Cuentan que George IV de Inglaterra era proclive a conquistar a cuantas damas pudiera y que le cortaba un mechón de sus cabellos a cada una a fin de conservarlo como un recuerdo, de los cuales al momento de su muerte contabilizaba cerca de siete mil.
A los 21 años, el príncipe de Gales se había enamorado perdidamente de Mary Ann Fitzherbert, una dama que no pertenecía a la nobleza aunque era una viuda de vida acomodada. El mayor problema de este romance no era ni su procedencia ni el hecho de que fuese seis años mayor que George, sino que Mary Ann era católica y nadie le iba a consentir que fuese la esposa de la cabeza de la Iglesia Anglicana. El Acta de Matrimonios Reales de 1772 establecía que el heredero al trono que contrajese enlaces con una católica perdía su derecho sucesorio. Pero George estaba obnubilado por este romance y, como decía Shakespeare, el amor es una “dulce locura”. Desafiando la autoridad de su padre, el hombre mantuvo la relación en secreto y el silencio de Fitzherbert fue comprado a buen precio.
A pesar de la generosa subvención que recibía del Estado, equivalente a más de 10.000.000 £ actuales, este dinero no era suficiente para mantener su ajetreado tren de vida. Las deudas se acumulaban y la única forma de saldarlas era que contrajera matrimonio con una princesa de sangre real y protestante. La elegida resultó ser su prima, Caroline Brunswick-Wolfenbüttel. El matrimonio fue un fracaso, pero la breve convivencia permitió engendrar una heredera al trono, Carlota Augusta (1796-1817), quien luego se casaría con el futuro rey de Bélgica.
Sucede que, por entonces, la frecuencia amatoria de George había sembrado Inglaterra de bastardos reales. Entre ellos se contaba Miguel Hines, quien llegó al Río de la Plata con la segunda invasión inglesa y terminó sus días en la ciudad de Colonia, en oscuras circunstancias.
El voluble corazón del príncipe se encaprichó con Lady Conyngham, amiga cercana de Lord Ponsonby. Esta relación predispuso a George contra el vizconde, a quien decidió enviar como ministro plenipotenciario a Buenos Aires, para mantenerlo alejado de su amante. Ponsonby describió a la capital del ex virreinato como “el lugar más despreciable que jamás vi”. Finalmente, fue destinado a Río de Janeiro para sustituir a Robert Gordon durante las discusiones de paz entre las Provincias Unidas y el Brasil.
Lord Ponsonby hizo suyas las palabras de Lord Canning cuando afirmó que “la América española es libre, y si nosotros no llevamos demasiado mal nuestros negocios, ella será inglesa”. Para lograr este cometido, la mejor estrategia era dividir para conquistar.
El Gobierno de Buenos Aires estaba debilitado por las erogaciones del conflicto armado y la indisciplina fiscal -un largo padecimiento argentino-. El ministro Manuel García estaba dispuesto de ceder en el tapete de la diplomacia lo que se había ganado en el campo de batalla. Sin embargo, Lord Ponsonby percibía el recelo de los orientales hacia el Imperio Lusitano, con el que habían mantenido un largo conflicto que se remontaba a los tiempos de la colonia. Fue entonces cuando surgió la idea de crear un estado independiente.
Muchos dudaban que la Banda Oriental pudiese ser un estado independiente debido a su primitivismo, sus dimensiones y escasa población. Sin embargo, Lord Ponsonby consideraba que con su puerto y fértiles cuchillas, habitado por un pueblo “impetuoso y salvaje”, podía convertirse en una nación soberana. Gran parte de la información que asistió a Lord Ponsonby a generar esta propuesta provenía de Pedro Trápani, un saladerista asociado con el tío del diplomático, Robert Ponsonby Staples, en la ensenada de Barragán.
Así fue como la “Provincia Cisplatina” -tal su nombre en el tratado del 27 de agosto de 1828- nació como nación independiente el 18 de julio de 1830 y se consagró como la República Oriental del Uruguay, con Constitución y Cámara de Representantes, cuando pocas de sus hermanas latinoamericanas tenían Ley Suprema.
Uruguay nació del coraje de sus guerreros, la astucia de algunos diplomáticos, las proclamas de sus líderes y los celos de un Rey que alejó al joven y elegante vizconde de su amante. El Rey George murió en brazos de Lady Conyngham, Lord Ponsonby continuó su brillante carrera diplomática que lo llevaría a participar de la independencia de Bélgica, y Uruguay se alzaría, siguiendo las predicciones del ministro británico, en una pujante y orgullosa nación.
+
Esta nota también fue publicada en El Observador