Jean Cocteau, ¿niño terrible o ángel?

Jean Cocteau murió el 11 de octubre de 1963. Edith Piaf, uno de los últimos monstruos sagrados de Cocteau, había muerto unas horas antes. Cuando Cocteau se enteró de la muerte de su amiga entrañable, dijo: “El barco se acaba de hundir. Este es mi último día en esta tierra”.

Poeta, novelista, dramaturgo, coreógrafo, pintor, dibujante, ceramista, cineasta… Cocteau es un trabajador fulgurante y metamórfico cuya densidad impide el reduccionismo. Su genio es contradicción permanente. Una figura proteiforme, espejeante, oblicua. Un viajero impenitente. Un poeta que compone y produce con febril actividad “poiética”, creadora y constructora. Una vida entre Eros y Tánatos. Nace en Maisons-Laffitte, cerca de París, el 5 de julio de 1889, el año de la Exposición Universal y de la inauguración la torre Eiffel –y del primer centenario de la Revolución Francesa- en una residencia de verano de una de las familias de la alta burguesía. Su padre se suicida cuando Jean, hermano menor de Marthe y Paul, no ha cumplido los diez años. Con Marianne, su prima, descubre el teatro y el circo. Él mismo confiesa en su diario que “la fábula suplanta a la realidad” y mitifica lo cotidiano aunque lo que crea es, para él, muy real. Une modernidad y arquetipos. Es un alquimista de la palabra y de la imagen. Cocteau dice de sus obras que son “documentos realistas de acontecimientos irreales”. El mundo interior compone una vertiente oculta e íntima de su vida. Es su habitación a lo largo de todas las habitaciones de su vida. Su universo es mítico y onírico. Al mismo tiempo animará, desde luego, las noches de París…

Cocteau esboza su “teorema”: la poesía no es un juego de la inteligencia, sino una actividad sagrada cuya riqueza reside en el tesoro escondido que dormita en el fondo de uno mismo, que es de esencia divina y que le salva del aislamiento más que los compañeros de aventuras y diversión. Este descubrimiento le impone toda su vida una actividad sin punto de reposo. En común con el filósofo y el sabio, parte a la búsqueda de lo desconocido en lo profundo de sí. Si baja al Hades, es para entrever la luz de la verdad. Para Cocteau, noche, alma y sueño son puntos de referencia, faros en el cosmos, guías para descubrirlo. Su estilo tiende al despojamiento, la sencillez, la transparencia “para descubrir a Dios como aplicando la oreja a una caracola”. Aunque el estilo, a veces un lenguaje matemático, se debe a la sensibilidad, a la intuición, a la evidencia inefable. Cocteau quiere percibir y vibrar, “ser lúcido, como la planta o el animal” (El Potomak, 1919).

Los monstruos que salen de su pluma parecen confirmar el presagio de un cataclismo en la noche de la Gran Guerra. Pero esta noche no es el inconsciente de los psicoanalistas; a diferencia y con gran escándalo de sus amigos –futuros adeptos del surrealismo-, esa noche la vive ciertamente un Cocteau de forma que constituye para él el universo propio del sueño. Sin embargo, las relaciones con el grupo de la NRF, el grupo dadaísta y el ya pre-surrealista, pese a su amistad con Picabia, se vuelven difíciles. En todo caso, llegan los ballets rusos y Serguei Diaghilev le dice: “¡Sorpréndeme!”. Cocteau trabaja para él. Sobreviene el escándalo de La consagración de la Primavera, de Stravinski (y otro escándalo con Parade, de Cocteau, en 1917, bajo el signo de la provocación). En 1915 ya se relaciona con el círculo de Montparnasse, sobre todo con Apollinaire, con Picasso, con Max Jacob, con Erik Satie. Entre sus amistades figuran Proust, Gide, Stravinski, Picasso, el mismo Diaghilev.

El sueño es una puerta que permite al poeta penetrar en su universo. Conoce a Milhaud, Poulenc, Cendrars… Y Cocteau, en la noche, en lo desconocido, en lo infinito, puede soñar de día y reapropiarse de los mitos antiguos (Antígona, 1922; Orfeo, 1926; Edipo rey, 1927; La máquina infernal, 1934); usa un lenguaje que actualiza sus conflictos, desvela con lucidez de hombre moderno el mecanismo de las tragedias griegas. La intuición de lo trágico construye la unidad de su pensamiento. Juntos de vacaciones y retiro de trabajo en Piquey, en 1921, su compañero Raymond Radiguet, que Max Jacob le había presentado, escribe El diablo en el cuerpo. La actividad febril de Cocteau en 1923 recibe el mazazo de la muerte de Radiguet y el poeta entrará en una adicción al opio que durará toda su vida, con curas periódicas de desintoxicación (Opium, 1930). Jacques y Raïssa Maritain serán por un tiempo sus guías espirituales. Cocteau materializa el ángel que le obsesiona: se llamará Heurtebise. Y en 1929 publica Los niños terribles, de éxito inmediato. En 1930 viene el primer contacto con el mundo del cine y rueda La sangre de un poeta. En 1934 se edita Mythologie con litografías de De Chirico. En 1936 hace su personal vuelta al mundo y traba amistad con Chaplin. Convence al boxeador Al Brown de que vuelva al cuadrilátero. En 1938 se estrena Los padres terribles, defiende a Jean Genet y durante la guerra estrena Los monstruos sagrados y La máquina de escribir, atacada por la prensa colaboracionista. Vive muy cerca de Colette. Vienen luego El águila de dos cabezas, El eterno retorno (con Jean Marais, su pareja más duradera, juntos fueron “la pareja mítica”) y publica El mito de El Greco.

La guerra termina: rueda La bella y la bestia con Jean Marais, con excelente acogida. Jean Marais y él compran la propiedad de Milly-la-Forêt, donde moriría el poeta. En 1947 rueda La voz humana, con Roberto Rossellini y Anna Magnani. Varias de sus obras principales se han estrenado tanto en cine como en teatro y a finales de los años 50 rueda El testamento de Orfeo. Cocteau edita su poesía, su teatro; es investido honoris causa por Oxford (1956). Ocupa el sillón de Colette en la Real Academia belga, es miembro de la Academia Francesa. Creador de ballets, decorador de capillas, la lista de su arte es interminable. Trabaja en decorados y vestuario de Pélleas et Mélisande. Al final de su vida, publica Picasso 1916-1961. Él también, en lugar de buscar, encuentra. Las adivinanzas vitales se convierten en un juego serio. Dice, en La dificultad de ser, (1947): “a fin de cuentas, todo se arregla, salvo la dificultad de ser, que no se arregla”.

Lo cierto es que, para Cocteau, “todo poeta es póstumo y por eso (…) le resulta tan difícil vivir. Su obra le detesta, quiere desembarazarse de él y obrar a su antojo”.

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