Hannah Arendt y la banalidad del mal

Hannah Arendt es una de las figuras más atractivas del mundo de las ideas, ya que se resiste a todo tipo de etiquetas. Dada la inmensa cantidad de enfoques desde los que se ha estudiado su obra, se la ha llamado filósofa, teorista política o simple “contadora de historias”, como ella se consideraba. Pero aún dentro de toda esta plasticidad, hay un tema fácilmente identificable que recorre la mayoría de su vasta obra: el totalitarismo – su génesis, su desarrollo y sus consecuencias.

Para muchos, esta preocupación vino dada por su experiencia personal. Había nacido el 14 de octubre de 1906 cerca de Hannover, se había criado en el seno de una familia judía y desde chica supo lo que era el antisemitismo, debiendo exiliarse en los años del régimen nazi. Toda esta parte de su vida, desde luego, fue inseparable de sus motivaciones, pero el valor de las ideas de Arendt, justamente, reside en que fue capaz de ir más allá de lo meramente anecdótico e intentó dar un sentido a lo que ella y tantos otros vivieron.

Su formación universitaria en filosofía y teología – cursada bajo los auspicios de Jaspers y Heidegger, su amante de juventud – le proveyeron las herramientas con las cuales encarar esta tarea a la que se abocó, especialmente, cuando llegó a los Estados Unidos en 1941. Luego de un accidentado escape de Europa, viviendo como refugiada y apátrida, se tomó el trabajo de empezar a explicar teóricamente, por primera vez, qué había sucedido en la Alemania nazi, volcando sus ideas finalmente en Los orígenes del totalitarismo (1951). En esta obra, Arendt buscó definir y caracterizar la especificidad de un régimen totalitario, a la vez que lo inscribió en un relato histórico e intentó comprender qué es lo que le tenía que pasar a una sociedad para que sus miembros naturalizaran y eventualmente cooperaran con la matanza masiva de personas. Para ella estas preguntas resultaban especialmente relevantes en tanto que consideraba que se había creado un precedente, una situación que podía actuar como preludio de algo mucho peor, y era importante saber identificar el mal para saber como evitarlo.

Alcanzando un inmenso éxito al momento de su publicación, este libro se volvió un clásico y fue central en la formación del prestigio de Arendt. Sin embargo, no fue más que el principio, ya que su siguiente trabajo sobre este tema sería su más polémico: Eichmann en Jerusalem. Para 1963, ella recopiló y corrigió toda una serie de artículos que había escrito para The New York Times sobre la cobertura del juicio de Eichmann. El evento en sí había tenido trascendencia a nivel mundial y, además de demostrar el poderío del nuevo Estado de Israel a la hora de juzgar crímenes de este tipo, por primera vez muchos sobrevivientes del Holocausto tuvieron la oportunidad de compartir sus historias públicamente. El “arquitecto de la Solución Final”, capturado luego de haberse ocultado en la Argentina por más de una década, finalmente sería ajusticiado y la expectativa era inmensa, pero cuando Arendt vio a Eichmann sentado en su cubículo de vidrio, no vio a un monstruo. Ese hombre hablaba con frases armadas, se definía como un mero burócrata, no podía seguir el hilo de un razonamiento y era bastante vulgar, todas características que no se adecuaban con el genio del mal que todos estaban diciendo que era. Este contraste tan marcado entre el autor y su crimen fue lo que motorizó toda una serie de preguntas que luego guiarían el razonamiento de Eichmann en Jerusalén.

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Desde las primeras páginas de este libro, Arendt remarcó que era importante, antes que nada, preguntarse qué pasó realmente en Jerusalén. Es decir, en este juicio tan mediatizado, tan orquestado ¿se juzgó el rol de Eichmann en el Holocausto o se intentó mostrar la magnitud del sufrimiento del pueblo judío? Con esta primera pregunta en mente, Arendt se refirió a una segunda cuestión, casi filosófica, acerca de rol de Eichmann en el Holocausto y a la capacidad de este hombre aparentemente común de haber organizado el transporte de millones de personas a su muerte. Para intentar dar una explicación a esta transformación, Arendt desarrolló el concepto, hoy tan conocido, de la “banalidad del mal”.

Ya de base se entiende por qué el libro generó tal polémica al punto de tener Arendt que pasarse la siguiente década explicando qué quiso decir realmente con esto. Sobre la famosa “banalidad”, ella se cansó de repetir que, no, el Holocausto no era banal o corriente; no, no todos tenemos un “Eichmann interior”, como aseguró uno de sus críticos. La “banalidad”, para Arendt, se relacionaba con la idea de un mal que, como un hongo que empieza a infectar un organismo, no tiene raíz ni proviene, por ejemplo, de una inspiración diabólica. La maldad banal estaba relacionada, en cambio, con el contexto mismo de un régimen como el de la Alemania nazi, capaz de permitir el desarrollo de burócratas como Eichmann. Este tipo de personaje, no era excepcionalmente malvado, sino que al hallarse sumergido en la lógica totalitaria, perdía su “voz interior”, es decir la capacidad de juzgar moralmente lo que estaban haciendo. Para estos individuos, entonces, realizar la horrorosa tarea de organizar matanzas masivas era algo que les representaba sólo una forma de seguir trabajando y, en el caso específico de Eichmann, ganarse la simpatía de sus superiores para escalar en la jerarquía militar.

Al mismo tiempo, muchos críticos aseguraron que Arendt había desestimado completamente a las víctimas, a sus testimonios y a su sufrimiento que, como ya se ha señalado, en muchos casos tenía por primera vez tenía un tratamiento público. El tono irónico empleado a lo largo de la obra, por supuesto, tampoco ayudó en este sentido y llevó a muchos a creer que estaba burlándose de ellos. Lejos de estas interpretaciones, Arendt también tuvo que aclarar que el trabajo que ella encaraba, sin desestimar la experiencia del Holocausto, pasaba por otro lado.

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Como en gran parte de su trabajo, ella daba por sentado que quien leyera su libro ya estaría informado acerca de las atrocidades y, en cambio, buscaba dar sentido a algo para lo que nada de la historia de la humanidad la había preparado. Arendt era consciente de lo atractiva que podía llegar a resultar la idea de venganza en un momento así, de la tranquilidad que le traería a muchos ver como los nazis pagaban por el sufrimiento del pueblo judío. Sin embargo, a su juicio esto no era más que una distracción. La justicia, como bien se encargó de señalar Arendt, no está al servicio de los hombres que buscan compensaciones por su pérdida o su sufrimiento, sino que existe para restaurar el tejido social luego de romperse la ley. Siguiendo esta lógica, la preocupación de Arendt en este libro pasaba a ser mucho más general y apuntaba a comprender de que forma había que juzgar un crimen de lesa humanidad.

Con razón o no, las controversias desatadas por Eichmann en Jerusalén siguieron a Arendt hasta su muerte en 1975. En el resto de su obra siguió intentando dar sentido a la realidad política en Occidente y trató todo tipo de temas, desde Watergate a los movimientos estudiantiles de la década del sesenta. No siempre acertó en sus juicios y el contexto de la Guerra Fría ayudó a asociarla a ideas con las que no necesariamente habría comulgado por su cuenta, pero, a pesar de todo, las ideas y el nombre de Arendt trascendieron, haciendo de ella una figura ineludible del siglo XX.

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