En el gran salón de su apartamento en el edificio Dakota de Manhattan, dos mujeres excepcionales ponían la voz a sus partituras. Era 1984. Kiri Te Kanawa y Tatiana Troyanos cantaban aquello de “hoy me siento guapa”. Y ante el teclado, Leonard Bernstein aplaudía maravillado. En aquel mismo salón, con vistas a la calle 73 y Central Park West donde habían sonado los compases de West Side Story, había ahora un ataúd. Tan oscuro como el piano de gran cola en el que le gustaba tocar al maestro.
Lenny, el gran Lenny, el hipertalentoso Lenny, el pansexual Lenny, el hombre lleno de música y de vida, yacía en silencio para siempre. Le lloraba su madre en su silla de ruedas. Le lloraban sus tres hijos. Le lloraba su compañero, Mark Adams Taylor, tímido, apartado tras las sillas dispuestas como el último patio de butacas.
Leonard Bernstein había muerto la noche anterior, en su casa, aquejado de una neumonía. Llevaba un tiempo enfermo y no lo quería reconocer. Como si negándoselo al mundo pudiera conjurar el mal. Pero el mal estaba ahí: acechándole a sus 72 años, amenazando con apagar la luz fulgurante con la que había brillado desde su juventud. No dejaba que le viera el médico porque temía que el tratamiento pudiera arrebatarle su último concierto : una Séptima de Beethoven en Tanglewood, el mismo escenario que le vio debutar.
En el tercer movimiento le pudo la tos. Pero Bernstein no se rindió. El show siempre tiene que continuar. Al día siguiente de aquella actuación, su asistente personal lo encontró en casa. En el mismo salón, donde todo pasaba, con un vaso de whisky en la mano. “Es increíble: mi primer concierto fue en Tanglewood y allí ha sido el último. Es como si se cerrara el círculo”. Parecía aliviado. Hermoso como nunca y satisfecho como sólo se puede estar cuando ya no queda nada más por hacer.
Y, sin embargo, se sentía un fraude por no haber compuesto su ópera sobre el Holocausto. Le preocupaba no haber dejado nada importante para la posteridad. Él, que reinventó la música americana. Él, que inspiró con sus conciertos didácticos y la sabiduría de su voz a más de una generación. Aquel hombre con mejor planta que el mejor galán, preguntó a sus amigos, la noche antes de morir, si le veían mejor. Sabía que la respuesta era no. Pero confiaba en la corriente eléctrica de vida que siempre le acompañó.
Como confió en los más cercanos en el final. Allí estaba su joven discípulo Aaron Stern. El maestro tomó un cigarro del paquete que dejaba en la mesilla, junto a la mascarilla del oxígeno y le preguntó: “¿hay algo que pueda hacer por ti antes de mi muerte?”. Stern no supo qué contestar. Tampoco supo qué decir su amigo el actor Mendy Wager cuando una semana antes le había confesado que estaba pensando en escribir su propio panegírico. “¿Qué vas a decir?”. “Muere en lo mejor de tu juventud”.
20 limusinas negras esperaban al cortejo fúnebre en la entrada principal del maldito Dakota. Una multitud conmocionada recibió el féretro con una gran ovación. Aplausos para el genio que tantos había recibido. Nueva York se rendía una vez más a los pies del Emperador de los pentagramas. Cuentan los que fueron con el cortejo cruzando el puente hasta el cementerio de Greenwood, que hasta los obreros que trabajaban en la autopista de Brooklyn se quitaron los cascos amarillos y gritaron “Hasta siempre, Lenny” cuando le vieron pasar. Esta imagen resumía muy bien su vida: la galvanización perfecta de la cultura de élite y la popular.
Desde la colina donde está enterrado, se ve, entre los árboles, la Estatua de la Libertad. Aquella libertad con la que él quiso vivir su vida. Aquella libertad con la que compuso, con la que creó, con la que se ponía ante la orquesta con su mirada fiera y luminosa. En algún lugar, hoy, su voz seguirá sonando. Acompañando a los clásicos en las grabaciones de los conciertos para niños que tanto le gustaban. Lenny admirado, Lenny querido, decías que no dejabas nada para la posteridad. Como si no fuera nada esa felicidad en vinilo o en celuloide que todavía podemos celebrar.