Fructuoso Rivera hacia la presidencia

Todo hacía pensar que los pecados de Don Frutos habían quedado en el pasado. La opinión pública olvidó su abstención en la formación del ejército unificado de las Provincias Unidas, pues su accionar en las Misiones había disipado toda duda sobre su lealtad y patriotismo. Fructuoso Rivera era presidenciable y con ese fin trabajó, ganando adeptos entre la gente.

El fiel Bernabé lo asistió en la campaña. “Yo trabajo mucho… para ir disponiendo el país a nuestro favor”, le escribió el candidato a su sobrino. Lo respaldaban los soldados que había reclutado en las Misiones y que conformaban el núcleo del nuevo Ejército Nacional.

Entre ellos abundaban los indios misioneros que había arrastrado fuera de su tierra para salvarlos de la impiedad imperial. Su poder crecía día a día, no sólo en Uruguay sino en el sur de Brasil. Tanto fue así, que lord Ponsonby en una carta a lord Aberdeen escribió: “Creo que la mayoría de los habitantes de Porto Alegre y Río Grande do Sul están ansiosos de levantarse contra el Emperador”. Don Frutos tenía entre sus manos los hilos de la intriga separatista, pero la maniobra era demasiado arriesgada y podía poner en peligro al frágil Estado de Cristal. Sin embargo, esta idea inspiraría gran parte de su posterior carrera política.

Entretanto, Lavalleja promovió la renuncia del viejo general Rondeau a su cargo como gobernador interino. Éste se había rodeado de gente demasiado allegada al riñón de Rivera. Lavalleja pretendía que el compadre allanase su camino hacia la presidencia, cuya postulación bien se había ganado.

Lavalleja y Rivera se escribieron cartas para disipar los temores; eran hombres hechos y derechos, debían hablar de frente. Se conocían desde tantos años, cuando eran aún unos muchachos exaltados dispuestos a mostrar su coraje temerario. Entonces todo parecía un juego de mocetones con ganas de exhibir su virilidad en las contiendas, como si fuesen fiestas camperas. Pero había corrido el tiempo y cada cual había aprendido su lección… o creía haberla aprendido.

Entonces, Lavalleja invitó al compadre a la quinta de Rosé en Las Piedras, convencido de que “allí nos comprenderemos los dos, en el concepto que no necesitamos de nadie… porque no necesito ser doctor para saber lo que es la Patria”.

El día señalado fue el 14 de junio de 1830, al mediodía. Lavalleja salió al encuentro de Rivera, y lo esperó al frente de una comitiva para darle la bienvenida. El hombre tenía clavado los ojos en el horizonte, donde el cielo se funde con las cuchillas. Llegó al tiempo indicado y el compadre no se presentó. Las horas fueron transcurriendo, y el sol continuaba su paso inexorable, mientras Lavalleja esperaba y desesperaba. Cada tanto se adelantaba un trecho, atisbaba el horizonte, miraba su reloj con un gesto mecánico, como para conjurar el tiempo transcurrido. ¿Para qué quería mirar las agujas del reloj, si bien sabía qué hora era? Las sombras marcaban el discurrir de la jornada. La mirada de Lavalleja se enturbió. Los acompañantes sabían lo que el caudillo estaba pensando. ¿Sería esta otra chanza de Don Frutos? Luk Godefroy hablaba y hablaba, para atemperar la espera. El sol ya se ponía cuando la ira de Lavalleja estalló… Todo había sido una burla de este malparido, el Pardejón, que sólo pretendía hacerlo rabiar y quedar como un estúpido, esperando todo el día. Estaba por marcharse, cuando en el horizonte se dibujó una línea de polvo. Era Don Frutos que venía a todo galope, gritando el nombre de Juan Antonio… pero éste se había empacado. Molesto, Lavalleja se fue a la estancia, sin esperar al visitante impuntual. Mejor sería reunirse otro día en el Portón de Don Juan Durán, cerca del Peñarol. De encontrarse ese día, quién sabe qué barbaridad haber dicho Lavalleja.

El 15 amaneció nublado con los mismos densos nubarrones que también se cernían sobre las entendederas de Lavalleja. Mandó a decir que estaba enfermo y probablemente haya sido verdad. De bronca, de eso se enfermó. Al final, el 18 de junio los compadres firmaron los papeles; a Rivera le pertenecía la campaña, y Lavalleja era el dueño del Gobierno. De esta forma habría paz.

Al final había triunfado el entendimiento entre compatriotas, aunque por poco la demora cuesta una guerra entre compadres. Había que dar gracias a Dios, por el momento reinaba la inteligencia de las partes; aunque causas no faltarían en el futuro para que no primase la razón.

Poco después le escribió Lavalleja una carta a Pedro Trápani describiendo lo acontecido en esta entrevista. “Nada me gusta esta poca formalidad, que no es propia entre hombres de carácter… Dios quiera que tenga juicio este hombre que cada vez está más loco que nunca”. A pesar de la voluntad y la intención de llegar a un arreglo, las heridas del pasado permanecían abiertas y ejercían una influencia maligna.

Al menos este pacto concedió el tiempo suficiente para jurar la Carta Magna de la República, el 18 de julio de 1830.

Los miembros de la Asamblea, nueve senadores y veintiséis diputados, eligieron presidente y Rivera ganó las elecciones por veintisiete votos contra cinco que consiguió Lavalleja. No había dudas, Rivera era el hombre del momento. El 6 de noviembre juró sobre los Santos Evangelios respetar la Constitución. “Esta será mi divisa” declaró Rivera, exaltado por la emoción.

Lavalleja no quedó nada contento con el resultado, aunque el 6 de noviembre durante la jura presidencial, los compadres brindaron “por nuestra amistad”. Bien sabía Lavalleja que la Convención preliminary de Paz, más precisamente en su Artículo 10, decía textualmente: “Si antes de jurada la Constitución de la misma y cinco años después, la tranquilidad fuese perturbada dentro de ella por la guerra civil, restarán a su Gobierno legal el auxilio necesario para mantenerlo y sostenerlo”. Argentina o Brasil tendrían la excusa perfecta para romper el pacto que daba vida a la nueva nación.

Nada podía hacer Lavalleja que pusiese en juego la soberanía del Uruguay, tan frágil como un cristal y tan predispuesta a saltar como un tapón de champagne.

“La cuna del estado oriental es como la de Hércules, dos serpientes la rodean”, dijo Don Frutos al asumir como presidente, haciendo alarde de una formación clásica que no se le conocía. La misma noche que prestó juramento, Antonio Lavalleja, Eugenio Garzón, Manuel Oribe y Juan Francisco Giró asistieron a la representación de una obra que, casualmente, se llamaba Tiempo de Patriotismo.

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Extracto del libro LA PATRIA POSIBLE: El general Fructuoso Rivera y las guerras civiles argentinas de Omar López Mato.

 

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