Guadalcanal, el largo duelo en el Pacífico

Los soldados avanzaban en fila india por la jungla, pesadamente cargados, atentos y con el arma lista para hacer fuego. Solo se oían pájaros. Densa humedad, suelo blando, árboles enormes, ríos anchos, poco profundos. Pero ni un japonés. Continúan por la jungla hasta que divisan unas cabañas, precarias, abandonadas. Luego de un par de horas, otro campamento japonés fantasma, más grande. Platos, restos de arroz, pescado, algunas botellas. Encuentran desde uniformes hasta sake y cerveza japonesa. Escuchan ruidos de aviones. Japoneses. El intercambio de fuego de los mismos con los buques americanos se hace oír. Todo lejos de donde están, ya que el nervioso silencio permanece hasta el final del día.

Pero la jungla despierta por la noche. Esa es su ley en la isla, y así será durante los meses siguientes. La sesión empezó con intempestivos sonidos de silbatos. Las ráfagas de fuego de un minuto se silenciaban, y luego de otros silbatazos se reiniciaban, pero procedían de otro lugar completamente diferente. La respuesta de fuego era a ciegas hacia la dirección de donde parecían provenir los disparos. El enemigo invisible parecía estar en todas partes. Era una trampa húmeda y oscura, con enemigos encaramados en los árboles y hundidos en pozos tan oscuros como la noche. Al acercarse el día, la jungla enmudeció de nuevo. Los japoneses se habían retirado y los muertos de ambos bandos yacían mezclados.

Las novedades en el mar no son nada buenas para los aliados: el vicealmirante Fletcher decide la retirada de los portaaviones americanos. Argumenta que hay submarinos japoneses en la zona, que el poderío aéreo japonés es superior ya que su base en Rabaul es una usina inagotable de bombarderos y que es inminente la llegada de la flota naval japonesa. En otras palabras, el hombre no quiere ser carne de cañón. Y se va. Así como suena. Las consecuencias están a la vista: sin portaaviones, la fuerza anfibia aliada queda expuesta a una masacre por parte de la aviación japonesa. El general Vandegrift, al mando de dicha fuerza, no piensa irse de la isla y discute agriamente con Fletcher, ya en franca retirada. Mientras intercambian epítetos, los japoneses no pierden el tiempo: atacan y destruyen casi toda la flota americana en Savo.

Vandegrift

 

Vandegrift.
Vandegrift.

 

Así las cosas, los marines se encuentran solos en la isla. “La necesidad militar de alejar la flota de Guadalcanal ni siquiera pasó por la imaginación de nuestros marines”, escribió un historiador oficial. Pero los jefes estiman preferible, antes que arriesgar portaaviones, arriesgar hombres. Nada nuevo bajo el sol. Los marines en tierra, como era de esperar, no toman de buen modo este abandono.

Los norteamericanos llegan al aeródromo y se apoderan de él. Lo bautizan Henderson Field, en homenaje a un comandante caído en Midway. Pero esto parece ser también una concesión de los japoneses.

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Vista aérea del aeródromo de Henderson Field, después de agosto de 1942.

Vista aérea del aeródromo de Henderson Field, después de agosto de 1942.

 

 

Los episodios de ataques nocturnos duraron varias semanas. Los americanos empezaron a tirar tablas de madera atadas a cargas de TNT en las cavernas que encontraban; en Gavutu y Tulagi, dos islas más pequeñas, con ese recurso capturaron las islas rápidamente. Pero Guadalcanal era otra cosa. Los japoneses empiezan a utilizar granadas con explosión retardada: las mismas explotan… once horas después. El sistema nervioso/anímico de los marines comienza a colapsar, además de la creciente debilidad y casos de disentería presentes en las tropas. Ya no es solo matar y morir. Es un padecimiento minuto a minuto.

Todas las noches, naves japonesas (destructores y cruceros) atacan Guadalcanal. Además de eso, llevan insumos a los japoneses en la isla, renuevan tropas. Pueden partir desde Rabaul, llegar a la zona de fuego y volver en una noche. Y algunas naves se quedan durante el día en la orilla, tapadas por el follaje de la jungla. Este sistema continuo de retroalimentación y ataque nocturno de los japoneses fue llamado “el Expreso de Tokio” , y resulta una verdadera tortura para los americanos.

En tierra, los japoneses avanzan, y en la batalla de Cresta de Lunga llegan hasta las narices del mísmísimo Vandegrift, aunque la artillería de campaña americana logra repeler el ataque final. Hacia fines de septiembre, con otra división japonesa entera ya desembarcada en la isla, el almirante Ghormley decide atacar al “Expreso de Tokio”. Espera pacientemente su momento, y el 11 de octubre, con una astuta maniobra de estrategia naval, cinco cruceros y cinco destructores rodean la isla y sorprenden a dicha flota japonesa en el cabo esperanza. El bombardeo fulminante y la reacción algo tardía de los japoneses deriva en una victoria de los americanos.

Al día siguiente 6.000 soldados estadounidenses desembarcan en Guadalcanal. Pero lo que parece ser un canto de victoria se queda en eso. El 25 de octubre los japoneses reaccionan bombardeando el aeródromo. Pulverizan los aviones, producen 2.200 bajas en los aliados y reconquistan el Henderson Field. El “Expreso de Tokio” parece revigorizarse, ya que una flota japonesa de cuarenta buques se acerca a Guadalcanal. El vicealmirante Kinkaid sale a su encuentro y el 26 de octubre, en la batalla de Santa Cruz, los japoneses pierden dos portaviones y más de cien aviones; y si bien la flota americana, incluido el Enterprise, queda averiada, los japoneses se retiran, renunciando a completar la toma de Guadalcanal. Al día siguiente los americanos desembarcan en Guadalcanal con el mayor contingente hasta entonces; el 30 de octubre el crucero Atlanta bombardea las posiciones japonesas en tierra, y la situación parece dominada. Pero, otra vez, no es así.

Guadalcanal

 

 

Los japoneses vuelven al ataque: desembarcan 1.500 infantes de marina con poderoso material bélico y detienen la ofensiva americana, mientras la armada japonesa aglutina unos 60 buques en Rabaul con intención de ir a arrasar la zona.

Y así, finalmente, se llega a “la más encarnizada batalla naval de todos los tiempos”. Ha habido batallas más importantes en el Pacífico, pero fueron aeronavales; esta fue exclusivamente naval. Con cañones y torpedos, y “a boca de jarro”. La batalla de Guadalcanal duró desde el 11 hasta el 15 de noviembre, y al mando de los contraalmirantes William Halsey y Daniel Callaghan los norteamericanos obtienen finalmente una victoria decisiva sobre la armada de Japón (al mando del almirante Isoroku Yamamoto); a partir de entonces, las posiciones aliadas en las islas Salomón no volvieron a ser amenazadas.

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Entre la victoria naval y la ocupación total de la isla transcurrieron tres meses. En tierra, los americanos progresaban lentamente. Los marines fueron reemplazados por la infantería, y los relevos y las provisiones llegaban con regularidad. En el cielo solamente se veían aviones norteamericanos.

Un último sobresalto ocurrió en febrero de 1943: el expreso de Tokio volvió a aparecer, pero solo a evacuar a los últimos japoneses que quedaban en la isla. El 9 de febrero de 1943, la isla infernal era norteamericana.

Existen pesadillas en las cuales parece que todo vuelve a empezar interminablemente, como si siempre se volviera al mismo punto. Así fue Verdún, en la Primera Guerra Mundial, entre Francia y Alemania: ataques de un lado y del otro que nunca parecían tener un final. Así fue Guadalcanal, en la segunda, entre Japón y Estados Unidos.

Guadalcanal

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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