Barcelona, la ciudad que Winston Churchill alabara por su coraje y resistencia, abría sus puertas a las tropas sublevadas, mientras cientos de miles de republicanos tomaban el camino del exilio.
El 26 de enero por la tarde, las tropas franquistas entraban al último gran bastión republicano: Barcelona caía, pero sus calles estaban rebosantes de entusiastas que recibieron a las tropas del general Juan Yagüe, levantando su brazo derecho.
Esa misma tarde el general victorioso se dirigió a la población: “A vosotros catalanes, que os envenenaron con doctrinas infames y os hicieron maldecir a España, si lo hicieron inducidos por los falsos propagandistas, os traigo también el perdón, porque España es fuerte, digna y puede perdonar, pero a aquellos que os engañaron, nuestro desprecio. ¡Porque la España de Franco tiene un corazón muy grande y no sabe odiar!”, decía el general, mientras los republicanos abarrotaban los caminos que conducían a Francia. Bien conocían las suertes de las checas[1] y la triste historia de la represión en Paracuellos del Jarama.
Todas las alocuciones oficiales terminaban con ¡Viva España! ¡Viva Franco! Un nuevo grito se dejaba escuchar ¡Viva la Cataluña española! Como dijo entonces un devoto franquista “Barcelona, no podíamos perderte ni venderte…”
El mismo periódico La Vanguardia, que a principios de enero destacaba el heroísmo republicano que convertía a Barcelona en un “baluarte inexpugnable”, se deshacía en elogios al generalísimo “Loado sea Dios…Gloria a nuestro caudillo”. “Nuestra ciudad no ha sido conquistada, sino ganada por las fuerzas irrebatibles de la razón de la Nueva España”.
Como en todas las poblaciones recuperadas, se restableció el culto religioso público. El sábado 27 se celebró una solemne misa multitudinaria en la Plaza Catalunya, rebautizada por el propio Yagüe (al que llamaban el carnicero de Badajoz) como “Del Ejército”.
Atrás quedaba la resistencia republicana y su coraje. Atrás quedaban los deshechos de guerra, como los tanques soviéticos que se vendían a 500 pesetas.
Con la Justicia a cuestas
Entre los descastados que se dirigían a Francia, se encontraba un grupo de automóviles y camiones que llevaban lo que habían rescatado de la documentación de la Corte Suprema de Justicia de España. Su presidente, el Dr. Mariano Gómez González, era un brillante abogado, egresado de la Universidad de Zaragoza, profesor de Derecho Político y nombrado rector en la Universidad de Valencia por aclamación del alumnado. Liberal y católico, Mariano Gómez fundó un partido con Niceto Alcalá Zamora para ejercer la democracia. Entonces, no sabían que compartirían el exilio en Buenos Aires, ciudad en la que ambos exhalaron su último aliento.
La nueva República requirió los servicios de Gómez González en Madrid, donde fue nombrado magistrado de la Sexta Sala, la llamada Sala Militar; un cargo de enorme responsabilidad en una nación envuelta en las penumbras del desorden cívico. A poco de asumir, debió juzgar y condenar a muerte al general José Sanjurjo (quien fue indultado por el gobierno).
Después de las matanzas en la Cárcel Modelo, donde treinta militares y políticos sublevados murieron acribillados a manos de milicianos anarquistas, le encomendaron a Gómez González presidir el Tribunal Popular y posteriormente incorporarse al Tribunal Supremo. Como presidente del mismo debió trasladar la Corte a Valencia primero y posteriormente a Barcelona, hasta que ésta fue amenazada por Yagüe. Gómez González abandonó España, pero dejó esta documentación a buen resguardo.
Después viajó con su familia a Buenos Aires, donde permaneció ajeno al trajinar del gobierno Republicano en el exilio. Murió en esta ciudad en 1951.
[1] Así se llamaban los servicios de inteligencia de las fuerzas franquistas.