Idi Amin no había terminado los estudios primarios cuando ingresó como ayudante de cocina en el cuerpo de Fusileros Africanos del Rey. Las acciones armadas llegarían en los años ’50, durante la insurrección de los Mau Mau en Kenia; Amin se reveló como un buen soldado y no tardó en ser ascendido. Su físico imponente lo inclinó hacia el boxeo (llegó a ser campeón ugandés de los pesos pesados de 1951 a 1959), y su condición de deportista de élite le hizo ganar popularidad. El presidente Milton Obote se fijó en él y lo fue empleando en puestos de responsabilidad. Idi Amin, iletrado, casi analfabeto, aprovechó cada oportunidad que tuvo delante.
En el ámbito político no se reparaba en él; era tenido como un grandote simpático de pocas luces que parecía carecer de lo necesario como para causar problemas. En 1962, cuando Uganda se independizó de Inglaterra, Idi Amin, convertido en uno de los hombres de confianza del presidente Obote, fue nombrado jefe del Estado Mayor. Empezó a dirigir negocios de contrabando con los que amasó una fortuna (y a los que Obote no era ajeno) mientras iba creando a su alrededor una guardia “pretoriana”. Y en enero de 1971, cuando el presidente Obote se planteaba librarse de él, Idi Amin dio un golpe de Estado y tomó el poder.
Casi de inmediato, Amin expulsó del ejército a todos los miembros de las tribus achioli y langi, quienes apoyaban a Obote, y sin que le temblara el pulso mató a 10.000 soldados y los sustituyó por hombres procedentes de tribus sudanesas reclutados en el sur de Uganda y más allá de la frontera, en territorios musulmanes habitados por pueblos similares al original suyo. Eran tantos los puestos a ocupar que se vigiló muy poco la idoneidad de quienes los ocuparon: oficinas y ministerios eran manejados por analfabetos; la situación era tan descontrolada que dentro del ejército había oficiales que se ascendían a sí mismos. Idi Amin estaba creando una dictadura atroz.
El desorden administrativo vino acompañado de los primeros problemas económicos. Un año después de su llegada al poder, Amin expulsó del país a los ciudadanos asiáticos que llevaban décadas establecidos en Uganda y confiscó sus propiedades para entregarlas a los ugandeses. Amin, que ya había expresado su admiración por Adolf Hitler, utilizó los mismos argumentos del genocida al organizar los pogromos de los judíos: dijo que los asiáticos eran avaros, estafadores y se habían hecho ricos engañando a los ugandeses. Así, indios, bengalíes y paquistaníes tenían tres meses para salir del país, y sólo podrían llevar encima el equivalente a 100 u$d. Nadie discutió la decisión, incluso muchos ugandeses la celebraron.
Como consecuencia la economía del país quedó herida de muerte, ya que eran los asiáticos quienes sostenían casi el 100% del tejido comercial ugandés. Los antepasados de los expulsados habían llegado a África traídos por los británicos para trabajar en la colonia ugandesa, y sus descendientes constituían la columna vertebral de la clase media del país. Entre ellos había propietarios de fábricas diversas, de ingenios azucareros, de hilanderías, de plantaciones de café; también había centenares de pequeños comerciantes cuyas tiendas abastecían a la población. Todo quedó abandonado y fue repartido sin orden ni razón entre la gente de Idi Amin, entregando tiendas a gente que no tenía ni la menor idea de lo que era un comercio. Muchas de las tiendas se entregaron a militares que desconocían el rubro comercial; un policía se hizo cargo de una camisería y confundió las etiquetas de las tallas con las de los precios, por lo que vendió la mercancía por cantidades irrisorias. Un criadero de reses fue traspasado a un carnicero amigo de Amín: el tipo mató a todas las reses para vender la carne y luego lo cerró (así como se lee). Como no podía ser de otra manera, en cuestión de semanas todos aquellos negocios fueron llevados a la ruina.
Idi Amin cambió la política exterior de Uganda radicalmente: se alejó de los asesores militares británicos e israelíes y se acercó a los islámicos. En poco tiempo llegaron tropas libias para apuntalar su régimen. Es recordado el episodio del 28 de junio de 1976: un avión de Air France que había salido de Tel Aviv con 300 pasajeros a bordo fue secuestrado por guerrilleros de la OLP y obligado a aterrizar en el aeropuerto ugandés de Entebbe. Los terroristas pretendían canjear a los rehenes por 53 presos palestinos y eligieron Uganda para llevar a cabo las negociaciones ya que contaban con el apoyo de Amin, antisionista extremo. Los secuestrados fueron instalados en una sala del aeropuerto; Amin visitaba personalmente a los angustiados pasajeros-rehenes con su cinismo habitual, asegurándoles que pronto podrían seguir su viaje, cuando en realidad jamás pensaba hacer nada por ellos, ya que estaba en total connivencia con los secuestradores. Algunos de los pasajeros no judíos fueron liberados o entregados a sus respectivas embajadas; finalmente, los comandos especiales israelíes tomaron el aeropuerto y liberaron a los rehenes, dejando como saldo la muerte de todos los captores, un rehén y decenas de militares ugandeses. Idi Amin, que hasta ahí disfrutaba de ser el centro de atracción de una crisis internacional, montó en cólera, y al enterarse de que una rehén angloisraelí permanecía ingresada en un hospital de Kerala, hizo que la sacaran a la fuerza de la clínica. La mujer, una anciana llamada Dora Bloch, fue asesinada. El fotógrafo que distribuyó unas fotos de su cuerpo calcinado también apareció muerto en una cuneta días después.
Idi Amin se ha destacado por ser uno de los más sangrientos matones y a la vez por ser un extravagante loco peligroso, sin límites para la payasada o la crueldad. Las crisis internacionales durante la década del ’70 (que no eran pocas) solían tener a Idi Amin como un estrafalario partícipe colateral, con comentarios o actitudes impresentables. Amin aconsejó a los árabes que enviaran pilotos kamikaze contra Israel; al presidente Richard Nixon le envió “sinceros deseos” de que se “recuperara rápidamente” del escándalo Watergate; sugirió a Gerald Ford que dimitiese y pusiera a “un hermano negro” en su lugar; desafió al presidente de un país vecino a un combate de boxeo para resolver una disputa fronteriza; se condecoró a sí mismo con la Cruz de la Victoria del Reino Unido; se postuló como voluntario para ocupar el trono de Escocia y se ponía él mismo los títulos más extravagantes: “señor de todas las bestias de la tierra y todos los peces del mar”, “conquistador del imperio británico”, y su preferido: “Dada, papá de todos”. Especialmente delirantes eran sus viajes por las aldeas de Uganda, en los que prometía a los campesinos la construcción de escuelas, dispensarios o autopistas; si le informaban que no había dinero para emprender aquellas acciones (y habitualmente no había), Amin ordenaba imprimir más billetes a la Fábrica Nacional de Moneda.
Idi Amin y sus esbirros desataron en Uganda una era de terror. Los asesinatos eran cosa de todos los días; las cárceles se convirtieron en centros de tortura y exterminio. Los presos que llegaban a ocupar una celda encontraban restos de órganos humanos en el piso. Algunos presos eran obligados a rematar a martillazos a un otros prisioneros moribundos para acceder a algo de comida. Y cualquiera podía caer preso. Podían haber sido denunciados por un vecino envidioso o por una novia despechada, con el solo argumento de tener simpatía por los judíos, por ejemplo.
Hubo tantos muertos que se llegó a perder la cuenta de las víctimas. Las personas desaparecían y nunca más se volvía a saber de ellas. Surgió una nueva profesión: la de “buscador de cadáveres”, que generalmente eran policías o incluso torturadores que devolvían a las familias los cuerpos de los fallecidos previo pago de una cantidad. Recuperar los restos de un funcionario medio costaba 600 u$d, pero la cifra ascendía a 3.000 u$d si se trataba de encontrar a un alto cargo. Muchos de los cuerpos presentaban mutilaciones espantosas. Los cadáveres eran arrojados al río (afluente del Nilo inferior) porque no podían cavarse en tiempo y forma tantas tumbas para las víctimas. Hasta los cocodrilos vieron superada su capacidad de eliminar tantos cuerpos, y los cadáveres que flotaban hinchados sobre el río llegaron a atascar la entrada de agua de la principal central hidroeléctrica del país, interrumpiendo el suministro de electricidad. Todo el mundo sabía que los crímenes, por terribles que fueran, quedaban impunes. La vida de cada ugandés estaba a expensas de no caer en desgracia con alguno de los 15.000 hombres que ocupaban puestos de cierta relevancia en el gobierno.
Amin disfrutaba azotando a sus enemigos con látigos de piel de hipopótamo o haciendo que un condenado a muerte suplicase clemencia para evitar la ejecución. Los reos lloraban, gemían y se arrastraban ante Amin, pero igualmente terminaban ejecutados. Amin disfrutaba humillando a las personas. No era desconocida la afición de Amin por el canibalismo; él mismo decía que comer el hígado de sus víctimas impedía que su espíritu regresase para vengarse. El dictador creía ciegamente cualquier tontería que le dijeran los brujos a su servicio.
Amin ascendía y eliminaba a sus consejeros con errática rapidez; lo mismo hacía con sus esposas y amantes. Tuvo al menos cuarenta hijos de sus cinco esposas y sus veinte amantes “oficiales” (aparte de las mujeres que pasaron ocasionalmente por su cama). Amin pidió el divorcio a sus tres primeras mujeres (Malyamu, Kay y Nora) cuando supo que éstas le eran infieles. La vida de las tres se convirtió entonces en una pesadilla. Finalmente, Kay apareció muerta y descuartizada en el maletero de un coche; Malyamu y Nora tuvieron más suerte y consiguieron salir del país. Para entonces, el tirano tenía ya otras dos esposas, Madina y Sarah, que solían lucir moretones que achacaban a accidentes domésticos. Cuando Amin (que alardeaba de su virilidad) se encaprichaba con una mujer, lo primero que hacía era mandar a asesinar al novio o al esposo para después iniciar el cortejo, que podía culminar en relaciones sexuales consentidas o en una violación. El ejemplo cundió enseguida entre sus secuaces, que hacían lo mismo con total impunidad.
Precisamente fue uno de estos casos lo que provocó una de las escasas manifestaciones públicas en contra de su gobierno. Un universitario, Paul Sewanga, fue asesinado al tratar de evitar que un oficial ugandés violase a su novia. Días después una testigo del crimen apareció muerta, y los estudiantes salieron a la calle. El propio Amin le aseguró al rector de la universidad que se investigaría el asunto y se castigaría a los culpables, pero añadió: “también habría que contener a estos chicos”. Centenares de estudiantes fueron detenidos y torturados, y el campus quedó sembrado de cadáveres mutilados.
En 1974, el cineasta francés Barbet Schroeder hizo un documental sobre Idi Amin: “General Idi Amin Dada: a self portrait”. Semanas después del estreno de su película, Schroeder empezó a recibir llamadas desde Uganda. Le hablaban en francés, llorando: “¡Señor, por favor, haga lo que le dice… mis hijos están aquí, señor, hágale caso, por favor!”. Schroeder comprendió por fin. Unos días antes se había negado a suprimir de su película sobre Amin algunas escenas que no le habían gustado al dictador. Así que el tirano encerró en un hotel a un montón de ciudadanos franceses con sus familias, les dio el teléfono de Schroeder y les ordenó que le explicaran la necesidad de retirar del filme las secuencias de la discordia. Aquella misma noche, el director se comprometió a censurar su propia película. Conocía lo suficientemente bien a Idi Amin Dada como para saber que mataría a todos aquellos franceses, niños incluidos, si sus demandas no eran atendidas.
En 1978, Uganda se había empobrecido tanto que ya no quedaba nada por saquear. La cantidad de leales a Amin se había reducido bastante y el malestar era más que grande en la ya demasiado sufrida población ugandesa; la economía y la infraestructura se habían derrumbado por años de negligencia y abuso. Muchos funcionarios de Amin se exiliaron, y en noviembre de ese año muchas de sus tropas se sublevaron. Amin envió soldados contra los amotinados, muchos de los cuales habían huido por la frontera con Tanzania. Amin acusó entonces al presidente de Tanzania, Julius Nyerere, de agresión; así que Amin ordenó la invasión a Tanzania, tomando parte de la región fronteriza de Kagera. Pero en enero de 1979 el ejército de Tanzania respondió con contundencia invadiendo Uganda. Los soldados tanzanos (apoyados por grupos de exiliados ugandeses) descubrieron en el cuartel general de la policía secreta ugandesa de veinte a treinta cadáveres dispersos en distintas salas y en diferentes estados de descomposición y mutilación. Fueron liberados miles de prisioneros harapientos y famélicos, y en fosas comunes se encontraron cráneos aplastados, piernas y brazos atados y niños empalados en estacas. Amin había dejado tras de sí 300.000 cadáveres y una nación devastada económica y moralmente en la que el robo, la extorsión y el crimen eran una forma de vida.
Cuando Kampala fue tomada y mientras se descubrían estos horrores, Idi Amin huía en helicóptero y se refugiaba en Libia; luego se trasladaría a Irak, y finalmente se instalaría en Arabia Saudita, donde vivió apaciblemente. Nada perturbó su vejez y murió en 2003, a los 78 años, de una afección pulmonar en un hospital de la ciudad saudí de Jedda. Nunca respondió por sus crímenes, jamás fue procesado.