Indira Gandhi es un personaje renombrado de la India cuyo legado hoy se debate entre el de ser una importantísima líder política – Primera Ministra de la nación durante 15 años – y una tirana que llevó a la India a su momento más oscuro. Tan rara es como fenómeno, que muchos la han tratado de entender en su complejidad y abundan los estudios psicohistóricos sobre su personalidad, pero, en definitiva, la mejor manera de entender a este atípico animal político es deteniéndose en lo que fue su progresivo ascenso y acumulación del poder.
Nacida el 19 de noviembre de 1917, era la única hija de Jawahartal Nehru, uno de los líderes indios más importantes del proceso independentista y, luego de 1947, primera persona en ocupar el puesto de Primer Ministro del país. Con tales credenciales, no llama la atención que su padre mismo eligiera formarla para seguir una vida en la política y, tras acompañarlo en su juventud en varias misiones luego de la muerte de su madre a mediados de la década del treinta, Indira terminó uniéndose en 1938 al Congreso Nacional Indio (CNI) – el partido dominante de la arena política india.
El destino, sin embargo, metió su mano y, en 1964 Nehru falleció. Su reemplazo inicial fue Bahadur Shastri, quien nombró a Gandhi como ministra de su gobierno, pero cuando él también murió sorpresivamente en 1966, el camino quedó allanado para el ascenso de Indira. Ascenso que, es menester recordar, no llegó de la mano de una ambición desmedida por alcanzar el poder. Por el contrario, su candidatura fue impulsada por los miembros CNI que, gobernando como débil coalición, pensaron que la hija de Nehru, por ser mujer y por no tener una tendencia política demasiado marcada, podía ser fácilmente manipulable.
En un principio, quizás la cúpula del Congreso pudo haber pensado que su plan era perfecto, pero para 1967 Gandhi ya había empezado a tomar vuelo propio. La situación económica de la India era compleja y, como señaló el analista político Balraj Puri, en lo político iba creciendo una sensación antidemocrática que, sorprendentemente, fue abrazada por la Primera Ministra. Estos fueron los años en los que se empezó a gestar su mito a partir del uso de una retórica populista que proclamaba la supremacía del pueblo, incluso, por sobre las instituciones y la Constitución. Algo que, en lo económico, se vio apoyado por un cambió total de foco según el cual se instalaron medidas proteccionistas y se nacionalizaron los bancos.
Todo esto, claramente, no agradó a los líderes del CNI, especialmente a su principal rival político, Moraji Desai. Gandhi fue entonces expulsada en 1969, pero el inmenso capital político que había generado en esos años le sirvió para agrupar a sus seguidores, armar su propio partido – el Congreso (R) – y continuar controlando el Parlamento. Gandhi parecía imparable y, envalentonada, para las elecciones de 1971 se lanzó con una campaña que exaltaba su personalismo a la vez que se dirigía explícitamente a sectores relegados de la sociedad como las mujeres y los musulmanes, prometiéndoles las tan deseadas posibilidades de progreso. La cuestión culminó previsiblemente con su triunfo en las urnas y, ese mismo año, la decisiva resolución del conflicto con Pakistán y el establecimiento de Bangladesh, terminaron de establecerla como una líder indiscutida.
Tanto poder, igualmente, no tardó en corromper a Gandhi. Así, cuando su opositor Raj Narain la denunció por malversar los fondos estatales para financiar su campaña y logró que la elección de 1971 fuera anulada, ella respondió con furia. En múltiples instancias se defendió largamente sólo para encontrarse una y otra vez con el mismo veredicto de culpabilidad. Ya casi agotadas sus posibilidades, mientras denunciaba conspiraciones internacionales en su contra, en 1975 temió que la Corte Suprema no la habilitara a seguir en su puesto y, temiendo lo peor, decidió declarar el estado de emergencia.
En este período hasta 1977 – generalmente conocido en India como “La Emergencia” – Gandhi gobernó por decreto y, prescindiendo completamente de las instituciones, aplicó mano dura sobre la nación. En el que sería recordado como uno de los momentos más oscuros del país desde su independencia, desde el gobierno se privilegió la persecución de opositores, se censuró la prensa y se coartaron las libertades al punto de permitirse apresar personas sin juicio previo hasta que la emergencia se acabara. Más controversial aún, sin ningún tipo de parate, Gandhi llevó a cabo en 1976 una muy cuestionable campaña de esterilización que tenía como objetivo disminuir la altísima tasa de natalidad. Como los gobernadores locales recibían premios y castigos por alcanzar o no las cuotas establecidas, la situación rápidamente se degradó al punto que los más pobres y vulnerables terminaron siendo usados para cubrir las demandas estatales, sacrificando en el proceso su fertilidad a cambio de una vivienda, agua o la posibilidad de acceder a cuidados médicos.
Para cuando la emergencia llegó a su fin y se convocaron elecciones en 1977, no sorprenderá a nadie saber que Janata, el partido de oposición, terminó triunfando. Gandhi, entonces, dejó su rol como Primera Ministra, pero – aún si estaba completamente desacreditada en ciertos sectores – no desapareció de la vida política. Janata, como tantas otras alianzas opositoras a lo largo de la historia, pronto se vio sumida en disputas internas y, hacia 1979, el gobierno cayó.
Disuelto el Parlamento y con nuevas elecciones proyectadas para 1980, Gandhi retornó a la palestra y, apostando a su carisma y al capital político que había sabido construir, se alzó como la ganadora. En este punto, nuevamente erigida como Primera Ministra, ganó popularidad a partir de una intensificación de las medidas de industrialización y de un estratégico acercamiento a la URSS, pero no todo era color de rosas.
En la nación entera conflictos étnico-religiosos desatendidos empezaron a entrar en ebullición y en ningún lugar lo hicieron con tanta fuerza como en Punjab. En esta región – poblada por una mayoría sij – desde 1977 el partido sij Akali Dal había triunfado en las elecciones y se había hecho del gobierno, empezando a usar su poder para intentar terminar con la hegemonía del nacionalismo hindú y lograr un mayor reconocimiento como grupo religioso a nivel nacional. Estas pujas pronto desataron una crisis entre un ala más moderada del movimiento – dispuesta a tratar el tema de forma diplomática – y una más radicalizada que, para mantener el control de las negociaciones, recurría constantemente al terrorismo. Esta división, sin embargo, se suspendió hacia 1984, cuando la All-India Sikh Student Federation – el ala juvenil del Akali dal – fue proscripta y el presidente Harchand Singh Longowal fue acusado de sedición. En este punto los ánimos se exaltaron y se acentuó la tendencia a la radicalización, ahora concentrándose alrededor del líder fundamentalista religioso Jarnail Singh Bhindranwale. Sijs extremistas de toda la región entonces se acercaron al Templo Dorado de Amritsar y, acuartelados dentro, empezaron a desarrollar una campaña de terror que – entre enero y junio de 1984 – se llevó la vida de casi 300 personas.
Para Ghandi y todos los miembros del gobierno, la crisis era clara y se sabía que tarde o temprano algo debía pasar, pero nadie pudo prever que la respuesta sería tan exagerada. En los primeros días de junio, el ejército irrumpió en el espacio de culto y, al encontrarse con un grupo de terroristas bastante mejor armado de lo que esperaban, lo que se suponía que debía ser una rápida operación terminó transformándose en una masacre. Después de tres jornadas de tiroteo la banda de Bhindranwale pudo ser abatida, pero en el interín, según cifras oficiales, 83 soldados y 492 civiles habían terminado muertos y el templo, destruido. Éste hecho no es menor, pues contribuyó a exaltar aún más los ánimos de los sijs, que vieron esto como una matanza de inocentes y como una afrenta personal contra su fe.
La crisis, entonces, siguió escalando y, con nuevas incursiones del ejército en espacios de culto sij, las tensiones fueron en aumento. Tal es así que, aún si Gandhi intentó mostrar una cierta armonía y una absoluta confianza al mantener empleados a los miembros sij de su equipo de guardaespaldas, la situación terminó en tragedia cuando dos de ellos dispararon contra ella dentro de la residencia del Primer Ministro el 31 de octubre de 1984. Cuando se anunció su muerte más tarde ese mismo día y su hijo, Rajiv, fue proclamado Primer Ministro, los mensajes de pacificación resultaron no ser suficientes para calmar los ánimos. En las grandes ciudades de la India bandas que parecían estar conformadas de intocables y musulmanes pobres fueron movilizadas, según informaba Robert L. Hardgrave en 1986, por las elites hindúes y se desató una inmensa ola de violencia anti-sij. Sólo después de tres días de saqueos, incendios y asesinato, la situación se calmó dejando un saldo de casi 3 mil muertos.
De este modo, Gandhi desaparecía dejando detrás de sí un complejo legado. Por una parte, muchos la considerarían como una fuerza imparable que, durante 15 años, había logrado llevar adelante políticas exitosas que le dieron un renovado vigor a la India, especialmente en el plano internacional. Por el otro, jamás dejaría de ser considerada como una política corrupta que, con su estilo de mano dura, había contribuido a destruir las instituciones democráticas nacionales. En definitiva, ya sea por adhesión u oposición, la figura de Gandhi hoy es tomada con seriedad en la historia de la India ya que demostró los peligros que trae consigo una democracia débil.