Las condiciones para la invasión a Polonia ya se habían establecido (las había establecido Hitler, mejor dicho) a principios de 1939 con la “división” de Checoslovaquia y la neutralización incruenta de uno de los ejércitos más poderosos de Europa. La división mencionada había transformado a Checoslovaquia en una federación de tres repúblicas: Hungría se había apoderado de Rutenia, Eslovaquia se había separado (y se convirtió en un Estado nuevo, pero sometido a Alemania) y la República Checa fue la última en caer.
Veamos cómo se fue gestando todo: después de la Anschluss (“unión”) de la Alemania nazi y Austria en marzo de 1938, el siguiente objetivo de Hitler fue la anexión de Checoslovaquia, más vulnerable que nunca. El pretexto fue la supuesta “necesidad” de las poblaciones germanas que habitaban las regiones fronterizas con Checoslovaquia en el norte y oeste, regiones conocidas colectivamente como los Sudetes. Hitler reclamaba insistentemente por el aumento del “espacio vital” para los alemanes, y la incorporación de los territorios limítrofes checoslovacos a la Alemania nazi dejaría al resto del país incapaz de resistir la posterior ocupación.
Francia y Gran Bretaña advirtieron a Alemania que defenderían a Checoslovaquia si Hitler atacaba y así surgió el pacto de Munich, que lejos de apaciguar a Hitler lo convenció de que podría hacer lo que quisiera. En la reunión de Munich, Francia y Gran Bretaña acordaron conceder a Alemania los Sudetes y las zonas checas con mayoría alemana. “Hemos conseguido la paz”, dijeron. Ja.
Hitler continuó debilitando y aislando progresivamente a Checoslovaquia. El día que Eslovaquia proclamó su independencia (respaldada por Hitler, por supuesto), el presidente checo Emil Hácha fue a Berlín para negociar la supervivencia de la república, como intento desesperado. Fracasó rotundamente, ya que Hitler le anunció casi con desdén que la invasión empezaría horas después. Hácha fue advertido de que Praga sería bombardeada a menos que firmara la rendición. Hácha, luego de un desmayo, firmó los documentos de rendición y se transformó en un presidente títere del nuevo Protectorado alemán de Bohemia y Moravia. El pacto de Munich había sido traicionado por Hitler.
Finalmente, después de Austria, Checoslovaquia y el acuerdo con la Stalin, Polonia fue el siguiente blanco de la Alemania nazi.
Hitler comenzó a demandar un paso, un “corredor polaco”, para conectar Prusia oriental (al sur de Lituania) con el resto de Alemania, así como la anexión de la ciudad libre de Danzig. Después presionó a Lituania para que cediese la ciudad de Memel. El Reino Unido reaccionó anunciando un acuerdo militar bilateral con Polonia (como para intimidar un poco, digamos), aunque en realidad Gran Bretaña no contaba (Francia tampoco) con una estrategia de ayuda inmediata; la Unión Soviética, el único país que parecía poder brindar asistencia militar rápida a Polonia, era rechazado por la misma Polonia, que temía por su autonomía (no quería meter al zorro en su gallinero). Pero cuando URSS firmó el pacto con Alemania, la suerta polaca estaba echada.
Siguieron unos días de disputas diplomáticas en los que Hitler recibió la queja de los británicos, pero el 31 de agosto Hitler ordenó a su ejército que entrara en acción. Aquella noche, para tener un pretexto final, las SS denunciaron que los polacos habían atacado una emisora de radio cercana a la frontera, y Alemania invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939. Dos días después, Francia y Gran Bretaña le declaran la guerra a Alemania y se inicia la Segunda Guerra Mundial.