoleta y pretendió derribar la estatua de La Dolorosa, ubicada sobre la tumba del Facundo Quiroga que, curiosamente, algunos (entre ellos uno de los hijos de Quiroga) consideraban una víctima más de Rosas. Afortunadamente el rápido accionar de un cuidador impidió la destrucción del monumento.
Gras ha dicho que Rosas, “fue el prócer argentino de más compleja psicología y de más intensa ejecutoria. Apreciarlo por aspectos parciales de su acción de gobiernos o condenarlo por detalles circunstanciales o episódicos es desintegrar la historia, ignorar el curso de los acontecimientos y desconocer la propia naturaleza de lo cosas”.
Rosas ha sido el hombre del disenso; sobre él se discute y discutirán generaciones de argentinos tratando de otorgar a su gesta la real dimensión que merece. Tarea durísima, ya que Rosas no gozó de herederos políticos. El año de su caída, sus seguidores más cercanos o habían tomado el camino del exilio, como su hermano Prudencio y su cuñado Mansilla, o habían hecho migas con la nueva conducción liberal, tal el caso Torres que poco tiempo después de Caseros se abrazaba públicamente con Valentín Alsina, o el general Pacheco, que dirigió la defensa de la sitiada Buenos Aires por parte de su antiguo subalterno, el general Lagos convertido en leal urquicista. Los primos de Rosas, los hermanos Anchorena que tanto se habían beneficiado durante su gestión, miraron para otro lado, se hicieron los distraídos y en nada colaboraron para asistir económicamente al hombre que los había ayudado a enriquecerse.
Para los argentinos, Rosas había quedado atrás como un mal sueño, como una etapa negra que había atrasado el progreso y la organización del país. Por eso es que pocos permanecieron leales al Restaurador y los que así lo hicieron debieron atenuar los pesares económicos de Rosas en el exilio. A Rosas le expropiaron todos sus bienes aún los que poseía antes de acceder al poder, hecha la excepción de la Estancia del Pino con cuya venta había adquirido Burgess Farm. Todo lo demás había sucumbido a la catástrofe legal. Para salvar sus pesares económicos Rosas había pedido asistencia a sus seguidores. No muchos respondieron. A través de la correspondencia con Pepita Gómez que oficiaba de intermediaria, se pudo reconstruir ese flujo de óbolos que le permitía al Restaurador juntar 1000 £ al año, una cifra nada despreciable para la época. Sin embargo Don Juan Manuel que quejaba amargamente de su suerte.
Sobre la repatriación de sus restos
Daniel Schávelzon y Patricia Frazzi en su libro Las Muertes de un caudillo: La tumba de Facundo Quiroga hacen referencia a la repatriación de los restos de Rosas: “Cuando en 1989 se repatriaron sus restos [los de Juan Manuel de Rosas], los encargados de hacerlo mandaron a una empresa a excavar el lugar utilizando una pala mecánica; los responsables llegaron tarde tras quedarse dormidos y al ataúd -detalle esencial- lo habían dejado en la vereda. Más tarde, lo abrieron sin control científico alguno -ni una foto siquiera-, sacaron todo lo que había dentro para repartírselo sin dudar un segundo. Uno de los presentes, para más señas vendedor de departamentos, exhibía orgulloso en su casa la dentadura de Rosas, hasta que hubo que denunciarlo públicamente. Por supuesto, el sarcófago original de plomo fue fundido y vendido; y ni decir que los huesos, sin tratamiento alguno, sin siquiera los cuidados mínimos de un conservador, quedaron convertidos en polvo”.