El espectáculo más pequeño del mundo

Pasen ustedes, señoras y señores! Pasen ustedes para ver el espectáculo más pequeño de este mundo. Están a punto de contemplar con sus propios ojos las maravillas de estas pulgas prodigiosas. Se asombrarán ustedes, miembros del respetable público, al verlas levantar pesos que exceden en cien veces al propio, mientras que otras, temerarias hasta la inconsciencia, conducen vehículos que desafían las velocidades del relámpago.

Pasen ustedes a ver, señores y señoras, cómo estos seres minúsculos cuyos cerebros apenas pesan lo que un suspiro, son capaces de desafiar la muerte, zambulléndose desde la vertiginosa altura de una pluma fuente. ¡Pasen y vean, señores y señoras, el espectáculo más pequeño del mundo!

De todos los espectáculos circenses que han desplegado su ingenio sobre las pistas, quizás el que más curiosidad ha despertado es el minúsculo show de pulgas. Curiosidad esta que no está exenta de una generosa dosis de desconfianza ¿Es posible educar a estos ácaros, cuya única preocupación en vida es chupar sangre y reproducirse? ¿Pueden sus primitivos sistemas nerviosos aprender a manejar bicicletas, carruajes y personificar a Julio César o Napoleón?

Resulta difícil aceptar estas habilidades en seres tan ínfimos. Pero los entrenadores de pulgas no sólo las instruían en estos trucos, sino que, además, podían discernir las inclinaciones artísticas de sus discípulas para destinarlas a los roles que mejor le cupieran. Algunas mostraban habilidades deportivas, otras resaltaban por su agilidad, cuando no por su fuerza, mientras que las menos eran más proclives a desempeñar roles dramáticos.

Muchos caballeros de paciencia infinita han volcado sus mejores esfuerzos para adentrarse en el difícil arte de adiestrar pulgas. Algunos con habilidades destacables, dejaron su impronta en los anales de este oficio, hoy casi olvidado.

Duro trabajo el de estos entrenadores, porque rara vez sus pupilas vivían más de dos meses, lo que los obligaba a tener reemplazantes en abundancia, para cuando sus veteranas artistas pasaran a mejor vida (si es que existe una vida mejor que la de una pulga amaestrada).

El primer domador de ácaros que registra la historia fue Mark Scaliot, un herrero londinense, que en 1578 exhibió una pulga encadenada a la que le había enseñado a abrir el cerrojo que la sostenía, usando una llave del tamaño adecuado para sus minúsculas dimensiones. Esta proeza de cerrajero concitaba la atención del público que oblaba sin chistar los peniques reclamados a fin de contemplar este prodigio. Lamentablemente esta pulga murió de un martillazo cuando se encontraba de visita, sin aviso, sobre el yunque de Scaliot. Al herrero le resultó imposible encontrar otra pulga cerrajera y terminó así su corta carrera de entrenador.

Vale en esta profesión, como en tantas otras, el viejo adagio: “cada maestro con su librito”. Y efectivamente cada uno tenía sus secretos y sus costumbres, pero casi todos coincidían en que el primer escalón en la difícil escalera a la fama para una pulga, era superar el casting al que el entrenador sometía a la futura estrella. Colocadas en un tubo de vidrio, al ser este iluminado, las pulgas instintivamente saltaban. Por este salto, el avezado ojo del “trainer” evaluaba la fuerza de la candidata y decidía cual podría ser el rol más adecuado para comenzar el entrenamiento. A la pulga elegida se le enseñaba a no saltar para evitar más contusiones en su extremidad encefálica. Las futuras estrellas abrazaban con entusiasmo esta idea.

Una vez seleccionadas, no vayan ustedes a creer que los actos ejecutados por estos insectos eran aprendidos. ¡No Señor! Sus performances eran extensiones de sus actos naturales. Veamos un ejemplo: dos pulgas combatiendo en un duelo a espadas. Ningún encono personal las lleva a enfrentarse con armas en la mano. Simplemente tratan de quitarse, por todos los medios, la pequeña espada que ha sido pegada a su pata. He allí el por qué de tan frenéticos movimientos.

Descubiertas sus aptitudes y destinadas a sus roles, se llegaba al momento que requería de todas las habilidades y paciencia del entrenador: vestir a las pulgas. ¡Ardua tarea la de poner correas y cintos a estas criaturitas! Algunos usaban, en sus buenas épocas, finos hilos de seda, mientras que otros sin reparar en gastos, utilizaban oro y plata para confeccionar estos minúsculos arneses. Algunas de estas cadenas contaban con más de cien eslabones por centímetro.

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Durante el siglo XX estos lujos fueron dejados de lado para ser reemplazados por el más democrático polietileno, utilizado para cubrir las desnudez de las estrellas.

Así vestidas, las pulgas estelares encarnaban a grandes personajes de la historia, como Julio Cesar, Alejandro Magno y Hanibal. No faltaron las émulas de Napoleón en Francia y las de Wellington en Inglaterra, además de una imitadora del Quijote con una compañera entrada en carnes remedando a Sancho Panza. En tiempos de la Revolución Francesa, ejércitos de belicosas pulgas desfilaron marciales, blandiendo lanzas y espadas, tocadas con gorros frigios, mientras una, con más efervescencia patriótica, hacía flamear la bandera tricolor durante el furor chauvinista de los Sans Culotte.

Las pulgas no solo personificaron a prohombres históricos, también lo hacían con célebres artistas de circo. Existieron pulgas que homenajearon a Léstard (el inventor del trapecio volador), a Diábolo (el célebre acróbata) y a Blondier (aquel equilibrista que caminó sobre las cataratas del Niágara).

Las maquinarias destinadas al uso de estos insectos eran un derroche de ingenio: carruajes con baúles, riendas y postillón, carruseles con caballos y hasta trenes con locomotoras. Un relojero suizo, llamado Degeller, utilizaba sus habilidades para hacer cañones, que las pulgas, disciplinadas, disparaban al recibir la orden pertinente.

Todas estas maravillas fueron recogidas en el libro de Luigi Bertolotto, “La historia de las pulgas”, obra que mereció varias reediciones y el reconocimiento como la Biblia de los amaestradores de estos hemípteros. Bertolotto era sin duda el más famoso de todos ellos. Reunió en su libro las experiencias acumuladas en tantos años de ejercicio profesional y aprovechó para relatar algunas deliciosas anécdotas de sus minúsculas discípulas. Entre sus memorias, se desaca aquella que protagonizó cuando la baronesa Rothschild, lo había acusado de presentar máquinas diminutas en lugar de pulgas de carne y hueso (bueno, es un decir). “Pero mire que si coloco una sobre su brazo la va a picar, baronesa”, replicó Bertolotto consternado. “Usted es una persona tan inteligente, que si las puede hacer caminar, seguramente las puede hacer picar”, contestó la baronesa, dando por finalizada la discusión, mientras se acomodaba las pieles de zorro alrededor de su cuello con un gesto de soberbia teatral.

Bertolotto también cuenta la vez que sufrió la deserción de su estrella máxima, “Hércules”, en pleno espectáculo. Esta portentosa pulga, que podía cargar sobre sus espaldas a doce de sus congéneres, prefirió dejar el frío escenario para calentarse entre las ropas del público, con tanta suerte que dio en posarse entre las indumentarias de un miembro de la más rancia nobleza. “Disculpe, su majestad”, dijo Bertolotto, acompañando sus palabras con una estudiada reverencia, “pero sin Hércules no podremos proseguir con el espectáculo y nuestra estrella se ha refugiado en su augusta persona” . El aristócrata, que al parecer no quería perderse el resto del show, fue al toilette para volver minutos después trayendo una pulga entre sus dedos. Consternado, Bertolotto anunció que deberían comenzar nuevamente la función, porque la pulga en cuestión no era Hércules sino “una pulga salvaje” sin el debido entrenamiento de la estrella, que había decidido abruptamente ingresar en el anonimato, abandonando para siempre los halagos de la fama.

El mérito de Bertolotto no sólo se basaba en el paciente entrenamiento de las bestiezuelas sin caer en tratos crueles, sino en su capacidad para elegir los individuos más idóneos para cada rol. En la quinta reedición de su libro (cierta envidia carcome nuestro espíritu ¿Tantas personas estaban interesadas en conocer las aventuras de estos ácaros?) hacía un anuncio que entusiasmaría a la más recatada de las feministas. Su troupe estaba compuesta en su totalidad por pulgas del llamado sexo débil (que al parecer, entre los individuos de esta especie, dicha expresión es, por lo menos, prejuiciosa). Efectivamente, después de años de estudio y cuidadosa selección había llegado a la conclusión de que los machos debían ser descartados por inútiles, excesivamente tontos, indisciplinados e ineptos para todo servicio.

El libro de Bertolotto despertó la curiosidad de algunos y las ansias de imitación de muchos y generó a lo largo del siglo XIX toda una serie de maestros en este difícil arte: Testo, Kitichingman, Likorti, Englaca, Ruhl y tantos otros que brillaron sobre escenarios minúsculos y que hoy yacen olvidados sin el debido reconocimiento de sus grandes esfuerzos de minúsculas proporciones.

El circo de pulgas se prestó también, como todo espectáculo, a supercherías y fraudes. De eso se trataba el show “musical” que Robert Ganthony montó en su circo en 1895. Éste desplegaba a dos docenas de pulgas en escena, mientras explicaba al público que la mitad de ellas habían sido recogidas de célebres orquestas sinfónicas donde habían educado su oído y que habían completado su formación musical bajo la tutela del mismo Ganthony.

Estas pulgas, según el presentador, estaban en condiciones de cantar el intermezzo de “Cavallería Rusticana”. Solicitaba encarecidamente a la amable audiencia que mantuviese el más absoluto de los silencios, ya que cualquier suspiro podía alterar la interpretación de estas criaturas, cantando a todo pulmón. Finalizaba aclarando que las pulgas permanecerían atadas a sus asientos para evitar desplazamientos indebidos o abruptos renunciamientos, por lo que no podrían hacer la reverencia final después de su número, circunstancia que el respetable público sabría disculpar. De igual forma, continuaba Gathony, ellas estarían encantadas de recibir el aplauso de los presentes, si la distinguida audiencia las consideraba merecedoras del mismo.

Nos inclinamos a creer que ni entonces ni ahora, estos insectos estuvieron en condiciones de promover tales acrobacias líricas. De todas formas, por varias semanas cientos de personas pagaron sus entradas para oír esta interpretación silenciosa, aunque algunos jurasen haber escuchado la tenue melodía de Mascagni.

No hace tanto tiempo atrás un productor de televisión inglés mostró un circo de pulgas, que había encontrado en Canadá, pero ninguna pulga actuaba, pues todos eran reemplazos mecánicos de estos nobles hemípteros.

El último gran maestro de las artes pulgosas fue el Profesor Heckler, hijo de otro gran especialista, William Heckler, autor de la célebre “Pulgología”, compendio moderno de este arte perdido. El profesor fue dueño, hasta 1935, de un establecimiento en New York, cerca Times Square, donde se podía apreciar su talento y el de sus pupilos y pupilas, ya que al parecer el profesor no tenía esa odiosa predilección por un sexo en particular. Sus esfuerzos educativos se habían volcado sobre el Pulex irritans, o pulga del humano, raza que había mostrado su superioridad sobre la canina y la gatuna.

Lamentablemente (debería decir afortunadamente para los hombres, pero no así para las pulgas) la variedad humana, atacada por tanto DDT y demás desinfectantes, había mermado su población, lo que obligó al profesor Heckler a recurrir a otras razas inferiores. También, en opinión del profesor, las nacionalidades ejercían una notable influencia en las características de estos insectos. No era lo mismo una pulga inglesa que otra argentina. ¡No señor! Las preferencias del profesor se inclinaban por las belgas, seguidas por las rusas. En casos de fuerza mayor podía recurrir a una polaca (no es esto fruto de mi imaginación, en caso de no creerme pueden consultar “Pulgología”, edición 1915, para más señas).

A fin de evitar las fugas de sus discípulas, Hecker utilizaba arneses confeccionados en cobre, diseñados por John Rockbling, el constructor del puente de Brooklyn. El show del profesor, además de las consabidas carreras, juegos de pelotas y viajes en calesita, incluía un número donde sus discípulas, vestidas con tutú, deleitaban al público interpretando el Pas des deux de “El lago de los cisnes”.

El cine ha rescatado antiguos espectáculos circenses que tuvieron a estos insectos como estrellas. La Gaumont retuvo algunas imágenes de “Un circo de pulgas” (1934). Orson Welles, en “Arkadian”, filmó una escena de un amaestrador de pulgas. Fred Allen, en “It’s in the bag” (Está en la bolsa), tiene como protagonistas a los hemípteros al relatar la historia del dueño de un circo de pulgas.

En 1974 se estrenó la película “La muerte del director del circo de pulgas”, un thriller donde los ácaros no son ajenos al crimen de dicho director. Pero por más que el cine y los libros pretendan rescatarlos, los circos de pulgas casi se han extinguido. Sucumbieron a las multimillonarias producciones de efectos especiales. Sólo una artista plástica colombiana promueve este oficio olvidado, minúsculo en proporciones, aunque gigantesco en paciencia.

Ya nadie se interesa por Hércules, ni Guendolyn ni la constelación de pulgas anónimas que dejaron sus vidas sobre escenarios minúsculos sin el reconocimiento póstumo de los miles de humanos que se entretuvieron a su costa. El mundo del espectáculo paga millones a sus estrellas, mientras que estas sufridas artistas, que hicieron las delicias de grandes y chicos, se conformaban con escasos glóbulos rojos y un poco de calor humano. Hoy sólo se las recuerda por esas ronchas que dejan a su paso y que tanto, pero tanto molestan.

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Extracto del libro Animalitos De Dios (Olmo Ediciones).

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