Esta mañana me preguntaba que tienen en común la muerte de Marilyn Monroe, la del Papa Juan Pablo I (28 de septiembre 1978) con la del escritor francés Émile Zola. He pensado un buen rato buscando las analogías y finalmente he llegado a la conclusión, que por cierto no es definitiva, que en los tres casos la causa verdadera de esas muertes nunca ha sido esclarecida. Solamente sospechas y conjeturas, algunas más cerca de la verdad y otras, simplemente, descabelladas y con un cierto aire conspirativo.
La diva del cine de los cincuenta y sesenta apareció sin vida en su casa un 5 de agosto del año 1962, sin que hubiera estado enferma de cuidado, al menos de cuerpo. Su deceso se ha atribuido hasta hoy a una sobredosis de medicamentos. En otras palabras, una muerte por intoxicación. El Papa Juan Pablo I alcanzó a reinar 33 días como sucesor de San Pedro. Fue hallado sin vida por la monja Vincenza en la mañana del 28 de septiembre del año 1978. La cifra de días corresponde curiosamente a la edad de Jesucristo cuando murió en la cruz. Las esferas del poder eclesial cubrieron desde el momento inicial con un manto de oscuridad las causas de su muerte. Se afirmó que fue un ataque al corazón. ¡Insólito! El hombre estaba sano y feliz, sólo que muy atareado tratando de desenredar la madeja de las finanzas vaticanas.
En el caso de Zola, también apareció muerto en su dormitorio, junto al lecho conyugal, con síntomas de asfixia por monóxido de carbono. Esto fue al menos lo que se escribió en el parte policial y lo que se sostuvo por años.
Sin embargo, hay mucho mucho paño que cortar, tanto en uno como en los otros dos casos. Por ahora nos abocaremos a los hechos que envuelven la inesperada y repentina muerte del autor de Germinal y otras obras célebres de la literatura mundial.
Situémonos en la noche del 28 de septiembre del año 1902 en París. Zola y su mujer, Alexandrine, regresaban de una breve estadía en su casa de Médan (a media hora de París). Le contaba él a sus amigos que le gustaba mucho pasar alguna breve temporada allí, alejado del mundanal ruido de la ciudad, los amigos, las tertulias, los compromisos. Septiembre marca en cierto modo el fin del buen tiempo y el comienzo de un otoño con temperaturas más bajas. La casa de París, emplazada en la calle Bruselas, como ha estado desocupada un tiempo, necesita temperarse. Se le ordena a la servidumbre encender la chimenea. En los expedientes policiales del caso aparece también un brasero para entibiar el dormitorio.
El fuego pone la nota de tibieza en las dependencias de la casa, donde no hay niños. El matrimonio cena y se acuesta. Después de la cena, están tranquilos, relajados. Zola llevaba una relación muy especial con Alexandrine. Ella es un poco mayor que él, y ha aceptado que su marido tenga una “segunda vida”. Aceptar es un decir; pero ella no le ha podido dar hijos. Alexandrine no desconoce la relación sentimental de mucho tiempo de su marido con su ex costurera, Jeanne Rozerot, una muchacha más joven que ella y por supuesto más joven que el escritor. Los separan casi treinta años a Zola y a Jeanne. El escritor tiene en esa fecha de los hechos 62 años y goza de buena salud. Al comenzar la relación con la costurera le ha instalado un piso. Es su amante y con la cual tiene dos hijos. Alexandrine lo sabe, y prefiere esta suerte de concubinato a divorciarse. Émile le ha solicitado la desvinculación en inúmeras ocasiones, pero ella ha rehusado, por “el qué dirán”.
Entonces están en el dormitorio Zola y su mujer legítima.
¿Qué sucede durante el sueño?
Investigaciones posteriores a su muerte dan cuenta de que a causa del frío, hay muy poca ventilación en la dependencia. Durante el verano se han practicado algunos arreglos en la techumbre de la mansión. Nadie ha supervisado los trabajos porque de otra manera no se explica que hayan quedado escombros en el tubo de la chimenea, presumiblemente. ¿Qué podrían indicar los hechos? ¿Es una casualidad dicha obstrucción o fue un acto deliberado? Al comienzo se atribuyó la muerte de Zola a un accidente doméstico. Por eso se habla de un brasero de carbón coke que quedó prendido toda la noche en la habitación de la pareja. Sin embargo, las pesquisas apuntan más bien a esa chimenea obstruida por escombros. El fuego encendido la víspera no tuvo el tiraje necesario y la habitación en poco tiempo se llenó de monóxido de carbono.
El olor a combustión imperfecta tiene que haber sido insistente. Cualquier persona que encienda un brasero en una pieza lo sabe. ¿Por qué la servidumbre no retiró a cierta hora el brasero o revisó la chimenea? ¡Misterio!, como decía doña Milú en una recordada telenovela brasileña (Tieta de Agreste).
De estos hechos surgen las hipótesis del atentado.
El gas es menos pesado que el aire, por lo que se acumula, preferentemente en las zonas altas de una dependencia cerrada (de ahí la conveniencia de andar agachado en los incendios). Se presumenque tiene que haber habido una considerable concentración del gas a la altura de la cama, que eran subidas. Zola despierta y advierte el fuerte olor a gas. Observa a su mujer y está desvanecida sobre el lecho. Ha vomitado. Él cree que ha sido algo que le sentó mal en la cena. Discurre entonces que debe abrir una ventana. Sin embargo, está tan débil por la falta de oxígeno que al aproximarse a la ventana, cae desmayado al piso. Allí fue encontrado por la servidumbre alrededor de las nueve de la mañana. Llaman a los médicos, llaman a la policía: fue inútil, Émile Zola, el más grande representante del naturalismo francés y europeo, está sin pulso; está muerto. Su esposa Alexandrine es llevada con urgencia a un centro asistencial y logran revivirla.
Las horas posteriores al hecho son de locura. La casa se repleta de amigos, conocidos, periodistas, la Sûreté, el pueblo mismo de París que acude al domicilio de este héroe de las letras y de la verdad. Entre ellos el ex oficial de artillería, Aldred Dreyfus. Ni él ni los demás dan crédito a que esté muerto el hombre que se atrevió a desafiar al gobierno de turno cuando la cúpula militar acusó de espionaje en favor de Alemania al joven oficial de artillería franco-judío, Alfred Dreyfus. Las evidencias presentadas en el juicio habían sido manipuladas por esa cúpula política y militar. Dreyfus es degradado en público y enviado a prisión a la Isla del Diablo, Cayena, en la Guyana francesa. Zola está en Roma por esos días, pero cuando regresa a París aparecen ciertas dudas sobre la culpabilidad del joven oficial. Entonces él asume, corriendo todos los riesgos, la defensa del inculpado. Escribe el famoso artículo “Yo acuso” que remueve la conciencia de la elite francesa y enardece al pueblo al enterarse del trato denigrante dado al oficial en prisión.
Dreyfus es finalmente liberado, aunque nunca su buen nombre fue reivindicado. Se buscó una salida honrosa para los acusadores: el supuesto delito fue amnistiado. Los grupos nacionalistas franceses anti-semitas eran muy fuertes y se esforzaron por mantener vivo el odio a los judíos y sostener la culpabilidad de Dreyfus, posterior a los días de su liberación. A Zola también lo salpica esa campaña. Hubo de exiliarse en Londres. Incluso en una ocasión intentaron incendiar su casa en París colocando una bomba en su vereda. Hubo mucho acoso hacia su persona.
Quedan los resquemores.
El fuego del resentimiento nacionalista contra el escritor no se ha apagado. Por lo mismo es que muy pocos son los que creen en el accidente del brasero o la chimenea taponada. Henri Mitterand, autor de una de las mejores biografías sobre Zola, da cuenta que en el caso hay dos verdades: la oficial que se ha sostenido hasta bien avanzado el siglo XX y la de diversos investigadores y periodistas que creen hasta estos días que la muerte no fue un accidente sino un crimen por venganza.
¿En qué se basan?
En 1927 un antiguo techador, de nombre Henri Buronfosse, militante de una liga nacionalista francesa, confiesa su crimen a poco de morir. La revelación se mantiene oculta. En 1952 -cincuenta años después del fallecimiento- el diario Liberatión publicó una nota recordatoria de Zola, “el luchador por la verdad”. A tres meses de la publicación, el redactor recibió una carta de un lector, Fair Hakan, un pensionado de 68 años. Su carta es una bomba de tiempo. “Yo estoy convencido que Zola no murió por accidente, sino que fue asesinado”. Se basaba en el testimonio de un deshollinador que le dijo a él que Zola murió por asfixia por inducción. Dos o tres deshollinadores habrían cerrado el conducto de ventilación esa misma noche del 28 al 29 de septiembre de 1902 y lo abrieron por la mañana, antes que se encontraran los cuerpos.
En 1953, el periodista Jean Bedel entrevistó al pensionado que le dio el nombre de Henri Buronfosse, o Boronfos o Boronpos como el del asesino. Claro que éste ya había muerto unos años antes. El diario publicó la información pero no el nombre del asesino, por una promesa hecha al confidente. La noticia, a medias, no tuvo tanto impacto. Sólo en 1978 el Diario de Paris, un medio de poca circulación en Francia, develó el nombre del asesino, pero no tuvo gran impacto.
Alexandrine Meley, la esposa de Zola, vivió hasta 1925. Ella no pudo asistir al sepelio de su esposo por estar hospitalizada. Jeanne Rozerot, su amante, sí. Ella presenció en el cementerio, el odio reinante en Francia por esos días. Cuando la ceremonia mortuoria finalizaba, un periodista llamado Louis Grégori, fanático antidreyfus, le disparó con un revólver al ex oficial de artillería, presente en las exequias. El tiro, afortunadamente sólo lo hirió de poca consideración en un brazo.
Si públicamente un individuo intenta matar a Dreyfus, ¿por qué no eliminar a su más encarnizado defensor, defensor de judíos, además? ¿Qué costaría para esos fanáticos pagar un crimen y hacerlo aparecer como un accidente?
Hay muchas otras interrogantes e invariablemente las respuestas, hasta nuestros días, se alimentan de dudas, y con justas razones.
TEXTO EXTRAÍDO DEL SITIO: https://narrativabreve.com/2014/12/la-misteriosa-muerte-de-emile-zola.html