La caída de Sancti Spiritu

Caboto y García remontaron nuevamente el Paraná y se internaron en el Paraguay, probablemente hasta el Pilcomayo pero, ante la ausencia de metales preciosos, decidieron volver aguas abajo.

En Sancti Spiritus, Gaboto se enteró de la actitud hostil de los indígenas, en franca rebelión por el mal trato a que eran sometidos por los españoles. Por este motivo reforzó los efectivos y luego partió hacia el Sur pero, aprovechando su ausencia, los indígenas atacaron e incendiaron a Sancti Spiritus, reduciendo todo a cenizas (Septiembre de 1529).

La última noche

Fresca noche de Septiembre de 1529. El cirujano maestre Pedro acompañaba al sargento mayor Juan de Cienfuegos en la ronda más difícil de la noche: la del cuarto del alba. Faltaba todavía largo rato para amanecer1.

Fueron hasta la barranca, miraron el río. Todo en orden. Una bandada de patos pasaría volando muy alto hacia las islas. Uno de los bergantines, con su amarra de hierro clavada, algo separada de la costa, cabeceaba suavemente, con un rítmico chasquido a cada pequeña ola que rompía en la playa.

Examinaron las dos lombardas que apuntaban hacia el río; estaban cebadas, tal como lo había dispuesto el señor capitán general antes de partir dos días antes. Al menos eso estaba cumplido.

Volvieron lentamente a lo largo del muro hasta la casa principal, o sea hasta la cámara donde dormía el capitán Caro en compañía de una docena de hombres. Se acercaron al fuego. Arrimaron con cuidado algunas ramas y, en voz queda, prosiguió Cienfuegos el preocupado diálogo.

Las severas disposiciones que el capitán general había decidido adoptar en los días anteriores a su partida habían provocado un mar de discuciones. La reprimenda más enérgica la había recibido Caro, cuando el capitán general le prohibió terminantemente que la gente que vivía en el Fuerte siguiera pasando las noches entregada al juego.

Además, desde entonces, debían cumplirse cuatro sobrerrondas durante la noche, compuesta cada una por tres hombres, uno de los cuales era directamente responsable ante el capitán general de lo que pudiera ocurrir.

El maestre Pedro echó una mirada al dormido capitán Caro. ¿Qué le hubiera costado ceder? Todos sabían perfectamente que el mayor peligro que el Fuerte podía correr provenía del incendio, por hallarse sus ranchos cubiertos con paja.

¿Por qué no aceptó la idea de destecharlo todo? ¿Por qué no aceptó hacer una tapia en medio de la fortaleza y trasladar allí las viviendas de los soldados, cubriendo algunas con barro y dejando a todas descubiertas por el momento?

“Parecerían así camarillas de mujeres de mal vivir”, fue la descomedida respuesta.

Todo se podía haber hecho. El capitán general calculaba que la faena se hiciese trabajando la gente por su turno dos horas diarias. Caro insistió que sería mejor dejar la operación para cuando los que vivían en el Fuerte hubiesen hecho sus casas.

Pero no sólo Caro. También ese Juan de Junco, ese maltratador de marineros, altanero y soberbio, que echaba siempre por delante los 30.000 maravedís que había puesto en la Armada, se había animado a enfrentar al capitán general.

“¿Cómo -le había contestado furioso el capitán general- vosotros, vosotros, que habríades de dar priesa que se haga, lo estorbáis?”. Maestre Pedro iba ahora camino de su rancho, fuera del recinto. Nuevamente, muy arriba, el silbar de los patos. Y, otra vez, el más absoluto silencio. Ni grillos.

La infernal gritería lo sorprendió junto al fuego, tostando avati, preocupado por haber levantado la ronda antes de tiempo porque, a pesar que también, entre otras tantas cosas, el señor capitán general hubiese dispuesto que por ningún motivo la gente durmiese en sus casas, sino que noche a noche todos debían vivaquear dentro del Fuerte, el maestre Pedro, desde hacía quince días tenía en su rancho dos puntos de mira al amanecer: hacia afuera, viendo cómo la noche arrojaba lejos de sí a uno de sus oscuros mantos; y hacia adentro, adivinando los rasgos de su hijo en la morena carita, hecha una sola tibia masa gozosa con los pechos de su madre.

El asalto al Fuerte

Cuando Juan de Cienfuegos dio la alarma, ya los indígenas estaban frente al Fuerte con las antorchas encendidas. Caro y sus hombres sintieron el griterío, pero la casa donde dormían ya estaba ardiendo.

Sin vacilar, les hizo frente, con mucha fortuna inicial pero, cuando advirtió que sólo cinco o seis le acompañaban, emprendió la retirada y se lanzó corriendo hacia la barranca, saltó a la playa y escapó a los bergantines.

Alonso Peraza, alguacil mayor de la Armada, con cuatro o cinco hombres, oponía firme resistencia por su lado, desde el bergantín varado en el Carcarañá que otros tantos trataban de echar al río.

Advirtió que los indios estaban ya casi sin flechas y, valientemente, se lanzó de nuevo a tierra a combatir. Al verlo, hicieron lo mismo varios del bergantín donde había subido Caro.

El incendio iluminaba la costa y el río. Más lejos, grandes lenguas de fuego señalaban los lugares donde estaban ubicadas las casas fuera del recinto. Más y más indígenas aparecían de todas partes.

El clérigo García venía corriendo hacia la costa con una espada en la mano y el otro brazo envuelto para la pelea en una manta a cuadros. Llamó a los gritos a Caro, increpándolo para que descendiera y presentara lucha. Pero en vano. Herido de un flechazo en el pecho, siguió peleando y se abrió camino procurando salvar a su paje pero, finalmente, no tuvo más remedio que echarse al río.

Mientras tanto, Peraza y unos treinta hombres continuaban pujando desesperadamente por echar al agua el bergantín varado. Maestre Pedro, herido de tres flechazos, continuaba combatiendo a su lado hasta que vio caer apaleados a varios de sus compañeros.

El bergantín de Caro estaba ya colmado de gente. Estaba apenas a quince metros de la costa pero comenzaba ya a ser llevado por la corriente aguas abajo.

El joven Alonso de Santa Cruz, entonces de veinte años, que habría de ser con el tiempo famoso cosmógrafo del Rey, autor de una obra sobre islas y con cuyo consejo y datos habría de contribuir a la gran obra de su amigo Fernández de Oviedo, avanzó lentamente hacia el bergantín, creyendo que no lo alcanzaba, hasta que logró aferrarse a su borda cuando el agua le cubría la garganta.

Alvar Núñez de Balboa, hermano del descubridor del océano Pacífico, que desde hacía varios meses permanecía en el Fuerte por haberse quebrado una pierna, había llegado penosamente hasta la orilla y desde allí fue auxiliado para llegar hasta el bergantín. Fue de los últimos en subir.

La terrible y desigual lucha iba cesando en la misma medida en que crecía el furor de las llamas y los gritos de los indígenas. Los que estaban junto al bergantín varado se habían echado al agua.

Varios cruzaron a nado el Carcarañá y, una vez del otro lado, fueron corriendo después por la costa, aguas abajo, dando gritos al bergantín de Caro durante más de dos leguas hasta que consiguieron llegar a él.

No así el alférez Gaspar de Rivas, recomendado por el Rey para integrar la Armada, enfermo, que quedó rezagado y fue alcanzado y muerto por los indios. Los heridos fueron rematados en el mismo lugar donde eran encontrados por los indígenas.

Así se perdió Sancti Spiritu, con treinta hombres, de los que lo guarnecían, todos los rescates y muchas armas, excepción hecha de las piezas de artillería que los indios no quisieron o no pudieron llevarse.

Algunos días después, encontrándose Caboto ocupando todos sus hombres en San Salvador en el arreglo de las embarcaciones, vieron llegar el bergantín “con obra de cincuenta hombres, todos desnudos y sin armas”.

Adiós al Río de Solís

Caboto pensaba permanecer muy poco tiempo en San Salvador, el necesario para dejar las naves a buen resguardo. Cuando vio llegar la barca con los fugitivos de Sancti Spiritu púsose inmediatamente en marcha en compañía de García con dos embarcaciones, con la esperanza de poder prestar algún socorro a la gente que hubiese podido quedar en alguno de los otros dos bergantines.

Cuando llegó sólo pudo certificar que todos sus hombres habían muerto y “hechos tantos pedazos que no les podían conocer”. Los bergantines hundidos, perdidos. Se limitó a recoger las piezas de artillería y volvió a San Salvador.

Tampoco allí cedía la oposición indígena. Sólo controlaban el lugar que pisaban. Casi no podían internarse en el río a pescar.

Comprendiendo que ya no les quedaba otro recurso que volver a España si querían salir con vida, una delegación de la Armada, encabezada por el capitán Caro, Juan de Junco y Alonso de Santa Cruz, se apersonó a Caboto indicándole que hiciese quemar “La Trinidad” y se embarcasen todos en la “Santa María del Espinar”, única nave que les quedaba.

Caboto, después de escuchar a la representación, dispuso que se recibiera el parecer de todos sus subordinados, sin excepción, en acta que hizo labrar el día 6 de Octubre de aquel año 1529.

La opinión unánime fue que, en vista del “bullicio y tumulto que andaba entre la gente” ya no era posible pensar en la proyectada expedición a las sierras. Sin embargo se estableció esperar hasta fines de Diciembre, para volver hasta Sancti Spiritu. -¡oh, recuerdos dichosos del común esfuerzo!-, a recoger la cosecha de trigo.

Caboto aceptó lo dispuesto y para ponerlo en ejecución despachó un bergantín, a cargo del capitán Francisco César, a la Isla de los Lobos, a “hacer carne para la gente”. Mientras tanto, se ocupó en levantar una Información contra Caro por su conducta en Sancti Spiritu el día del ataque indígena.

Días después despachó dos nuevos bergantines a la Isla de los Lobos. Aprovechando esta circunstancia, los indios atacaron en número de quinientos, combate en que pereció Antón Grajeda y un calafate.

Caboto embarcó a toda la gente en la “Santa María del Espinar” y se “tiró afuera, al río grande”. Con diversas vicisitudes, la embarcación partió.

Al comprobar el desastre, Caboto y García decidieron regresar separadamente a España; primero lo hizo García y, posteriormente, zarpó el navegante veneciano. Después de un penoso viaje llegaron a Sanlúcar en Julio de 1530.

Así -casi hasta nuestros días- quedó para siempre abandonado Sancti Spiritu. Caboto dejaba atrás el Río de Solís. Del establecimiento quedaban unos muros, un foso y una cosecha de trigo sin levantar en su fertilísima tierra.

Recuerdos imborrables en sus indígenas, jóvenes indias desoladas y algunos tiernos infantes, los primeros mancebos de la tierra, como avanzada de la nueva raza. Al mismo tiempo quedaban nacidas, también para siempre, las dos primeras leyendas de nuestra América: Lucía Miranda y la Ciudad Encantada de los Césares.

TEXTO EXTRAÍDO DEL SITIO http://descubrircorrientes.com.ar/2012/index.php/historia-desde-el-origen-hasta-1814/tierra-argentina-1492-1588/3150-encuentro-de-caboto-y-garcia-de-moguer-en-el-parana/destruccion-del-fuerte-sancti-spiritu/1846-destruccion-del-fuerte-sancti-spiritu

1 – Extraído de la obra “500 Años de Historia Argentina”, con la dirección de Félix Luna // “La increíble historia de Sancti Spiritu”, de Juan M. Vigo.

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