A todos los males que aquejaban al país debían agregarse los problemas ocasionados por los charrúas, que “como avispas robaban, destruían e incendiaban campos”, según los testimonios de los dueños de las estancias víctimas de sus correrías. La situación se hacía intolerable. Algo debía hacerse porque estas tropelías desalentaban toda inversión o progreso de la región. Durante el Gobierno interino de Lavalleja se había tomado la decisión política de reprimir a estos seiscientos aborígenes que cometían todo tipo de desmanes. “Eran malvados que no conocían freno alguno”, le escribió Lavalleja al compadre. La decisión de terminar con los charrúas.
La decisión de terminar con los charrúas estaba tomada, el consenso era nacional. Algo debía hacerse al respecto y Rivera optó por resolver el problema de una vez y para siempre, con su particular estilo. Amparándose en la confianza que los charrúas habían depositado en él, desde los no tan lejanos tiempos del Protector y la campaña de las Misiones, Don Frutos les dio cita en el potrero de Salsipuedes.
Existía entre las distintas etnias aborígenes que habitaban suelo uruguayo un enfrentamiento milenario. Los charrúas habían expoliado a los pueblos vecinos, especialmente a los guaraníticos de las Misiones, a los que habían sometido en más de una oportunidad.
Por esa razón, a mediados del siglo XVIII un ejército de tapes (o guaraníes) conducidos por jesuitas, había enfrentado a los charrúas, matando a más de quinientos en la contienda. Sin embargo, esto no fue obstáculo para que los charrúas se rearmasen para combatir contra los aborígenes vecinos y los españoles. De hecho, los charrúas ya casi habían desaparecido por el mestizaje con las tribus a las que habían sometido durante sus incursiones. Lo único que preservaban era su modo de vida nómade y sus tendencias belicosas. Sólo Artigas pudo contener sus andanzas y redireccionar su espíritu guerrero contra los godos, al principio, y contra los porteños cuando los acontecimientos así lo hicieron necesario. El hecho que en la batalla de Carumbé (27 de octubre de 1816) Artigas confiase su escolta a los charrúas, era una muestra de la lealtad que le debían estos guerreros indómitos. Entre ellos se destacaba el caciquillo Manuel Artigas, que algunos suponían hijo del caudillo.
Desaparecido el Protector, la indiada volvió a sus viejos hábitos de robos y saqueos, además de dar albergue a malvivientes que se sumaban a sus correrías. Eran el azote de los cristianos de la zona, comprometiendo el progreso de la comarca, además de continuar con su antigua confrontación con las otras etnias indígenas.
“Por tercera vez los charrúas han vuelto a robarme la Estancia de las Cañas, llevándose como 400 cabezas de ganado, según se calcula por la rastrillada, dejando degollado a un muchacho de 9 años, y no se sabe si llevaron o dejaron asesinado a otro peón como de 14 o 16”.
Cartas y denuncias como estas se sucedían a diario, concitando el malestar de la población.
“Nada contribuye más a la multiplicación de los crímenes, que la facilidad de cometerlos impunemente”, escribía un hacendado en El Universal del 23 de diciembre de 1830. En la misma nota, confesaban estar persuadidos de que “el Gobierno adoptará para evitarlos medidas eficaces”.
El mismo Rivera le había expresado al barón de Laguna su opinión sobre los charrúas, cuando éste consultó su parecer.
“Son los charrúas, excelentísimo señor, unos restos preciosos por su oriundez, pero detestables por su carácter feroz, indómito, errante, sin anhelo, sin industria, sin virtudes; por consiguiente, tan sangriento, que iguala, si no excede, a los natches e iroqueses. Con ellos no hay paz durable sino aquella que se compra con el oro o se asegura por el terror de las bayonetas. Ni hay amistad ni relación tan fuerte que no ceda a los furores de la embriaguez o la codicia de un saqueo; razón por la que los habitantes del Queguay o Río Negro son obligados a emplear una parte de su fortuna en adormecer la crueldad de tan funestos vecinos y vivir en atalaya continua para salvar la otra de un golpe sorpresa”.
A pesar de seguir presentando a los indígenas como “un pueblo informe, bárbaro y sanguinario ciertamente”, Don Frutos reclama para ellos “los derechos más sagrados a la consideración de los hombres”. Y señalando al barón de Laguna “el carácter humano que ha ostentado en todas las escenas de su Gobierno” le aconseja la organización de una fuerza competente, “para contenerlos, si esto basta, y para aterrarlos, si esto es preciso”. “Colocando a su frente un jefe valiente, pero filántropo; activo, pero no temerario; hágase luego al charrúa una intimación para que abandone la vida errante y se dedique a cultivar los mismo campos que ahora destruye; dénsele útiles para sembrar y algún ganado para subsistir; por fin, promuévase entre ellos el conocimiento del Evangelio, predicando con el ejemplo de hombres apostólicos, y déjese lo demás al tiempo, que fieles a su índole irán mostrando la senda que debe seguirse para perfeccionar un pensamiento, que ya hemos visto realizado en el Paraguay por simples misioneros, en Sierra Leona por una sociedad de filósofos y en Estados Unidos por los esfuerzos de un Gobierno que ojalá tuviese tantos imitadores como son los jefes que se hallan en el caso de hacer grandes bienes sin agravio de la humanidad”.1
Durante los tiempos del Gobierno portugués Rivera pensaba que aún podía resolverse el problema charrúa mediante la prédica religiosa; pero para 1831, al igual que el resto de la conducción política, su opinión había cambiado.
Rivera se hizo eco de las demandas, que eran las de gran parte de la comunidad. Era un clamor generalizado, una exigencia colectiva ante la inseguridad. Del maestro Catalá2 en Paysandú al hacendado británico, Mr. Noble, todos exigían la desaparición de los charrúas o su envío a la Patagonia. El mismo Lavalleja durante su Gobierno había tomado medidas en ese sentido.
Como primera resolución se hicieron grandes redadas para apresar a los desertores del ejército, proclives a asociarse con los charrúas en la práctica del abigeateo. En segundo lugar, se envió al general Laguna a tomar contacto con los aborígenes para apalabrarlos en caso de una próxima guerra contra el Brasil. Laguna les dijo que para organizar su accionar, el mismo presidente se pondría en contacto con ellos. Convencidos de la buena fe de la convocatoria, los charrúas quedaron en trasladarse a las puntas del Queguay, en el potrero de Salsipuedes, donde habrían de encontrarse con el amigo Rivera.
La campaña fue llevada a cabo en el mayor sigilo, de hecho no existen documentaciones históricas sobre lo que realmente ocurrió. Los textos de Manuel Lavalleja y Antonio Díaz —que no coinciden en su relato— fueron escritos años más tarde y pesan sobre ellos la parcialidad política, propia de tiempos de enfrentamientos, y las distorsiones características de las evocaciones personales escritas mucho después de este terrible encuentro.
El presidente Rivera llegó el 11 de abril de 1831 a la hora señalada al potrero de Salsipuedes, donde ya se habían instalado los aborígenes junto a sus mujeres y niños. Marchaban al encuentro de un viejo amigo que prometía agasajarlos, festejando el reencuentro. Hubo carne de yegua asada, carneros y vino, mucho vino y aguardiente, que corrió de boca en boca. Entre gritos y abrazos, la indiada celebró la amistad con Don Frutos, el ahora presidente de los orientales.
Así relató este encuentro el general Rivera en su informe a la Legislatura.
Cuartel General, Salsipuedes, Abril 12 de 1831.
Después de agotados todos los recursos de prudencia y humanidad, frustrados cuantos medios de templanza, conciliación y dádivas pudieron imaginarse para atraer a la obediencia y a la vida tranquila y regular a las indómitas tribus de charrúas, poseedoras desde una edad remota de la más bella porción del territorio de la República; y deseoso, por otra parte, el Presidente General en Jefe de hacer compatible su existencia con la sujeción en que han debido conservarse para afianzar la obra difícil de la tranquilidad general; no pudo temer jamás que llegase el momento de tocar, de un modo práctico, la ineficacia de estos procederes neutralizados por el desenfreno y malicia criminal de estas hordas salvajes y degradadas. En tal estado, y siendo ya ridículo y efímero ejercitar por más tiempo la tolerancia y el sufrimiento, cuando por otra parte sus recientes y horribles crímenes exigían un ejemplar y severo castigo, se decidió a poner en ejecución el único medio que ya restaba, de sujetarlos por la fuerza. Mas los salvajes, o temerosos o alucinados, empeñaron una resistencia armada, que fue preciso combatir del mismo modo, para cortar radicalmente las desgracias, que con su diario incremento amenazaban las garantías individuales de los habitantes del Estado, y el fomento de la industria nacional, constantemente depravada por aquéllos. Fueron en consecuencia atacados y destruidos, quedando en el campo más de cuarenta cadáveres enemigos y el resto con 300 y más almas en poder de la división de operaciones. Los muy pocos que han podido evadirse de la misma cuenta, son perseguidos vivamente por diversas partidas que se han despachado en su alcance, y es de esperarse que sean destruidos también si no salvan las fronteras del Estado. En esta empresa, como ya tuvo el sentimiento de anunciarlo el Exmo. Gobierno, el cuerpo ha sufrido la enorme y dolorosa pérdida del bizarro joven teniente D. Máximo Obes, que como un valiente sacrificó sus días a su deber a su patria: siendo heridos a la vez el distinguido teniente coronel D. Gregorio Salado, y los capitanes D. Gregorio Berdum, D. Francisco Estaban Benítez, y seis soldados más.
El Presidente General en Jefe no puede menos que recomendar mal Exmo. Gobierno la brillante conducta, constancia y subordinación que en esta jornada y en el curso de las atenciones de la campaña, han desplegado los S.S. Jefes, oficiales, y tropa de los cuerpos expedicionarios; muy particularmente los recomendables servicios que en ella han rendido el Sr. General D. Juan Laguna, y el coronel Bernabé Rivera, como igualmente los demás Jefes y oficiales del E.M.D. y edecanes del General en Jefe han llenado honorablemente sus deberes. El mismo reitera al Exmo. Gobierno las seguridades de su más alta consideración y distinguido aprecio, con que tiene el honor de saludarle.
Fructuoso Rivera3
Ningún diario de Montevideo se mostró muy interesado por lo acontecido, ni la sociedad uruguaya de entonces se desgarraba las ropas por la desaparición de etnia tan complicada. Rivera había cumplido su misión y eso era más que suficiente. Los medios poco importaban si el fin era el de sacarse a los indios de encima.
Muchos años más tarde, en 1881 para ser más precisos, aparecieron testimonios diversos sobre lo acontecido ese día. Esta es la versión del general Antonio Díaz.
Exterminio de los indígenas
Las tribus charrúas eran, como se ha dicho poco numerosas y a consecuencia de sus guerras intestinas primero, y de la persecución de que fueron objeto por largo tiempo, después, quedaron reducidos a un número insignificante, que no pasaría de 150 a 200 hombres de lanza, fuera de la chusma que era relativamente reducida.
Siguiendo pues sus hábitos, vivían donde la soledad, y crecido número de animales podía proporcionarles una vida a cubierto de la persecución, abundante alimento, y cebo a su rapacidad.
Los ríos Arapey, puntas del Queguay, Cuareim y Yaguaron, así como la costa del Río Negro arriba, eran sus campos de residencia habitual. Inútil es decir que los hacendados de aquellos parajes eran los proveedores de tales huéspedes, con los que se veían obligados a guardar toda clase de contemplaciones, para conservar al menos la vida tolerando la ruina de sus intereses.
Fue en tales circunstancias que una junta de hacendados encabezados por un estanciero inglés llamado Diego Noble concibieron la idea de reunir una cantidad de dinero, y ponerla a disposición del Gobierno con destino de promover los medios de hacer desaparecer del país a los referidos indígenas. La cantidad reunida montaba a 30 mil pesos, con la cual se pretendía que se arrojase a los charrúas a otras costas habitadas por indígenas. Era por este tiempo Ministro del señor Rivera, y consejero privado de éste, el doctor D. Lucas José Obes, a quien el señor Noble se presentó con el motivo indicado. El general Rivera, que era hombre de expedientes, encontró muy pronto el que debía dar cima al proyecto, aunque con una variación en el destino preparado a los charrúas.
Después de algunas conferencias el general Rivera, en cuyos propósitos no había entrado por otra parte, ni por un minuto, el de invertir 30 mil pesos en el flete de un buque y alimentos para salvajes que bien podían ir a otra parte que a la costa de Patagonia, se encargó el mismo señor Rivera de la tarea de ponerlos en orden de una vez para siempre, evitándose el compromiso de salir garante por la propiedad y la vida de los damnificados. La sentencia de muerte de los dueños legítimos del territorio de la República, se resolvió por el Magistrado y para el efecto se puso en práctica la estratagema de una supuesta guerra con el Brasil.
El general Rivera envió comisionados primero, que introducidos entre las tribus empezaron por despertar la codicia de los indios, hablándoles de una próxima invasión al Brasil por el general Rivera, con el objeto de traer al Estado Oriental los ganados de toda clase que habían llevado los brasileros en épocas anteriores, cuyos ganados serían destinados a poblar los campos fiscales entre los Arapey grande y chico, y que gran parte de esas haciendas les sería adjudicadas a los charrúas, a fin de que sujetasen para siempre, y dejaran esa vida de vandalaje a la que hacía tiempo estaban entregados.
Los indios encontraron tan realizable como lisonjero el plan, y desde ese momento no pensaron en otra cosa que en sus preparativos para la invasión y reparto del botín.
El general Rivera había reunido como unos mil hombres en la Cueva del Tigre y mientras hacía esta reunión envió otro emisario ya directamente, invitándoles a reunírseles, para que vestidos, racionados y bien armados pudieran formar parte de la expedición. A este comisionado siguió D. Bernabé Rivera, hermano del general4, con la orden de traerlo al paraje donde se encontraba el general Rivera con la supuesta expedición, entre la que había un escuadrón al mando del pardo Luna, cuyo hombres desarmados tenían la misión de apoderarse de las armas de los charrúas, cuando éstos camparan, y sobre todo cuando se hiciera la señal de la matanza, que como se verá, estaba a cargo del presidente de la República.
Llegados al campamento los indígenas, Rivera entretuvo haciéndole marchar a su lado al cacique Venao, mientras los charrúas desmontaban en el paraje designado para que campasen. Entonces fue que el general Rivera dijo a Venao que venía a su derecha: “Préstame tu cuchillo para picar tabaco”, descargando de un tiro la pistola sobre el cacique, en seguida de apoderarse del cuchillo. El cacique quedó ileso, pero huyó vociferando en charrúa en dirección al campo de sus hermanos, que alarmados empezaron a tomar caballo como pudieron. En el acto el escuadrón desarmado se arrojó sobre las lanzas y demás armas de los indios. D. Bernabé Rivera formó en batalla a retaguardia de éstos con el número 2; el resto de las fuerzas formó círculo, y al toque de degüello, cayeron repentinamente sobre los indígenas, matándolos casi en su totalidad, incluso a su cacique Vencol, jefe principal. En los primeros momentos el cacique Vaimaca Pirú, acompañado de cuatro más, rompió herido la línea, y al pasar cerca del general Rivera le apostrofó, diciéndole: “Mirá Frutos, matando a los amigos”. El general Rivera contuvo a los que venían persiguiendo a Perú y sus compañeros y les permitió que permaneciesen en el cuartel general, desde donde fueron conducidos después a Montevideo. Estos desgraciados debían tener un fin indigno de la civilización. Habiendo despertado la especulación de un francés llamado Curel, resolvió explotar la presencia de los indígenas en Europa y pidió que les fueran entregados. El general Rivera le cedió a los tres caciques y el especulador se transportó con ellos a Europa, donde los exhibía como fieras, haciéndoles gesticular y accionar ridículamente en la representación de pantomimas, y comer carne cruda y otras cosas por el estilo. Recorriendo aquellas regiones contrarias a su vida libre y sobre todo no pudiendo resistir el clima, murieron, aunque no tan pronto y heroicamente como sus compañeros que vendieron cara su vida. Los indios mataron defendiéndose, algunos de los soldados de Rivera y entre los muertos apareció el teniente D. Máximo Obes, hijo del Ministro de Gobierno y Hacienda. Aquel acto puede llamarse Vísperas Charrúas.
Pero no debía ser sólo esta la víctima expiatoria de la determinación tomada con los charrúas. Pronto vamos a saber las consecuencias que surgieron de este hecho para otro de los que tomó parte en él. Los indios que pudieron salvarse de esta carnicería, que no pasaron de 25 capitaneados por el cacique Sepe, se posesionaron de los bosques del Arapey y Cuariem, donde fueron a reunírseles las familias, vulgo chusma.5
1- Del libro “Fructuoso Rivera” El perpetuo defensor de la República Oriental, de Telmo, Manacorda. Pág. 80/81, ESPASA-CALPE, S.A. Madrid, 1933
2- Conocido docente de la zona norte del Río Negro, que impuso el sistema lancasteriano para aprender a leer en el Uruguay.
3- Extraído del libro: La Guerra de los Charrúas de Eduardo F. Acosta y Lara.
4- Recordemos que en realidad era el sobrino, pero todos lo daban por hermano del presidente.
5- Extraído del libro: La Guerra de los Charrúas de Eduardo F. Acosta y Lara.
+
Texto extraído del libro La Patria Posible (Olmo Ediciones).