La época de los pioneros de la aviación es apasionante. Desde que los hermanos Wright realizaran en diciembre de 1903 el primer vuelo con motor de la historia hasta que Charles Lindbergh cruzó el Atlántico en un vuelo en solitario y sin escalas, transcurrieron sólo veinticuatro años. En unos aviones que hoy no pasarían ningún control de seguridad, los pioneros de la aviación realizaron hazañas prodigiosas.
Y el resto de los mortales, simples espectadores, observaban con asombro sus proezas.
El diario espaol ABC dedicó mucha atención a estas hazañas. La de Charles Lindbergh comenzó el 20 de mayo de 1927. «El aviador Lindbergh ha emprendido el vuelo, sin escala, con dirección a París, esta mañana, a las siete y cincuenta y dos minutos, hora americana. Lindbergh vuela solo, en un pequeño aparato sin flotadores ni radio.
Se le llama, con admiración cariñosa, el loco de los aires», informaba al día siguiente este periódico .
Piloto de la línea comercial Chicago-San Luis, y capitán de la Guardia Nacional del Missouri, Lindbergh tenía solo 25 años. Había nacido en Estados Unidos, pero su padre era de origen germano. En el perfil que publicó ABC , se resumía así el origen de su aventura: «Hace unos cuantos meses, cuando el célebre hotelero de Nueva York, Raymond Orteig, actualmente en Francia, ofreció un premio de 25.000 dólares al primer aviador norteamericano que, en vuelo directo, fuera de Nueva York a París, su natural espíritu soñador concibió la idea de inscribirse para la famosa prueba. Comunicó la idea a varios comerciantes de San Luis y de Chicago, que le brindaron decidido apoyo económico, dedicándose entonces al estudio de las condiciones técnicas del vuelo. Lindbergh pensó, para llevar a efecto su arriesgada aventura, en un monoplano, siempre más rápido que un biplano; exigiendo un Ryan. (…) El avión ha sido bautizado con el nombre de El Espíritu de San Luis. Tiene 46 pies de envergadura, y no lleva flotadores, pero sí una cámara neumática, para el caso de tenerse que posar sobre el mar. Es un avión metálico, con alas de madera. En dichas alas va escrito, en grandes caracteres negros, el nombre del avión. (…)»
El Espíritu de San Luis tenía un peso de dos toneladas y media y podía cargar en sus depósitos 2.000 litros de gasolina y 120 de aceite. El radio de acción del avión alcanzaba los 7.000 kilómetros.
Lindbergh había calculado que podría permanecer en el aire de 30 a 40 horas. A las 22,20 hora francesa, el intrépido aviador americano aterrizaba en el aeródromo parisino de Le Bourget entre las entusiastas aclamaciones de la multitud que acudió a recibirle. Había empleado en su vuelo transatlántico 36 horas y 30 minutos. «Como la distancia salvada se aproxima a los 6.000 kilómetros, ya que, por buscar la costa occidental de Irlanda, se ha desviado algo de su ruta, el hoy famoso aviador norteamericano ha podido sacar una media horaria de 180 kilómetros».
Este pionero de la aviación no se había servido para la travesía del Atlántico más que de una sencilla brújula, pues ni sextante siquiera había llevado. A bordo de su aparato apenas había dispuesto de escasos alimentos: chocolate, agua filtrada, café y galletas, según las crónica de este periódico. Solo su mascota, una pequeña gata gris, le acompañó en esta aventura.
Aquel día, en París, comenzó la leyenda. «Una nueva y gloriosa hazaña, hija del valor y la inteligencia del hombre, registra hoy la Aviación mundial con el maravilloso vuelo realizado por el norteamericano Lindbergh. Un nuevo triunfo para la civilización y el progreso, que ha de llenar de orgullo a la Humanidad toda, puesto que a ella pertenecen por entero los que, por su pericia y su bravuera, realizan actos como éste que registramos, con satisfacción extraordinaria», subrayaba ABC.
A las dos de la madruga y a pesar del cansancio, Lindbergh tuvo la gentileza de recibir a unos periodistas y aviadores franceses en la Embajada de los Estados Unidos. Vestido con un pijama que le había prestado el embajador y con gran aplomo y serenidad, realizó estas declaraciones: «Aunque había recibido antes de salir de Nueva York comunicaciones oficiales anunciándome un tiempo excelente y condiciones atmosféricas favorables, cuando llevaba recorridas mil millas, la cosa no marchaba muy bien y les aseguro que no estaba muy divertido: tan pronto tenía que bajar hasta hallarme a unos diez pies sobre el mar, como tenía que elevarme a mil metros para mantener la estabilidad de mi aparato. Durante el día no vi ningún barco y solamente por la noche llegué a ver las luces de un paquebot, a pesar de hallarme envuelto en la niebla. Me he aburrido soberanamente y estaba ya tan muerto de sueño que tuve que recurrir a la cafeína para no dormirme a última hora. Cuando aterricé me quedaban todavía 200 litros de esencia para volar un rato… Estoy realmente encantado del recibimiento que me ha dispensado el pueblo francés, cuyas manifestaciones considero como el mejor premio al triunfo de mi empresa».
Gregorio Marañón publicó el 8 de junio de 1927 en ABC una tercera titulada «La lección de Lindbergh», que terminaba: «Lindbergh es ahora una gloria legítima, oficial, de su país y del mundo. Hará, hasta que muera de viejo, muchas cosas útiles y representativas. Tal vez, con las manos de la Fortuna, abiertas de par en par para él, su ingenio técnico encuentre la ocasión de impulsar el progreso de la locomoción aérea hasta límites insospechados. Pero no repetirá nunca, porque está ya prendido en la jerarquía oficial, la hazaña, a la vez meditada y absurda. Será el más ilustre de los aviadores; pero lo que se llama volar, con las alas sobrehumanas del instinto, como vuelan las aves, así, no volverá a volar».
Lindbergh miraba con seguridad el porvenir en 1927, pero pocos años después el secuestro de su hijo Charles Augustus, de tan solo 20 meses , daría un vuelco a su vida. Lindbergh pagó los 50.000 dólares que pedían por su rescate. En vano. El 13 de mayo de 1932 el cuerpo de Carlitos fue hallado por azar en un camino, a unos seis kilómetros de la casa de los Lindbergh. El propio aviador tuvo que reconocer el cadáver de su hijo, en avanzado estado de descomposición. El forense determinó que el niño llevaba dos meses fallecido a consecuencia de un fuerte golpe en la nuca. ¿Cayó desde la tosca escalera de cuerdas que utilizaron en su rapto o fue golpeado por sus secuestradores? Nunca quedó aclarado. El caso, que inspiró una célebre novela a Agatha Christie , impulsó la aprobación de la Ley Federal de Secuestro, más conocida como Ley de Lindbergh, que se firmó en junio de 1932.
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