Jayne Mansfield: De diosa del sexo a esclava de Satán

Si el baremo de una buena historia es la inverosimilitud, la de Jayne Mansfield (Pensilvania, 1933-Luisiana, 1967) bate todos los récords. Ante un relato como este, lo de menos es exigir veracidad si a cambio te dan satanismo, decapitaciones, tigres encantados, maldiciones, mobiliarios rosas y romances prohibidos. Probablemente, mucho de lo que se haya escrito o dicho sobre Jayne Mansfield sea falso, incierto o contradictorio: los ingredientes necesarios para la leyenda perfecta. Así lo reconoce P. David Ebersole, director junto a Todd Hughes del magnífico documental Mansfield 66/67 (2017): “Verdaderamente tiene una grandísima historia, ¡especialmente si se cree uno todos los rumores!”. “Cuando era joven”, añade Hughes, “mi madre me contó acerca de una estrella de cine que había tenido un affaire con el dirigente de la Iglesia de Satán. Se me quedó grabado, de ahí el documental”.

Jayne Mansfield nació el 19 de abril de 1933 en Pensilvania. Su nombre real era ya de por sí de lo más cinematográfico: Vera Jayne Palmer. Espléndida estudiante, ni siquiera un temprano embarazo (a los 17 años, de Paul Mansfield, su primer marido con quien estaría casada de 1950 a 1958) le hizo interrumpir su formación. Después de cursar estudios en psicología, química, interpretación, aprender cinco idiomas (o eso al menos aseguraba ella) y de dedicarse a fondo al piano y al violín, Jayne decidió que había llegado el momento de ser una estrella. Tenía un físico despampanante y aquí, en algo tan estricto como los números, empiezan las inexactitudes: mientras su poderoso busto oscilaba entre los 101 y los 116 centímetros, su cinturita en algunos casos medía 45 y en otros 60 centímetros. La actriz tenía claro que su triunfo en Hollywood era una simple cuestión de contacto visual. Su objetivo era mimetizarse en el papel de la rubia tonta primero y acabar haciendo Hamlet después. ¿Qué podía salir mal? En la privilegiada cabeza de la actriz (163 de cociente intelectual, según ella), nada. La historia demostraría que absolutamente todo.

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 Jayne  Mansfield flota en una piscina de California en 1957. Eso que la rodean  no son muñecas de sí misma, no, es todavía mejor: son botellas con su  forma.  Getty Images

Jayne Mansfield flota en una piscina de California en 1957. Eso que la rodean no son muñecas de sí misma, no, es todavía mejor: son botellas con su forma. Getty Images

La víspera de Nochebuena de 1954 la futura leyenda se puso en contacto con uno de los mejores y más feroces publicistas de la época, Jim Byron. Su presentación no dejó lugar a malentendidos: “Tengo los pechos más grandes de Hollywood, quiero que me conviertas en estrella de cine”. El taimado Byron urdió una estrategia de lo más chusca que, sin embargo, dio inmejorables resultados. Durante la presentación de la película Underwater! (1955), protagonizada por Jane Russell –la única morena que osó cuestionar el reinado de las rubias– y que se desarrollaba, acorde con el título del filme, en una piscina, apareció Jayne. Ella, por cierto, no salía en el filme ni de refilón.

Pero ahí se plantó con un traje de baño alguna talla más pequeña de lo recomendable. El resultado fue que, al tirarse a la piscina, la parte de arriba del bikini no aguantó la presión y ella salió del agua en topless delante de un encantado enjambre de periodistas, prensa gráfica y plana mayor de la industria. De Russell y Debbie Reynolds, que también andaba por allí, nadie se acordó. Había nacido una estrella. Que, además, presumía de ideario. “Me gusta ser una pin-up”, solía repetir. “No hay nada de malo en ello”.

A partir de ahí comenzó una breve pero meteórica carrera en la que la sex symbol acumularía éxitos como La chica no puede remediarlo (1956) o Una mujer de cuidado (1957) y premios como un Globo de Oro, un Theatre World o un Golden Laurel. Atrás quedaban otros galardones menores como Hot Dog Ambassador (Embajadora de perritos calientes), Miss Negligee, Miss Nylon Sweater (Miss jersey de nailon), Miss Freeway (Miss Autovía), Miss Electric Switch, Miss Geiger Counter, Miss 100% Pure Maple Syrup (Miss Jarabe de Arce Puro), Miss 4th of July, Miss Fire Prevention (Miss prevención de incendios) o Miss Tomato (Miss tomate). El único que rechazó fue el de Miss Roquefort Cheese (Miss queso roquefort). Le sonaba mal.

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Jayne Mansfield posa en bikini junto a una piscina en 1960.

Jayne Mansfield posa en bikini junto a una piscina en 1960.

Durante años fue, simplemente, una de las actrices más conocidas de Estados Unidos. Salía en El show de Ed Sullivan y presentaba galas de prestigiosos premios. En la ceremonia de los Globos de Oro de 1960, un poco sutil Mickey Rooney no pudo evitar hacer el chiste fácil. Clavando su mirada en la delantera de Mansfield dijo: “¿Quién quiere ser alto?”. El generoso escote le llegaba justo a la altura de los ojos. La actriz llegó a grabar algún sencillo junto a Jimi Hendrix y, lo más sorprendente y delirante de todo: en su haber tiene un disco titulado Shakespeare, Tchaikovsky & Me, una rareza que ahora mismo ronda los 100 dólares en el que Mansfield se dedica a declamar a Shakespeare sobre los acordes del compositor ruso.

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Jayne era como la Coca-Cola, las camisas de cuadros o los vaqueros: la esencia de lo americano. Era la versión directa y sin rodeos de Marilyn. Mientras esta sugería o jugaba al despiste, Mansfield exigía; mientras Marilyn se contoneaba con perfección sinuosa, Jayne lo hacía descoyuntándose a cada golpe de cadera; mientras Marilyn susurraba, Jayne emitía esos grititos suyos tan característicos e inimitables. Todo lo que Marilyn tenía de intensa, Jayne lo tenía de autoparódica, de extravagante y de decadente. Si Marilyn explotó esa imagen de inocente bomba sexual, Jayne se rio del prototipo llevándolo a la caricatura. En definitiva, mientras Marilyn simbolizaba una fantasía, Jayne encarnaba un dibujo animado.

Esta rivalidad no fue creada a posteriori con la ventaja oportunista que da el tiempo. No. Jayne fue lanzada, creada y pensada como la Marilyn de serie B. La Fox llegó a promocionarla como “la nueva Marilyn”, endosándole los papeles que esta rechazaba y el mismísimo Hugh Hefner (fundador de la revista Playboy) dijo de ella que era “el mejor clon de Marilyn Monroe de todos los que había conocido”. Y lo que es aún más perverso, Mansfield estaba diseñada, en última instancia, como el recordatorio de que Marilyn era fácilmente reemplazable.

La encarnizada lucha con Marilyn fue más allá de las fiestas, de los eventos y de los sets de rodaje. Cuenta Lawrence J. Quirk en su libro The Kennedys in Hollywood que a Jayne Mansfield le causaba un considerable disgusto el talento de Marilyn Monroe para casarse con ‘peces gordos’ como Joe DiMaggio o Arthur Miller mientras ella sólo conseguía atraer a ‘small-fry’ [alevines]. Fuera por afán de competición o de arrimarse a círculos de poder, lo cierto es que John F. Kennedy y Jayne tuvieron algún encuentro sexual. Parece que la actriz, que de discreta tenía poco, comentaba lo poco virtuoso que era el presidente en cuestiones amatorias.

“Y una vez que ha terminado, ha terminado; es como si ya no existieras”, solía contar, según el libro. De todos esos encuentros, quizás el más extraño fue el que se produjo cuando Jayne estaba visiblemente embarazada de su cuarto hijo. Jayne, haciendo una vez más prueba de su incontinencia verbal contó que le había practicado sexo oral a Jack (así llamaban sus amigos al presidente) mientras este le acariciaba la barriga. También cuenta Quirk que más de una vez le preguntó a Marilyn por Mansfield. Asegura que la odiaba. La consideraba una imitadora grosera y vulgar que degradaba una imagen que había tardado mucho tiempo en construir. Ebersole lo tiene claro: “La verdad es que Marilyn estaba obsesionada con ella. Jayne era una amenaza real: era divertida, hermosa y profesional”. Hughes añade una tercera en liza: “Es cierto que Jayne utilizó a Marilyn a su favor, pero a la que envidiaba realmente era a Elizabeth Taylor, porque ella obtuvo fama, respeto y familia, todo a lo que aspiraba Jayne”.

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Hollywood, 1957: Sofia Loren ve cómo Jayne Mansfield le roba todo el protagonismo con un simple gesto.

Hollywood, 1957: Sofia Loren ve cómo Jayne Mansfield le roba todo el protagonismo con un simple gesto.

Y es que, efectivamente, la rivalidad no se limitaba sólo a su molde original. Jayne era lo que se ha venido a llamar en los últimos tiempos una “attention whore” [literalmente, prostituta de la atención]. Necesitaba ser el centro de atención constante. Con Sofia Loren protagonizó una celebérrima foto que, a fecha de hoy y según ha reconocido la propia Loren, le siguen pidiendo que autografíe (ante la negativa de la italiana, a la que le parece una falta de respeto). La foto tiene su historia: en 1957, Loren acaba de firmar un contrato con la Paramount. Para celebrar su debut americano, la compañía organizó una fastuosa fiesta de presentación. Y, claro, apareció Jayne con ese vestido, ese escote y esos pechos. De la famosa instantánea, Loren ha explicado que lo que sintió básicamente fue pavor, terror de que aquel vestido explotara y “sus pezones cayeran sobre mi plato”. Según Hollywood Reporter, a pesar de que Mansfield negara cualquier tipo de premeditación y alevosía, Robert Wagner la recuerda en su coche, antes de entrar a la velada, poniéndose colorete en los pezones.

A Mansfield la fama le duró poco. Tras sus éxitos iniciales y su divorcio de Paul Mansfield, vendría su matrimonio con Miklós Hargitay (con quien tendría tres hijos, uno de ellos es Mariska Hargitay, conocida por la serie Ley y orden). Hargitay (Mister Universo en 1955) y Mansfield constituían, una vez más, la parodia de la pareja perfecta. Tan musculados, tan neumáticos, tan exagerados. Baste decir que para la película The Jayne Mansfield Story (1980), la pareja fue encarnada por Loni Anderson y Arnold Schwarzenegger. Aunque Mansfield expresó su deseo de una boda tranquila, lo cierto es que el noventa por ciento de los invitados eran periodistas. El resultado fue una locura en la que se dieron cita unos ocho mil curiosos. Tras el enlace, en 1958, Jayne decidió retirarse temporalmente y dedicarse a tener hijos (siempre decía que quería tener 500 niños). Fox la despidió.

En realidad, los estudios nunca llegarían a perdonarle del todo la afrenta. Ahí empieza la decadencia del mito. Si a eso le unimos la revolución del feminismo que vio encarnado en Jayne todos los clichés de una feminidad anticuada y tóxica y el evidente cansancio del público por la triada de las rubias sexis (Monroe, Mansfield y Mamie Van Doren) que propició la llegada de un nuevo patrón de bellezas lánguidas, sofisticadas y bastante menos explícitas como Sharon Tate o Faye Dunaway, el ocaso de nuestra protagonista estaba cantado. Mirando hacia atrás, quizás Mansfield hizo gala de un feminismo anacrónico, sí, pero por adelantado. “Nunca consideré que lo que hizo en su época fuera feminista, pero no dejaba de ser una madre trabajadora que controlaba su propia imagen incluyendo su sexualidad. Así que fue una precursora de este movimiento hasta la llegada de la segunda ola de feminismo con figuras como Madonna”, sentencia P. David Ebersole.

Aún así, Mansfield se resistió con uñas y dientes haciendo bueno ese lema que tanto le gustaba y que parecía haber robado a Mae West: “Si vas a hacer algo malo, hazlo a lo grande, porque el castigo va a ser el mismo”. Así, protagonizó episodios tan comentados como acudir a animar a los soldados y acabar teniendo que huir de las tropas hormonadas, o protagonizar el primer desnudo en Hollywood con la película Promesas, promesas (1963).

El golpe de gracia le llegaría con Sam Brody, su última pareja, al que casi todos consideran el verdadero responsable de la caída en desgracia de Mansfield. Brody la empujó al alcohol y al LSD. Al caos. Para muchos, la destruyó. Fue la estocada final en la imagen de la actriz.

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Con una vida totalmente descontrolada, no es de extrañar que Jayne acabara literalmente en las garras del mal. Entró en contacto con Anton LaVey. LaVey, antiguo músico y fotógrafo para el Departamento de Policía de San Francisco, pronto descubrió que tenía cierto talento para lo paranormal. Estamos hablando de una época en la que el ocultismo y lo esotérico estaban de moda. Un satanismo simpático, a lo Embrujada o las películas de William Castle. Inofensivo. El estreno de La semilla del diablo –de la que se dice que LaVey fue asesor– en 1968 y los asesinatos de la familia Manson un año después cambiarían bastante el panorama y la percepción de según qué asuntos tenebrosos.

Antes que eso, en 1966, un LaVey que ya contaba con un nutrido grupo de seguidores en su ‘círculo mágico’ fundó la Iglesia de Satán, se autoproclamó Papa Negro y declaró ese año como el Anno Satana (primer año de la era de Satán). Mansfield, o bien atraída como tantos en aquella época por los cantos de esa nueva religión (no olvidemos que previamente había coqueteado con el metodismo, el catolicismo y el judaísmo) o bien tratando de buscar publicidad, se aproximó a LaVey. Llamar a aquello un error de cálculo es quedarse corto. Se publicaron unas fotografías en las que la bella Jayne y la bestia LaVey parecen ejecutar un ritual demoníaco. La prensa se preguntó: “¿Es la diosa del sexo una esclava de Satán?”.

Ahí empieza una historia para no dormir de maldiciones encadenadas bien documentadas en el documental Mansfield 66/67 que, supuestamente, provocó –¡cómo no!– Brody. En una de las visitas a la fúnebre casa de LaVey, según Ebersole y Hughes, a Brody no se le ocurrió nada mejor que encender velas de cráneos y burlarse de las creencias de LaVey. El papa negro montó en cólera y lanzó una maldición sobre Brody. Una maldición que, si nos atenemos a la leyenda, fue otro sonado error de cálculo, pues parece que no solo Brody fue el maldito… Mientras los accidentes de coche de este se sucedían, ocurrieron otros extraños episodios, como aquel en el que un león domesticado atacó inexplicablemente a uno de los hijos de Mansfield, que se recuperaría milagrosamente.

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Mientras la relación entre Jayne y LaVey se estrecha, a la actriz parecen agotársele las posibilidades en Hollywood. En 1967, Brody y Jayne acudieron –según el documental– a pedir que se les levantase la maldición, como quien va a cancelar un encargo. Una de dos: o las fuerzas del mal no anularon el pedido o LaVey no tuvo a bien elevar la arrepentida plegaria a las autoridades competentes. El 29 de junio de 1967, Mansfield, Brody y su chófer fallecieron en un accidente de coche. Su automóvil se empotró contra un camión tráiler. LaVey calculó mal, pero no tanto: los tres hijos (de los cinco que tenía) que viajaban en el coche resultaron ilesos. Inmediatamente se dijo que Mansfield había quedado decapitada. Era mentira. Lo que sucedió en realidad fue que su peluca salió volando. Pero para no restarle truculencia a la historia, LaVey contaría luego que cuando recibió la llamada notificándole la muerte de la estrella, estaba recortando una revista en la que aparecía él depositando unas flores en la tumba de Marilyn. Cuando dio la vuelta al recorte, comprobó con horror que acababa de cortarle la cabeza a una foto de su querida Jayne.

“Lo que realmente mató a Jayne Mansfield fue un trágico y aleatorio accidente de coche”, afirma P. David Ebersole. “Pero, ¿había una maldición sobre ella? ¿Recibió lo que se merecía por ser una mujer tan escandalosa? Esa es una pregunta que cada cual debe responderse a sí mismo. Para algunos, su muerte prematura fue quizás su mayor truco publicitario”.

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Jayne Mansfield, Mickey Hargitay y su hijo  Miklos Hargitay Jr. en su casa de Los Ángeles, conocida como

Jayne Mansfield, Mickey Hargitay y su hijo Miklos Hargitay Jr. en su casa de Los Ángeles, conocida como ‘The Pink Palace’, en 1960.

Pero, por supuesto, aún hay más. ¿Qué sería de una leyenda sin su casa encantada? Jayne la tuvo. Un gigantesco palacio, de los más grandes de Hollywood, el Pink Palace, todo en rosa, su color favorito. Ubicada en Sunset Boulevard, con cuarenta habitaciones en total, espejos por todas partes y detalles tan kitsch como una piscina en forma de corazón en cuyo fondo se podía leer “I love you Jaynie” (Te quiero, Jaynie), la casa fue demolida en 2002, no sin antes haber dejado para la posteridad una sarta de chismes fantasmagóricos. Según la web especializada en entretenimiento Hollywood.com, Ringo Starr la ocupó durante un tiempo e intentó en vano acabar con el color rosa de sus paredes que emergía una y otra vez. Otra de las propietarias escuchaba voces que la impelían a ponerse los vestidos de la actriz y a teñirse el pelo de rubio. El último dueño de la casa, fan fatal de Mansfield, aseguró que esta se le aparecía de vez en cuando, llegando a oler su característico perfume de rosas.

Mansfield cumplió a rajatabla su lema: “Si vas a ser una estrella, deberías vivir como tal”. Y lo que es más: mostrárselo al público. Una declaración de principios que, en realidad, parece ser la piedra sobre la que se ha edificado toda la industria del entretenimiento reciente. Hay quien dice que sin Mansfield, las Kardashian no existirían. “Estaba muy adelantada a su tiempo, y eso fue lo que la metió en tantos problemas. Siempre te dan una bofetada cuando eres el primero, pero luego, si hay justicia, te aclaman por ser pionero. Jayne nunca recibió el reconocimiento que merecía”, afirma Hughes.

Pero, ¿qué habría sido de Jayne de no haberse cruzado ese fatídico camión en su camino? Según Hughes: “Habría sido el perfecto personaje salvaje de los que pueblan las películas de John Waters” (quien, por cierto, siempre ha dicho que Divine era el perfecto cruce entre Mansfield y Godzilla). P. David Ebersole prefiere imaginársela como una de los personajes femeninos de Terciopelo azul o interpretando a la madre de Anna Nicole Smith en Naked gun. “Tenía sentido del humor, podría haber hecho cualquier cosa”. Desde luego, durante su corta vida la hizo.

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