En sus días, Alphonse Gabriel Capone, más conocido como Al Capone, fue un personaje conocido, que daba conferencias de prensa, se codeaba con la alta sociedad y los empresarios recurrían a él para solicitar ayuda y asesoramiento. Tipo elegante, amante de la buena cocina, donaba dinero a sociedades de caridad y a campañas políticas. Acusarlo de sus fechorías, por más que nos sorprenda (bueno, Argentina tiene varios casos semejantes) fue un cambio en los paradigmas jurídicos de los Estados Unidos. Esta es su historia, de la que todos tenemos algo para aprender.
Alphonse G. Capone (1899-1947) era hijo del “sueño americano”, el cuarto hijo de Gabriele Capone y Teresina Raiola, y el primero en nacer en los Estados Unidos. Su padre era un barbero de Brooklyn, dueño de su propio local, que nunca aprendió a hablar bien el inglés. El hermano mayor de Al, Vicenzo, se escapó de la casa a los 16 años y se cambió el nombre a Richard Hart (como el actor William Hart). Vicenzo solía vestirse de cowboy con dos pistolas al cinto. De allí su sobrenombre, Two gun Hart. Paradójicamente fue agente de la Prohibición, mientras su hermano se enriquecía vendiendo alcohol. En 1927, cuando Alfonso era el hombre más conocido y temido de Chicago, Vicenzo/Richard se desempeñaba como guardaespaldas del presidente Coolidge.
Alphonse fue expulsado del colegio por golpear a una maestra. Solía aclarar que ella le había pegado primero.
Johnny Torrio, un gángster de Brooklyn, tomó al joven Capone bajo su protección y le dio trabajo y oficio. A Torrio lo podríamos llamar el “organizador del crimen organizado”. Un tipo ordenado y de buenos modales que creó una notable estructura delictiva. Cobraba por protección pero también le aseguraba el monopolio de ese rubro a su protegido. Nada quedaba librado a la improvisación y todo el mundo participaba. ¡Hasta los lustrabotas debían abonar! Alphonse participaba en los grupos juveniles -el más conocido era el llamado “Estrella de cinco puntas”- encargados de convencer a los reticentes sobre los beneficios de participar en alianza tan provechosa.
En 1920 Torrio decidió mudarse a Chicago, nunca quedó bien claro por qué lo hizo, aunque se sospecha que la carrera de William Hale Thompson para intendente (Major) de Chicago prometía convertir a la ciudad en un antro de perdición… y lo hizo. Chicago fue a la corrupción lo que Hollywood al cine… la capital de un imperio donde a los funerales de mafiosos como Anthony D’Andrea asistían multitudes, entre los que se destacaban jueces, fiscales y policías, consternados porque con este mafioso desaparecía una legítima fuente de ingresos.
Vale recordar que cuando Thompson se presentó para su reelección, en 1927, Capone donó 260.000 dólares. En esta campaña Thompson prometía luchar contra “las aviesas intenciones del Rey Jorge V de Inglaterra”, quien, según afirmaciones del propio Thompson, tenía la peregrina idea de incorporar a Chicago al Commonwealth. No Estados Unidos, no Michigan, solo Chicago…
Por más disparatado que esto suene, Thompson fue reelegido y como primera medida purgó de las librerías públicas todo libro que no fuese “100% estadounidense”. Los textos que no reunían esta condición y que Thompson confesó no haber leído (aunque se sospecha que no había leído ningún libro) fueron quemados en una hoguera, anticipándose en unos años a la práctica de Joseph Goebbels, quien contaba con la dudosa ventaja de haber leído varios libros (equivocados) y escrito algunos textos poco felices, pero que en su tiempo eran muy requeridos.
En una ciudad como Chicago, Capone parecía un tipo casi respetable, un empresario, un emprendedor que confesaba en público hacer negocios “dándole a la gente lo que la gente quiere”.
En el país de las oportunidades y la (no tan) libre empresa, la mafia venía a llenar un espacio que la falta de regulaciones, las normas antinaturales y la corrupción dejaban expeditas para entrepreneurs como Capone y asociados.
A los 25 años, después que Torrio sufriera un atentado del que milagrosamente salió con vida, Al se convirtió en el jefe de la banda y empezó a ganar notoriedad. Fue el Chicago Tribune quien lo bautizó “Scarface” debido a la cicatriz que lucía en el rostro. Entonces corría el rumor que se la había hecho durante una pelea callejera con la Camorra napolitana. En realidad, se la hizo el hermano de una señorita a la que piropeó de forma bastante chabacana cuando Al trabajaba de mozo en Coney Island.
Si bien a Capone se le atribuyen varias docenas de muertos y especialmente la Masacre de San Valentín, cuando un 14 de febrero se asesinó a toda la banda de su archienemigo -el irlandés Bugs Moran, que había atentado contra Torrio-, nunca fue procesado por ninguno de estos crímenes. Es más, solía decir a todos los que quisieran escucharlo: “Se puede obtener mucho más con una sonrisa que con un arma”.
Chicago tenía un alto índice de asesinatos (13,3 por cada 100.000 habitantes) pero había ciudades que era más violentas, como Detroit, Miami o Atlanta con un ¡69,3 por cada 100.000! (el índice actual en Estados Unidos es de 6 por cada 100.000). Como punto de referencia, en la ciudad argentina de Santa Fe el índice de asesinatos es de 22,2 por cada 100.000 habitantes, es decir más que Chicago en la época de Al Capone (para tener otro parámetro actual de nuestro país, Rosario posee un índice de 14,4 por cada 100.000).
Hacia 1927, era tal el poder de Capone que cuando los canillitas se declararon en huelga, los dueños de los medios -antes de recurrir al gobierno- pidieron a Capone que interviniera… y la huelga no se concretó gracias a la gran capacidad de “convencimiento” que tenía.
Sin embargo, cuando el mundo le sonreía a Capone, las bandas lo respetaban y los policías lo dejaban en paz, el dinero fluía gracias a la Prohibición, que había puesto el precio del alcohol por las nubes (y le permitió acumular una fortuna de más de 100 millones), cuando los estudiantes de periodismo lo ubicaban entre las diez personas más notables del mundo (detrás de Charles Lindbergh, Benito Mussolini y Mahatma Ghandi), comenzaba para Alfonso el principio del fin.
Su colapso no se debió a la competencia criminal, ni a la aparición de nuevas bandas, ni a flamantes leyes, sino a los considerandos de una joven abogada, una mujer que -aburrida del oficio de ama de casa- empezó a estudiar Derecho. Su nombre era Mabel Walker Willebrandt, y fue la primera abogada en ser defensora pública en la ciudad de Los Ángeles. En 1921 fue nombrada asistente del Fiscal General Warren Harding y con una preclaridad que hoy nos resulta perogrullezca, estableció una relación entre el crimen organizado y la evasión impositiva. Como nadie se atrevía a declarar contra los criminales organizados en la mafia, Willebrandt propuso revisar sus declaraciones juradas, donde los ingresos declarados nada tenían que ver con su forma de vida. A pesar de la lógica, no le fue fácil imponer sus ideas. El caso más sonado fue el de un contrabandista llamado Manley Sullivan, cuyos abogados argumentaron que el tal Sullivan no podía llenar correctamente su declaración jurada porque de esa forma estaría autoincriminándose (la Quinta Enmienda de los Estados Unidos protege a los individuos de declarar en su contra). No solo esto, sino que un juez llamado Martin Mantón sostenía que era “inmoral” que el gobierno aceptase dinero de ingresos ilegales. ¿Cómo se podía recibir dinero de un ilícito? El debate continuó hasta llegar a la Corte Suprema, que el 16 de mayo de 1927 -el mismo día que Alfonso Capone organizaba una fiesta de recepción al piloto italiano Francesco de Pinedo (1890-1933), un as del aire conocido por sus inclinaciones fascistas- dictaminó que lo que Willebrandt sostenía era legal.
La disposición de la Corte Suprema le permitió al célebre Eliot Ness, tan famoso por Los Intocables, disponer de los conocimientos contables de Frank Wilson, quien pudo relacionar los ingresos de Capone con el juego ilegal y el contrabando.
De los 23 cargos presentados en contra de Capone en 1931, fue declarado culpable de cinco y sentenciado a once años de prisión. Entonces los medios, que hasta ese momento escuchaban las palabras de Al Capone y recurrían a él cuando tenían algún problema, se encargaron de convertirlo en el criminal más malvado de la historia.
Estando en la prisión de Alcatraz comenzó a mostrar signos de demencia. Era la sífilis que llegaba a sus instancias finales. Al Capone murió de una neumonía en 1947. Fue enterrado en el cementerio de Mount Carmel, cerca de Chicago. Su epitafio es escueto: “Mi Jesús, ten piedad.” Desconocemos si la tuvo.