El 4 de noviembre de 1964, Ezequiel Martínez Estrada dejaba este mundo. Detrás suyo, como legado, quedaba uno de los corpus más originales de la historia de la ensayística argentina y millones de críticos que consideraban que la obra de su vida había sido una basura.
Tal contraste venía dado por una larga trayectoria oscilante en la vida intelectual de Martínez Estrada. Él se había iniciado como poeta y fue por eso que se hizo conocido en primer lugar, que ganó el Premio Nacional de Literatura en 1933, y que comenzó a codearse con los grandes intelectuales del ámbito porteño de la época. A pesar de cargar con todo eso a cuestas, a inicios de la década del ’30 pegó un volantazo en su carrera y abandonó la lírica por el ensayo, género al que abrazó como propio y en el que se destacaría históricamente. La causa del abandono: la urgencia de la situación presente.
Antes de que se produjera el cambio, según sus propios recuerdos, Martínez Estrada estaba releyendo el Facundo de Sarmiento para preparar un artículo sobre su natalicio, cuando se produjo el golpe de Uriburu en septiembre de 1930. Azorado, caminó por las calles por las que veinte años antes durante las fiestas del Centenario habían circulado desfiles, y contempló como todo eso mismo se llenaba, en sus palabras, de “aguas turbias y agitadas”. Tuvo la sensación, apoyada por su reciente relectura del texto sarmientino, de que nada había cambiado y de que frente suyo aparecía casi como “una revelación […], un pasado cubierto de una mortaja pero no muerto ni sepultado”.
Por sugerencia de su amigo Samuel Glusberg, al que le comentó todo esto, se sentó y escribió su primer gran ensayo “de acoso”, como lo llamó su biógrafo Christian Ferrer: Radiografía de la pampa (1933). Este libro, muchas veces considerado como el primer texto revisionista de la historia argentina, se proponía correr el velo y mostrar de qué forma todo lo que un argentino percibía como realidad no era más que una triste ficción. Para Martínez Estrada, la historia argentina entera había sido una construcción mítica, algo que la tradición liberal había reforzado como forma de estructurar la identidad nacional, pero que reposaba, finalmente, sobre bases endebles. En la línea del famoso dicho que asegura que aunque la mona se vista de seda, mona queda, según él, debajo de la idea tan difundida en ese momento de que la Argentina era un país grande y poderoso, estaba el verdadero país, un país signado por poderosas fuerzas brutales que eran imposibles de ocultar por mucho tiempo.
Por supuesto, mucho de lo que planteó Martínez Estrada – en este y en otros ensayos posteriores como La cabeza de Goliat (1940), Sarmiento (1946) o Muerte y transfiguración de Martín Fierro (1948) – cayó mal. Como otros escritores latinoamericanos de la época, estaba inscripto en una lógica pseudocientífica y se apoyaba en términos clínicos (en el caso de Radiografía… desde el mismo título) para argumentar que la nación sufría de un mal psicológico o espiritual. Sin embargo, a diferencia de otros autores, como José Carlos Mariátegui, por ejemplo, Martínez Estrada no usó datos ni fuentes. Su estilo era hiperbólico, musical, “melancólico”, como lo llamó Borges. Sumida en lo poético del caos, Radiografía… no se lee como una hipótesis o como un diálogo de ideas, sino como una certeza. Martínez Estrada, según esta lectura, se erigía como un profeta, una especie de iluminado, experto en todo lo que lo rodeaba, que gritaba estas verdades lo más fuerte que podía con el fin de “introducir un fermento desorganizador en la masa inerte de la rutina del rebaño”.
El problema de los profetas es que no están obligados a plantear soluciones frente al apocalipsis, por lo que para la Argentina de Martínez Estrada no hay salvación. El férreo determinismo por el cual él sostenía que era imposible escapar a los mitos de los que mamaba este país – mitos que lo habían mantenido vivo desde que los españoles llegaron y se desilusionaron con lo que encontraron – lógicamente, no era un discurso convocante.
La influencia más marcada que tuvo se produjo hacia mediados de la década del cincuenta, cuando la izquierda intelectual de Contorno y Ciudad intentó darle un lugar, pero sus conclusiones apocalípticas, más allá del revisionismo, hicieron de Martínez Estrada un profeta sin rebaño. Estar en soledad, aunque incómoda, resultó a veces benéfica ya que le permitió seguir su propio camino y escapar definitivamente a las clasificaciones generacionales y a las modas ideológicas. En esta línea, firme negador de dicotomías y clichés, llegó a conclusiones de gran lucidez para su época, como por ejemplo la presentada en ¿Qué es esto?, un ensayo de 1955 en el que veía que el peronismo, al responder a la “realidad profunda” argentina, era algo que venía de antes y que duraría “cien años más”.
Hacia el final de su vida, luego de una breve vuelta a la poesía y de un intenso romance con las ideas revolucionarias cubanas (que lo alejaron más de grupos intelectuales como el asociado a la revista Sur), se estableció definitivamente Bahía Blanca, donde falleció en 1964. Aún hoy es considerado como una figura enigmática e incómoda en el canon de las letras argentinas, pero su nombre y sus ideas, tristemente vigentes, hacen de Ezequiel Martínez Estrada un autor ineludible.