Su nombre: Jorge Alejandro Newbery. Su nacimiento: Buenos Aires, 27 de mayo de 1875. Sus artes y oficios: ingeniero electricista, aviador, funcionario, hombre de ciencia, boxeador, nadador, recordman, esgrimista, piloto de autos de carrera, remero, atleta… Y por si algo faltara, un caballero.
Porteño hasta la médula por nacimiento y elección, ¡vivió en la calle Florida! Fue hijo de Ralph Newbery, dentista norteamericano -algo de sangre sajona tenía que correr por venas tan audaces y sin límites-, y de la dama criolla Dolores Malargie.
Apenas a los ocho años viajó solo a los Estados Unidos y vio, deslumbrado, la inauguración del puente de Brooklyn (1883), símbolo de un país que ya había decidido su destino de imperio (363 premios Nobel), de potencia (sin su intervención, la Segunda Guerra Mundial estaba perdida) y de máxima usina de inventos.
Y sus ojos, aunque muy jóvenes, algo trajeron de vuelta al Río de la Plata.
Bachiller en 1890 en escuela escocesa San Andrés, Olivos, vuelve a los Estados Unidos para estudiar ingeniería en la Cornell University, y a sus 18 años en el Drexel Institute de Filadelfia, es alumno de un monstruo sagrado de la ciencia: Thomas Alva Edison, el Mago de Menlo Park, el hombre que iluminó su país con las primeras luces eléctricas y patentó, hasta sus 83 años, más de mil inventos -de ellos, diez que cambiaron el mundo-, y que casi niño vendía diarios en los trenes…
¿Cómo un Newbery no iba a retornar a su patria, justo cuando moría la aldea y nacía la gran ciudad? Y así fue. Con su título de ingeniero electricista debajo del brazo empezó a trabajar ¡como jefe a los 22 años! en la Compañía Luz y Tracción del Plata. Dos años más tarde se inscribe en la Armada Argentina como ingeniero, pero agrega otras tareas: profesor de natación en la Escuela Naval, y enviado especial a Londres para comprar material eléctrico.
Fin de siglo: 1900. Adiós a la Armada. Paso a don Jorge Newbery, flamante director general de Instalaciones Eléctricas, Mecánicas y Alumbrado del municipio porteño, cargo que mantuvo por el resto de su vida. Pero algo faltaba en su escudo de armas, y llegó: en 1904, profesor de Electrotecnia en la Escuela Industrial de la Nación, luego la famosa y actual Otto Krause.
Retornó a los Estados Unidos, invitado al Primer Congreso Inernacional de Electricidad, en Saint Louis, y luciéndose con un trabajo de ochenta páginas que todavía guarda la Sociedad Científica Argentina. No fue todo: pasó por congresos similares en Londres y Berlín. Pero los misterios y milagros de la electricidad no ocupaban toda su vida.
Nadaba como un pez, boxeaba según las mejores artes y reglas del marqués de Quensberry (“Amainaron guapos junto a tus ochavas / cuando un cajetilla los calzó de cross”: el cajetilla del tango Corrientes y Esmeralda… era Newbery), nadie le hacía sombra en las pedanas cuando empuñaba sable o florete, remaba como un campeón de Oxford o Cambridge, y se entreveró en las pretéritas carreras de autos que desde 1901 atronaban el pacífico barrio de Belgrano…
En 1911, ante un gran premio, apareció al volante de un Balsier especial que trajo de Europa, picó en punta, hizo el mejor tiempo, y le ganó a su amigo y rival Ignacio del Carril. Pero la tierra ya no tenía secretos para él. Miraba el cielo a toda hora, oía las polémicas (Nada más pesado que el aire puede volar, “¿sí o no?”), y tenía noticias del paraguayo Silvio Pettirossi, el peruano Jorge Chávez, el mexicano Alberto Braniff, herederos latinos de la hazaña de los hermanos norteamericanos Wilbur y Orville Wright, que el 17 de diciembre de 1903, en Kitty Hawk, Carolina del Norte, volaron por primera vez en un biplano a motor… durante 12 segundos y 40 metros. Eran fabricantes de bicicletas, construyeron su máquina voladora, bautizada Flyer One, y probaron que algo más pesado que el aire ¡podía volar!
En adelante, y después de conocer al aeronauta brasileño Alberto Santos Dumont, Newbery dejó toda otra pasión de lado y desafió al espacio.
El 25 de diciembre de 1907, a bordo del globo aerostático Pampero y acompañado por Aarón de Anchorena, cruzó el Río de la Plata desde Palermo -en el hoy Campo Argentino de Polo-y aterrizó en Uruguay.
El regreso, por primera vez entre tantas hazañas, reunió a una muchedumbre coreando su nombre y arrojando sus sombreros por el aire.
Pionero en todo o casi todo, después del cruce fundó el Aero Club Argentino en la quinta Villa Ombúes, de Ernesto Tornquist, barrio San Benito, cerca de las Barrancas de Belgrano.
Y el aire le cobró su cuota de tragedia: el 17 de octubre de 1908, su hermano Eduardo y el sargento primero Romero desaparecieron en el mismo globo, el Pampero, y sus cuerpos jamás fueron hallados.
Pero Jorge no cesó, pese a lo peligrosos que eran los globos. Voló en El Patriota, en el Huracán -así bautizado por el club de fútbol-, y con éste batió el récord sudamericano de duración y distancia: 550 kilómetros en 13 horas.
Obsesionado, cumplió cuarenta vuelos en globo en tres años, y en homenaje a su hermano muerto construyó el Eduardo Newbery de 2.200 metros cúbicos: el más grande que haya remontado en el país.
Llega 1910. Año del Centenario. Y Jorge -más que un símbolo- logra su brevet de piloto de aviones, y no para hasta que el presidente Roque Sáenz Peña funda la Escuela Militar de Aviación: primera en América latina, en Caseros y con J.N. como presidente inaugural.
Y las epopeyas no cesaron. Cruzó el Río de la Plata en el monoplano Centenario, un Bleriot Gnome de 50 HP, ida y vuelta en el mismo día.