La matanza de San Valentín

En 1919 había entrado en vigor la ley Vols­tead, también conocida popularmente como ley seca . De pronto, whisky, vino, ginebra o cerveza quedaban prohibidos. La medida resultó tremendamen­te impopular, y la falta de medios reales para hacerla efectiva propició un efecto contrario al deseado: el contrabando de alcohol se convirtió en el negocio más rentable de Norteamérica. La prohibición abrió una extraor­dinaria posibilidad de negocio para el crimen organizado, hasta entonces ocu­pado en salas de juego, locales de alter­ne y casas de apuestas.

En ese entonces, Chicago era una ciudad donde la corrup­ción institucional se había manifestado como un mal endémico, pero la ley seca la agravó. Jueces, periodistas o funciona­rios estaban en nómina de los gánsteres. La ciudad se convirtió en el ta­blero en que los distintos grupos rivales dirimían sus diferencias comerciales, generalmente a balazos.

Dos de esas bandas se hi­cieron más fuertes que las demás durante los primeros tiempos de la ley Volstead: los ir­landeses de Dean O’Banion y la banda de Johnny Torrio y Capone, que operaban en el North Side y en el South Side respectiva­mente.

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Durante la ley seca se eliminaron millones de litros de alcohol.

Durante la ley seca se eliminaron millones de litros de alcohol.

Pronto, O’Banion cayó cosido a balazos y, a los tres meses, los irlandeses respondieron acribillando a Torrio en la puerta de su propia casa, aunque milagrosamente sa­lió vivo de ello. Después de ese incidente, Torrio decidió retirarse. Había llegado la hora de Capone.

Ascenso meteórico

En marzo de 1925, Al “Scarface” (“Caracortada”) Capone asumió el mando de una de las bandas más poderosas de Chicago. Capone personifica como nadie el proto­tipo de gánster. Disponía de 25 contables, tenía en nómina a los me­jores pistoleros de Chicago y abonaba cuantiosas sumas a los bolsillos de la policía para que hiciera la vista gorda. Ca­pone quería convertirse en el rey de Chi­cago a cualquier precio.


Al “Caracortada” Capone asumió el mando de una de las bandas más poderosas de Chicago en marzo de 1925.
En 1926 comenzó a cometer los prime­ros errores. Un abogado, William H. McSwiggin, se propuso acabar con Capone, pero terminó como un colador. Chicago quedó cons­ternado por la crueldad del homicidio, y Washington empezó a preocu­parse por el total desgobierno de la se­gunda ciudad más importante del país. La guerra por el mercado del alcohol se­guía cobrándose decenas de vidas en continuos enfrentamientos entre bandas que se disputaban zonas de influencia.

Ese mismo año Capone convocó una confe­rencia entre los distintos clanes con el fin de aplacar los ánimos. Allí se dieron cita los grandes jefes del crimen organizado de Chicago: Bugs Moran, O’Donnell, Klondike, Sheldon, Jake Pulgar grasiento Guzik, Frank McErlane y Joe el Polaco Saltis… La guerra era fundamentalmente económica, así que solo era cuestión de ave­nirse en la minimización de costes. Los capos acuerdan el cese de hostilidades entre grupos, delimitan los territorios y pactan precios. Sin embargo, la paz apenas duraría unos meses.

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Al Capone se convirtió en el líder de la banda más poderosa de Chicago.

Al Capone se convirtió en el líder de la banda más poderosa de Chicago.

Un baño de sangre

Bugs Moran había heredado el linaje del difunto O’Banion. La Bootleg War, o guerra por el control del contrabando de licor, estaba en su apogeo. Entre Al Capone y Moran se desató una lucha sin cuartel. Moran in­tervino hasta catorce de los camiones de Capone que cubrían la ruta Detroit-Chicago. Hizo volar por los aires locales que se habían pasado a la tutela de Capone. Saqueó un barco lleno de bebida que desde Canadá había mandado su rival. Incluso había intentado matar a Capone en dos ocasiones.

La masacre de San Valentín causó una gran conmoción en la opinión pública de todo el país.

El contraataque de Caracortada fue brutal. Capone y Jack McGurn, su estrecho colaborador, idea­ron un plan para asestar el golpe definitivo a Moran. Un topo infiltrado en la banda de Moran dio el chivatazo de varios cargamentos de bebidas de Capone. Tras varios camio­nes desviados hacia el almacén de Mo­ran, el topo informó de un gran en­vío para el 14 de febrero de 1929, el día de los enamorados. Al Capone tenía lis­ta su macabra felicitación.

A eso de las diez y media de la mañana, varios de los hombres de confianza de George Bugs Moran se dirigían al North Side de Chicago, para recibir un camión car­gado de licor de contrabando. Al poco tiempo de hacer su entrada el camión, una dotación policial se aden­tró en el almacén clandestino, ante la actitud confiada de los hombres de Mo­ran. Dos policías, con sus respectivas armas reglamentarias, ordenaron a los siete hombres en el interior colocarse contra la pared y procedieron a desarmarles. En ese momento, otros dos hombres armados con metralletas irrumpie­ron en la nave.

Los esbirros de Moran empezaron a inquietarse, pero, sin dar­les tiempo a reaccionar, las ametralla­doras Thompson los acribillaron. Moran se había retrasado, y eso le salvó la vida. En pocos segundos, siete cadáve­res se amontonaban en el suelo sobre una extensa alfombra de sangre.

Para los asesinos no había tiempo que perder. Rápidamente, los dos hombres vestidos de civil abandonaron sus metra­lletas, mientras que los dos uniformados les conducían al exterior del recinto enca­ñonándoles con sus pistolas. La jugada había sido maestra: el vecindario, atraído por el ruido, vio cómo dos tipos con as­pecto criminal habían sido arrestados y eran conducidos hasta el coche patrulla por honrados representantes de la ley. Sin levantar sospechas, el vehículo arrancó tranquilamente y se perdió entre las ca­lles de Chicago.

El fin de Capone

Al conocerse, la masacre conmocionó a la opi­nión pública de todo el país. Todo apuntaba al gánster italo-americano Al Capone, que se excusó con sorna diciendo que es­taba en Miami Beach. A finales de 1929 pocos se acordaban de “los felices años veinte”. La quiebra del sistema financiero estadounidense inundó el país de desempleo, descontento y carestía. El ayuntamiento de Chicago estaba en ban­carrota.

Todo había cam­biado, también para Al Capone, que era considerado el enemigo público n.º1 de Chicago. Los días del gánster más célebre de todos los tiempos tocaban a su fin. Ningún juez había podi­do demostrar la culpabilidad de Capone en asesinato alguno, así que tendría que lograr su detención por otras vías.

Capone era un símbolo, y terminar con su imperio mafioso, una cuestión de Es­tado. El gobierno federal encomendó la tarea de derribar la organización de Capone al incorruptible Eliot Ness, mien­tras un agente del IRS (Servicio de Im­puestos Internos), Frank J. Wilson, se ocupaba de la investigación fiscal. La co­laboración de ambos equipos finalmente dio sus frutos.

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Capone fue condenado a 11 años de cárcel por evasión de im­puestos y repetida violación de la ley Volstead. Ingresó en la prisión de Atlanta en 1932, y dos años después fue trasladado a la isla de Alcatraz, donde desa­rrolló una sífilis contraída con anteriori­dad. Mermado física y mentalmente, salió de la cárcel por buena conducta en 1939 y se recluyó en su mansión de Mia­mi Beach. Murió el 25 de enero de 1947 a causa de un fallo cardíaco.

Con la derogación de la ley seca en 1933, la época del contrabando de alcohol hacía tiempo que ha­bía tocado a su fin: comenzó la era de los narcóticos. A partir de la matanza de San Valentín, todos los gánsteres de EE.UU. aprendieron una importante lec­ción: ciertos negocios es mejor hacerlos sin atraer demasiado la atención.

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