Elsa Hildegard Plötz nació el 12 de julio de 1874 en Świnoujście (actual Polonia, entonces perteneciente a Alemania), hija de Ida Marie Kleist, pianista, y Adolf Plötz, masón. A los 18 años se escapó a Berlín, tras la muerte de su madre, a vivir con una tía y a liberarse de su misógino padre. Contrajo sífilis (a la que trató con mercurio -sustancia que a cualquier ser humano hubiera matado, a ella le dio vida extra-) en un cabaret en el que trabajó algunos años como corista para subsistir económicamente y donde pudo empezar a expresarse artísticamente (armaba coreografías y escenografías, además de diseñar vestuarios y maquillajes). Durante esos años de malaria monetaria, también posó como estatua griega para artistas y frecuentó los bohemios círculos del teatro berlinés. Estudió arte en Dauch, antes de casarse con el arquitecto August Endell en 1901, con quien mantuvo una relación abierta. En 1902 se enamoró del poeta y traductor, amigo de su marido, Felix Paul Greve, y al año siguiente se fueron a vivir los tres a Palermo. El menage a trois residió también en Wollerau (Suiza) y en Le Touquet-Paris-Plage (Francia), hasta que, en 1906, Elsa y August se divorciaron y Elsa y Felix regresaron a la capital alemana, donde se casaron al año siguiente. En 1910, después de que Greve fingiera suicidarse para zafar de las inmensas deudas que lo acosaban, cruzaron el Atlántico a vapor y se mudaron a una granja en Kentucky. Al poco tiempo de instalados en el estado del sureste estadounidense, entre vacas, cerdos y maizales, su consorte se fue y ella emprendió camino hacia el norte hasta llegar a Nueva York, donde conoció a quien sería su tercer marido, el falso Barón alemán Leopold von Freytag-Loringhoven. Se casaron en 1913 en la Gran Manzana y fue a partir de ese momento que comenzó a ser conocida como “la Baronesa dadaísta”.
Elsa ya tenía 39 años, era una mujer viajada y en su madurez intelectual (ya para sus 22 había leído a San Agustín, Novalis, Goethe, Flaubert y a Holderlin…). Había vivido tanto -y tan intensamente- que el mundo le parecía pequeño, pero ella lo hacía grande, tanto como esa ciudad que en ese momento la albergaba, Nueva York. El Greenwich Village se había convertido en epicentro de una vanguardia europea, el dadaísmo, un movimiento artístico surgido durante la Primera Guerra para romper con las convenciones, el academicismo y toda mirada burguesa con respecto a lo creativo. Fueron Marcel Duchamp y Man Ray quienes más entendieron que Elsa era una obra de arte en sí misma, estaban fascinados por su comportamiento y esa voracidad por la vida que tan incómoda resultaba para la sociedad. La filmaron depilándose, pero el celuloide se perdió en 1921 antes de haber podido ser revelado. El hecho artístico pasó a la historia gracias a una carta que Man Ray le escribió al teórico dadaísta Tristan Tzara, en la cual describió el modo provocativo, algo morboso y altamente sexualizado de su performance. La obra se titulaba “Elsa, la Baronesa von Freytag-Loringhoven, se afeita el vello púbico” y consistía en una escena en la que la protagonista aparecía desnuda mientras un hombre le rasuraba el monte de Venus. La obra buscaba provocar un rechazo generalizado, no solo por lo voyerista sino porque Elsa ya tenía casi cincuenta años y su cuerpo ya no apelaba a la belleza normativa de la época; la belleza asociada a la juventud. El propio acto de mostrarse desnuda ya era una ofensa acentuada por el afeitado del pubis con la extrema delicadeza y precisión de un barbero.
Las performances y los happenings (dos formas de arte visual donde el componente actuacional resulta fundamental) fueron dos de las tantas formas y estilos artísticos que la Baronesa desarrolló a lo largo de su vida. Durante 1903 y 1904, Elsa viajó por Italia, donde realizó una de sus primeras actuaciones, concretamente un happening. Fue en Nápoles, en el Gabinete Secreto del Museo Arqueológico, una estancia todavía conservada hoy día, la que a principios del siglo XX estaba prohibida para el público femenino porque se mostraban piezas artísticas eróticas de la Antigua Roma. Allí, por azar, sin permiso y espontáneamente, comenzó a pasearse por la sala, rompiendo tanto con las normas machistas como con el rol de género que la sociedad le había impuesto, observó con detenimiento los objetos fálicos y los frescos con posturas sexuales, realizando así una intervención artística sin planificar, un happening que cuestionaba la no actancia de las mujeres en un periodo donde realmente se alzaba la libertad de las nuevas mujeres como ella. Elsa no solo creía fervorosamente en la libertad hasta el libertinaje, sino también en que todas las mujeres deberían “caminar con música” y, en los primeros años del siglo XX, ella misma se paseaba majestuosa por las calles de Nueva York con un sujetador confeccionado con dos latas de tomate, pasteles a modo de sombreros, el cráneo rapado y teñido de rojo, pestañas postizas hechas con plumas de loro, faros de coche centelleando en la parte trasera de sus vestidos (eso cuando los llevaba: a menudo fue arrestada por desnudez pública) y, colgando del cuello a modo de medallón, una pequeña jaula para pájaros con un canario vivo dentro, acompañada por cinco perros callejeros atados con una correa dorada. Era una performer nata, su vida era su gran obra y la vivía con poesía.
La discusión más importante en torno a la figura de Elsa dentro de la historia del arte gira en torno a si fue o no la “creadora” de “Fuente” de Duchamp. La prueba más potente sobre que ella estuvo detrás de la idea viene de la mano del artista francés, quien, en una carta a su hermana, la pintora Suzanne Duchamp, dos días después de que el urinario fuera rechazado, aseguró que no fue él sino una “amiga” quien había sido la responsable. Otro dato que inclina la balanza hacia la baronesa es que utilizaba el pseudónimo de R. Mutt durante su estancia en Filadelfia. Elsa y Duchamp (a quien llamaba M’ars) establecieron un vínculo muy estrecho e incluso ella realizó un retrato dadá que se encuentra en el Whitney Museum. A ciencia cierta, no es posible comprobar si la idea o el objeto también salieron de la mente de Elsa, y la historiografía se inclina hoy todavía por continuar con el relato histórico androcéntrico ya conocido.
Murió asfixiada en París. El 14 de diciembre de 1927, a los 53 años, amaneció muerta en su departamento con las perillas del gas del horno abiertas. Supuestamente fue enterrada en la sección más pobre del cementerio Père-Lachaise. La baronesa dadá Elsa von Freytag-Loringhoven murió sin encontrar reconocimiento a su transgresora manera de entender el arte y la vida. -Reivindicar la autoría del urinario hubiera sido, bajo la lógica de la baronesa, una actitud demasiado burguesa-. Pocas historias como las de Elsa. Pocas. Vivió con una libertad que no necesitaba de teorías ni de la mirada del otro, una libertad que la llevó a ser ella misma una obra de arte. Decir que fue poeta, pintora, performer, escultora sabe a poco, porque fue, sobre todo, un espíritu creativo e indómito, que nunca se detuvo y que hoy es reivindicada como una personalidad indispensable para la revisión historicista feminista –archi necesaria- de la historia de las vanguardias del siglo XX.