Galileo, condenado

Cuenta Vincenzo Viviani, discípulo de Galileo Galilei, que su maestro estaba harto de que no lo creyeran y no quería resignarse a verse humillado por sus colegas astrónomos. Así que se dispuso a demostrar que llevaba razón. Una mañana convocó a todos los miembros de la universidad en la que impartía clases, delante de la torre inclinada de Pisa, y se presentó con dos esferas en la mano, una de hierro, que pesaba 100 libras, y otra de madera, que apenas llegaba a una libra. Subió al Campanile de la popular torre y una vez arriba, ante la mirada expectante de los incrédulos espectadores, dejó caer ambas a la vez, que se precipitaron al unísono y tocaron tierra en el mismo instante. El impacto de aquellas bolas contra el suelo marcó el final del viejo sistema científico y el inicio de uno nuevo. Galileo acababa de refutar la teoría de Aristóteles según la cual los objetos caen a una velocidad proporcional a su peso. Sin embargo, puede que esa anécdota del matemático italiano encaramado al Campanile no tuviera lugar. Los estudiosos de la historia de la ciencia se inclinan a pensar que se trata de una leyenda más de las que, junto con su supuesta frase “Eppur si muove” (“y, sin embargo, se mueve”), forman parte de la mitología galileana. Tal vez fue incluso el propio Galileo quien la extendió. Lo cierto es que el matemático no llevó a la práctica muchos de los experimentos que describió y que se convertirían en piedra fundacional de la ciencia moderna. “Yo, sin hacer el experimento, estoy seguro de que el efecto tendrá lugar como os digo, porque es necesario que ocurra así”, sostenía.

En todo caso, sentó las bases de la física mecánica y del método experimental científico. Observó el movimiento de los astros ayudado por los instrumentos que él mismo construía. Sus hallazgos pusieron fin a una época de la ciencia en la que habían imperado las ideas de Aristóteles, completamente adecuadas para una lectura literal de la Biblia. Supusieron el impulso definitivo que necesitaba el modelo heliocéntrico del clérigo polaco Nicolás Copérnico, en el que la Tierra, como el resto de cuerpos celestes de nuestra galaxia, orbitaba alrededor del Sol. Copérnico publicó su hipótesis poco antes de morir, pero a Galileo sus ideas al respecto le valieron una condena por hereje.

De vocación, matemático

“Me parece que aquellos que solo se basan en argumentos de autoridad para mantener sus afirmaciones, sin buscar razones que las apoyen, actúan de forma absurda. Desearía poder cuestionar libremente y responder libremente sin adulaciones. Así se comporta el que persigue la verdad.” La opinión corresponde a Vincenzo Galilei, padre de Galileo, un músico de espíritu renovador, que defendía el cambio de una música religiosa anquilosada a favor de formas más modernas. Galileo nació en Pisa en 1564, y era el mayor de cuatro hermanos. Su padre tenía grandes esperanzas puestas en él, soñaba con que se convirtiera en un reputado doctor, por lo que lo matriculó en la Universidad de Pisa. Galileo no se sentía demasiado atraído por aquella carrera y pronto se decantó por las matemáticas. Las descubrió como su verdadera vocación, sobre todo tras asistir a las clases sobre la geometría de Euclides que impartía Ostilio Ricci, el matemático de la corte toscana.

No obstante, su padre no veía con buenos ojos que su primogénito se apartara de la medicina. Galileo decidió invitar a Ricci a pasar unos días en verano con él y su familia para convencer a Vincenzo de que le permitiese estudiar matemáticas. Lo consiguió. El joven pudo emplearse a fondo en el estudio de los trabajos de Euclides y Arquímedes, y al cabo de dos años abandonó definitivamente la facultad de Medicina. En 1586 empezó a dar algunas clases privadas en Florencia y escribió su primer ensayo, La Balancitta, en el que describía el método de Arquímedes para averiguar las gravedades específicas de los cuerpos y sustancias mediante el uso de una balanza. Poco después viajó a Roma para visitar a Clavius, un profesor de matemáticas del jesuita Collegio Romano. Quería mostrarle algunos de los descubrimientos que había hecho sobre los centros de gravedad. A pesar de que Galileo causó a Clavius una impresión muy favorable, no logró el propósito principal de su visita: una plaza en la Universidad de Bolonia.

Galileo logró que la prestigiosa Academia de Florencia le invitara a hablar sobre las dimensiones y la localización del infierno de Dante.

De vuelta a Florencia, Galileo impartió charlas, conferencias y cursos, e incluso logró que la prestigiosa Academia de Florencia le invitara a hablar sobre las dimensiones y la localización del infierno de Dante. Todos estos méritos le valieron una plaza en la Universidad de Pisa en 1589, aunque el trabajo no era exactamente como había soñado. El sueldo era miserable y obligaba a Galileo a compaginar la docencia en la facultad con clases particulares. Aquella época, no obstante, fue muy prolífica. Entre otras cosas, compuso un texto en que cuestionaba las explicaciones aristotélicas sobre la caída y el movimiento de los cuerpos, que era la teoría aceptada en aquel momento.

De Pisa a Padua

De las matemáticas apenas podía vivir, y menos aún cuando en 1591 murió su padre. Como primogénito, tuvo que hacerse cargo del sustento de la familia y proporcionar, además, la dote a sus dos hermanas. Las deudas se acumulaban. Su situación se vio agravada por el nacimiento de sus tres hijos, Virginia, Livia y Vincenzo, a pesar de que no estaba casado (Galileo mantuvo una relación con Marina Gamba durante 11 años, en los que jamás vivieron juntos). Como ser profesor de matemáticas en Pisa estaba mal pagado, Galileo empezó a buscar un trabajo más lucrativo. Al final, gracias a las recomendaciones de colegas matemáticos, en 1592 fue a parar a la Universidad de Padua, en la República de Venecia. Allí ejerció la cátedra de matemáticas durante 18 años. Nada más entrar, ya contaba con un salario tres veces superior al de Pisa.

En Padua, Galileo enseñaba geometría euclidiana y astronomía “estándar”, es decir, la geocéntrica. No obstante, Galileo no estaba en absoluto convencido de las teorías de Aristóteles, y en sus clases argumentaba en contra de su visión de la astronomía y la filosofía. También lo hizo en tres conferencias públicas. Aquello provocó un escándalo, dado el crédito concedido a las ideas de Aristóteles, como la de que todos los cambios en los cielos habían ocurrido en la región lunar cercana a la Tierra, o que el reino de las estrellas era permanente e inmutable.

El mensajero sideral

En 1609, Galileo se encontraba en Venecia para pedir un aumento de sueldo cuando le llegó la noticia de que en Holanda se había inventando un instrumento que permitía ver de cerca las cosas lejanas. El francés Jacques Badovere, uno de sus antiguos alumnos, le había mandado una carta desde París confirmando un rumor que se extendía como la pólvora: la existencia de un artefacto con el que contemplar estrellas indetectables a simple vista. Galileo captó de inmediato la importancia del invento y se volcó en la fabricación de su primer telescopio. Diseñó y construyó un aparato de una eficiencia muy superior a la del anteojo holandés: no deformaba los objetos y los aumentaba el doble, es decir, seis veces.

Galileo explicó que la Luna tenía montañas y que la Vía Láctea estaba formada por una miríada de pequeñas estrellas.

Galileo aprendió a pulir sus propias lentes, y al cabo de un mes ya disponía de un instrumento de hasta nueve aumentos. Fue ese segundo telescopio el que llevó ante el Senado veneciano para hacer una demostración de algunos de sus usos. En la cima del Campanile de la plaza de San Marcos, Galileo logró que Murano, situada a 2,5 km de distancia, pareciera estar a apenas 300 metros. Los presentes quedaron totalmente fascinados, y a Galileo aquella jugada le salió que ni pintada, porque el Senado se avino a aumentarle el sueldo, sobre todo después de que el matemático les cediera en exclusiva los derechos de fabricación y comercialización del telescopio. La dicha duró poco. La asamblea veneciana, irritada, pronto le congeló el salario: Galileo les había cedido unos derechos que no tenían valor alguno, sencillamente porque el telescopio no era invención suya.

No iba a conseguir ningún provecho económico, pero sí logró extraer del artefacto un rendimiento científico enorme. Escrutando con él los cielos nocturnos, hizo descubrimientos asombrosos. Realizó las primeras observaciones de la Luna y estableció similitudes entre su orografía y la terrestre, interpretando lo que veía como la prueba de que en el satélite había elevaciones y cráteres. Aquello ponía en entredicho las teorías aristotélicas sobre la perfecta esfericidad de los astros. No fue su único hallazgo: a través del telescopio comprobó que Júpiter tenía cuatro satélites.

Galileo estaba exultante, tanto que redactó a toda prisa un texto al respecto. Se publicó en marzo de 1610, y causó sensación en todo el continente por sus ideas revolucionarias. Se trataba de Sidereus Nuncius (El mensajero sideral). En él, Galileo explicaba que la Luna tenía montañas y que la Vía Láctea estaba formada por una miríada de pequeñas estrellas, describía la composición de la constelación de Orión y constataba que ciertas estrellas visibles son, en realidad, cúmulos de ellas.

Uno de los descubrimientos más relevantes, el de los satélites de Júpiter, lo había realizado a principios de año, cuando vio tres pequeños cuerpos cercanos a aquel planeta. Tras varias noches de observación, advirtió que eran cuatro y que orbitaban a su alrededor. Galileo, con un ojo puesto en obtener una posición en Florencia, bautizó aquellos cuerpos con el nombre de planetas Mediceos (hoy llamados satélites galileanos) en honor a los Medici. Publicó en aquella ciudad un breve texto con sus hallazgos y remitió un ejemplar a Cosimo II de’ Medici, el Gran Duque de Toscana. Con el gesto, claro, Galileo obtuvo su nombramiento como matemático y filósofo de la corte toscana. Finalmente regresaba a Florencia. El duque le había ofrecido, además, una cátedra honoraria en Pisa, sin responsabilidades docentes.

El danés Tycho Brahe había formulado tiempo atrás un modelo a caballo entre la teoría geocéntrica de Ptolomeo y el heliocentrismo.

Allí Galileo continuó con sus investigaciones. Descubrió que Venus mostraba fases como las de la Luna, por lo que dedujo que el planeta debía de orbitar alrededor del Sol, y no de la Tierra. Aquellas observaciones reforzaban el modelo heliocéntrico del universo expuesto por Copérnico y se distanciaban de las teorías del astrónomo danés Tycho Brahe, que tiempo atrás había formulado un modelo a caballo entre la teoría geocéntrica de Ptolomeo y el heliocentrismo. Para Brahe, el Sol y la Luna giraban alrededor de la Tierra inmóvil, mientras que Marte, Mercurio, Venus, Júpiter y Saturno orbitaban alrededor del Sol. Y ese era el modelo secundado por la mayor parte de la comunidad científica del momento.

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La batalla del copernicanismo

Con sus ideas, Galileo se granjeaba adeptos, pero también enemigos, sobre todo en las filas de la Iglesia católica. En 1611 un jesuita alemán, Christoph Scheiner, había observado las manchas solares y publicado sus conclusiones bajo seudónimo: se trataba de las sombras de estrellas próximas al Sol que se interponían entre este y la Tierra. Galileo, que las había estudiado con anterioridad, creía que el jesuita se equivocaba, por lo que en 1613 salió al paso de su interpretación con Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari e loro accidenti. Aquel texto desencadenó una agria polémica y convirtió al jesuita en un antagonista acérrimo de Galileo. Según algunos autores, la enemistad con la orden tendría consecuencias en el proceso que más adelante le abrió la Inquisición, aunque no hay acuerdo al respecto.

Sus afirmaciones comenzaron a meterle en delicados embrollos con la Iglesia, por lo que Galileo defendió que era preciso establecer una total independencia entre la fe católica y los hechos probados científicamente. Aunque admitía que no podía haber contradicciones entre la ciencia y las Sagradas Escrituras, creía que determinados pasajes no debían interpretarse de manera literal. Sin embargo, el movimiento de la Tierra, que no podía demostrar con ninguna prueba, impugnaba lo postulado por la Iglesia. En 1616 la Inquisición condenó las teorías de Copérnico, amonestó a Galileo y le prohibió que las enseñara en sus clases.

Dos años después el matemático se vio envuelto en una nueva polémica con otro jesuita, Orazio Grassi. Este, como el resto de los científicos de la orden, optaba por una fórmula del universo cercana a la de Brahe, puesto que los avances parecían dejar atrás la teoría aristotélica y debía evitarse la copernicana, que seguía prohibida. Grassi afirmó que los cometas eran objetos celestes reales. Contra todo pronóstico, Galileo le respondió que no eran más que ilusiones ópticas. Esa postura cercana al aristotelismo tal vez respondiese a un desquite contra los jesuitas, que poco le habían apoyado previamente. Galileo plasmó esa réplica someramente en Il saggiatore (El ensayador), de 1623, pero en realidad empleó la obra para, aun con la máxima prudencia, contraatacar con sus principios. En ella reflexiona sobre la naturaleza de la ciencia y el método científico, y desarrolla su idea de que el “libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático”. Dedicó Il saggiatore al nuevo papa Urbano VIII, el antes cardenal Maffeo Barberini, que sentía por Galileo un especial afecto.

Pasó los nueve años que le quedaban de vida en arresto domiciliario y sin autorización para publicar.

Pero ni por esas salvó el pellejo. El Santo Oficio, que miraba con lupa todo lo que hacía y decía Galileo, no tardó en abrirle un proceso que le sentenció a reclusión perpetua, pese a que el matemático se retractó formal y públicamente. Pasó los nueve años que le quedaban de vida en arresto domiciliario y sin autorización para publicar. A su aflicción moral se sumaron la ceguera, la artritis y otras dolencias que fueron minando su espíritu. Aun así, consiguió completar la última y más importante de sus obras, Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due nuove scienze. En ella expuso las leyes de caída de los cuerpos en el vacío y elaboró una teoría completa sobre el disparo de proyectiles. Aquella obra se convirtió en la base de la mecánica desarrollada por la siguiente generación de científicos, con Isaac Newton a la cabeza. Finalmente, en 1642, Galileo falleció en compañía de sus dos discípulos, Vincenzo Viviani y Evangelista Torricelli, con los que había convivido en sus últimos años.

Muchos historiadores convienen en que la política tuvo un peso muy relevante en la condena de Galileo, quizás incluso más que la religión. Es probable que Urbano VIII se sintiera presionado por aquellos que le auparon al trono de san Pedro. Algunos expertos opinan que al pontífice le enfureció verse parodiado por el personaje de Simplicius en Il saggiatore. Otros creen que la Iglesia se sintió traicionada tras autorizar a Galileo a publicar el libro sin que este les hubiese advertido de sus inclinaciones copernicanas. En 1992, 350 años después de su muerte, Juan Pablo II admitió que los consejeros religiosos habían cometido errores en el juicio a Galileo. Pero no mencionó que la Iglesia se hubiese equivocado al condenarlo por hereje por pensar que la Tierra orbitaba alrededor del Sol.

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