Ettore Scola: La muerte no existe

Vi mi primera película de Ettore Scola cuando empezaba a estudiar cine. Era ese momento irrepetible en el que uno busca sus referentes sin ser siquiera consciente de ello. Forjábamos nuestro gusto en las cafeterías. Proclamábamos nuestras señas de identidad en camisetas y pegatinas que decoraban nuestras carpetas, entre la pose y la inocencia, entre la imitación y la arrogancia. Ir a ver ésta o aquella película implicaba alinearse, tomar partido; elegir entre la luz o la oscuridad, gustarle a esta chica o a aquella otra. Discutíamos en realidad los términos nuestro futuro, nosotros, que todavía ni siquiera teníamos pasado; la vida era una pizarra limpia en la que todo estaba aún por escribirse, y el cine, ese oscuro objeto de deseo.

Sucedió en una sala que ya no existe. La película se llamaba Maccheroni, y contaba el reencuentro en Nápoles de dos viejos amigos, Antonio y Robert, que interpretaban Marcello Mastroianni y Jack Lemmon. Este había formado parte del contingente de tropas norteamericanas que liberaron Italia en los años cuarenta, y no habían vuelto a verse desde entonces. Pero el recuerdo que los dos conservan de aquel momento es muy diferente. El del americano es una fotografía movida, imprecisa, de contornos difuminados. El italiano conserva por el contrario un retrato vívido de su amistad, colmado de anécdotas y de emoción; una imagen de colores brillantes, que ha cultivado a lo largo de todo ese tiempo y ha mantenido siempre a la vista, en un lugar privilegiado de su memoria. Una imagen en la que a Robert le cuesta reconocerse. Dos hombres, en realidad dos formas de ver la vida, dos culturas. Dos amigos.

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Es difícil elegir una secuencia en Maccheroni. Está llena de momentos conmovedores. Pero tengo debilidad por la secuencia en la que Antonio, el personaje que interpreta Mastroianni, interpela a su madre como a un oráculo napolitano por el futuro de su amigo, en uno de los monólogos más bellos que yo he escuchado en una sala de cine. “La vida elige al que la ama”, contestará la Mamma entre dientes. Su hijo, con una manguera en la mano que mueve arriba y abajo empapándolo todo, y conjurando así de paso cualquier atisbo de solemnidad, traduce: “La muerte en sí no existe. ¿Acaso borra lo que un hombre ha hecho en vida? ¿Borra sus méritos, su legado? No. Así que… Muerte, ¿qué eres? No eres nada. Te gustaría ser tan importante como la Vida. Pero la Vida dura una vida, amiga mía. Y tú, Muerte, solo duras un instante, el instante en el que llegas.”

Invité a media docena de amigos a ver la película. Los llevé por separado, a sesiones diferentes, porque en realidad era yo el que quería volver a verla una y otra vez. Tenía diecinueve o veinte años, y decidí secretamente que, si alguna vez llegaba a hacer películas, debía intentar que se parecieran a aquella.

Poco después se estrenó La familia, de la que recuerdo el largo pasillo de la casa familiar, el eco de las conversaciones de varias generaciones resonando en sus habitaciones vacías. Y recuerdo las discusiones en la mesa, y también los silencios. Y los juegos inocentes que aterrorizan a los niños, y la justa indignación de Carlo, un intelectual de la época al que interpretaba Vittorio Gassman, ante la amenaza creciente del fascismo en Italia. Pero sobre todo recuerdo su relación con Adriana, a la que prestaba su belleza y su talento Fanny Ardant. Ellos, que tanto se habían amado, se reencuentran pasados los años en la vieja casa familiar, y apenas murmuran saludos, cortesías, silencios: tienen tantas cosas que decirse que sólo son capaces de callar. Así que sonríen con irremediable nostalgia y guardan bajo llave lo que sienten. Pero conservan los dos en la memoria una habitación compartida, luminosa, que visitan con inconfesable frecuencia. Una habitación donde los enamorados que una vez fueron conversan sin descanso, y ríen a veces, recordando maravillosos instantes, inolvidables sucesos que jamás sucedieron.

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No olvidaré nunca tampoco Una jornada particular: la historia de amor imposible entre Antonietta y Gabrielle en la Roma de Mussolini, las medias agujereadas de ella, el futuro incierto de él. Ni la secuencia final de ¿Qué hora es?: sentados en una estación, un padre y su hijo conjuran el silencio preguntándose la hora como en un juego infantil, asomados los dos al abismo de la despedida. Ni olvidaré Feos, brutos y sucios. Ni Nos habíamos amado tanto. Ni La cena. Ni El baile. Ni.

Una pintada de Ettore Scola en las paredes de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, reza: “La duda de los artistas es la riqueza del mundo”. La suya lo fue. Sabía que en el cine, como en la vida, importa más lo que se calla que lo que se dice. Por eso sus películas te hablan al oído, en el tono amable de la confidencia. Eligen la sugerencia y la duda. Abren los cajones solemnes de la tragedia con la llave del humor, de la ternura; y retratan los dramas cotidianos de la gente corriente, mostrando lo que de extraordinario hay en ellos. Siempre he creído que para hacer buen cine no basta con saber mucho de cine. Hay que saber también de la vida. Viendo sus películas, no es difícil adivinar que Scola sabía de las dos cosas. La patria de sus personajes son a menudo sus sueños, y sus desventuras nos hablan de la difícil conciliación entre nuestras esperanzas y la realidad, casi siempre más áspera. De esa fricción nace también, a fin de cuentas, la necesidad de escribir.

Sentados los dos en un espigón, en el puerto de Nápoles, Antonio cuenta a su amigo Robert que ha muerto varias veces a lo largo de su vida, y siempre ha resucitado. Es algo normal en su familia. Por eso cada vez que fallece, en el velatorio, acostumbran a anudarle un cordel en la muñeca, del que cuelga una campana. Cuando escuché la noticia de su muerte el 19 de enero de 2016, imaginé a Scola como al protagonista de su película, con un cordel anudado a la muñeca. Y compruebo también que Antonio tenía razón: la muerte no existe. Dura apenas un instante, y es insignificante, no puede borrar lo que un hombre hizo en vida. La vida, por el contrario, dura toda una vida. Elige al que la ama, y Ettore Scola, de eso no tengo duda, amaba la vida.

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