El quince de abril de 1975, Karen Ann Quinlan, de veintiún años, se desplomó en los brazos de un amigo en un bar de Morristown, Nueva Jersey. La llevaron a su casa y trataron de reanimarla, llamaron a urgencias y aunque la ambulancia apenas tardó quince minutos en llegar, no volvió a despertarse jamás. Cinco horas después de que ingresase en el Hospital Newton Memorial, los médicos le diagnosticaron muerte cerebral y la conectaron a un respirador artificial. La causa había sido una ingesta de alcohol y tranquilizantes, en concreto una combinación de Valium y gin-tonics que fulminaron un cuerpo que llevaba varios días sin ingerir alimentos: según relataron sus allegados, Karen estaba muy preocupada por entrar en el nuevo vestido que se había comprado para asistir aquella noche a una fiesta.
Sus padres, que desconocían esa faceta de Karen, escuchaban estupefactos el relato de los últimos días de vida de una hija que no reconocían en aquella historia de alcohol y pastillas. Y eso que entonces no sabían que la peor parte de su infierno acababa de empezar y, con él, una de las mayores controversias de los años setenta y un debate que todavía no se ha cerrado.
Karen había nacido en Pensilvania el 29 de marzo de 1954 y apenas un par de semanas después había sido adoptada por Julia y Joe Quinlan, la secretaría de su parroquia y un contable de una fábrica de repuestos y veterano de la Segunda Guerra Mundial, dos católicos devotos que habían optado por la adopción tras varios abortos espontáneos. Karen fue una buena estudiante, esquiaba, jugaba al tenis, nadaba y cantaba en el coro del colegio.
A los cuatro años, frente a un helado, sus padres le explicaron que era adoptada. Por entonces ya tenía dos hermanos a los que enseñaba a andar en bicicleta y trepar a los árboles. El mayor disgusto que había dado a sus padres fue negarse a asistir a la Universidad: ellos querían que estudiaste arquitectura, ella prefirió trabajar en una pequeña tienda de cerámica. Cinco meses después, volvió a casa desolada: la habían despedido. Estaba tan abatida que su padre fue a hablar con el gerente para descubrir qué había pasado. No había sido por nada que hubiese hecho, sólo un ajuste económico de la empresa. Sin embargo, para Karen significó el primer paso de una debacle personal de la que nunca se repuso.
Se mudó a una casa con amigos, empezó a trabajar en una gasolinera y se compró un pequeño Volkswagen. Para sus padres seguía siendo su niña, la buena deportista de voz prodigiosa, pero sus amigos de siempre notaron el cambio: cada vez bebía más y comía menos. Su antiguo novio, Tom Flynn, declaró, tal como recogió The New York Times, que lo había llamado dos semanas antes y le había pedido que reanudaran su relación. Él le dijo que no, pero aceptó verla aquel 14 de abril. Karen nunca llegó a la cita.
Tras tres meses en los que los Quinlan contemplaban impotentes cómo su hija entubada pasaba de cincuenta y dos kilos a apenas treinta decidieron, a pesar de sus fuertes convicciones católicas o precisamente por ellas, pedir que la desconectaran de la respiración artificial. Querían que su hija muriera de manera natural “con gracia y dignidad”. Así lo contó Julia Quinlan en su libro La verdadera historia de Karen Ann Quinlan, escrito para sufragar unos gastos desmesurados que tan sólo en los cinco primeros meses habían ascendido a más de doscientos mil dólares. Habían sido asesorados por sacerdotes y expertos: Karen no iba a volver a la vida. Los médicos del hospital se negaron a desconectarla por miedo a ser acusados de homicidio y la ley obligaba a utilizar todos los recursos para mantener con vida a una paciente.
Un hospital convertido en trinchera
Comenzó entonces una encarnizada batalla legal sin precedentes con ecos en todo el mundo, un mundo que se dividía entre los que creían que había que mantener a Karen con vida y los que consideraban que aquello no era vida. El caso de Karen se había convertido en un símbolo para los que defendían el derecho a morir con dignidad. Una responsabilidad desmesurada para la que aquel matrimonio y sus hijos adolescentes no estaban preparados. Por consejo de su abogado cambiaron su número de teléfono, borraron su nombre del buzón y se acostumbraron a vivir rodeados de fotógrafos que les perseguían hasta cuando sacaban la basura.
Por ello Karen permanecía en una habitación secreta del Hospital Saint Clare’s cuya ubicación sólo conocían, además de sus padres, el director del hospital, sus dos médicos, dos enfermeras, el abogado de la familia –Paul Armstrong– y el sacerdote Thomas Traspasso. Los ascensores no se paraban en la planta y el acceso por las escaleras estaba clausurado. Cuatro policías custodiaban la entrada principal de un hospital al que era imposible acceder con cámara de fotos y cada persona que entraba tenía que rellenar un cuestionario, lo que no impidió que un fotógrafo intentara colarse en la habitación disfrazado de monja y que un sinfín de curanderos intentasen acercarse a ella para hacerse famosos. Era la enferma más célebre de EE.UU. y los medios vigilaban el hospital 24 horas al día.
La Corte Superior de Nueva Jersey se negó a desconectarla alegando que había una posibilidad remota de que se despertase: poco tiempo antes, un joven que había permanecido ocho años en coma tras un accidente de coche había vuelto a la vida. Sin embargo, su lesión era reversible, no como la de Karen. Los Quinlan no se resignaron y finalmente la Corte Suprema de Nueva Jersey les dio la razón en una decisión histórica “porque ningún interés superior del Estado puede obligar a la paciente a soportar lo insoportable”. El tribunal también dictaminó que nadie podría ser penalmente responsable de eliminar los sistemas de soporte vital, porque la muerte de la mujer “no sería homicidio, sino expiración por causas naturales existentes”. “Esta es la decisión por la que hemos estado rezando durante tanto tiempo. Es la decisión correcta”, declararon los Quinlan.
La gran pregunta
“¿Quién matará a Karen?”, se preguntaba en 1976 Alberto Oliva en un largo reportaje de los primeros números de la recién fundada Interviú, respecto al nombre del enfermero o médico que finalmente la separaría definitivamente de la vida. Los medios españoles no eran ajenos a la fascinación que despertaba aquel caso y la mirada al infinito de “la bella durmiente”, como le llamaban algunos, se multiplicaba en Pronto, el Nuevo Vale o El Caso que sumaban cada semana los datos más impactantes y escandalosos de la historia, reales o no, mientras los periódicos abrían sus páginas al debate sobre la muerte digna. A diez mil kilómetros del hospital en el que reposaba su cuerpo, su evolución se seguía como la trama de otra serie más porque Karen podía ser cualquiera de las adolescentes españolas que empezaban a agarrarse a su Winston de importación y su Larios con tónica en una España que comenzaba a sacudirse cuarenta años de gris. Con su pelo lacio y su aspecto convencional, podía ser una típica foto de una orla de Nueva Jersey o de la Universidad de Salamanca. Karen Quinlan era como un lienzo en blanco en el que cada uno podía proyectar su historia.
Sin embargo, cuando se desconectó el respirador artificial, el pequeño cuerpo de Karen siguió luchando. Nadie sabía cuánto tiempo podría aferrarse a la vida, pero los padres jamás pidieron que dejasen de alimentarla de manera artificial hasta que Dios decidiera, lo cual abrió otro debate sobre hasta dónde llegaba la vida. Ese año la trasladaron al asilo de ancianos Morris View donde se le podían proporcionar los cuidados adecuados y su familia la visitaba dos veces al día. A pesar de mantenerse alimentada por una sonda nasogástrica, su cuerpo se seguía debilitando. La imagen idealizada que mostraban algunos medios de una joven de melena lacia descansando plácidamente en su cama era irreal: durante toda su vida vegetal se mantuvo en posición fetal, agarrotada y sufriendo fuertes espasmos.
Pero para los que observaban el fenómeno en la distancia, Karen seguía siendo la joven del retrato, un retrato que se coló en las casas de los españoles gracias a Historia de Karen, de Ernesto Frers, publicado por Ediciones Martínez Roca y todo un best-seller de Círculo de Lectores. La historia de la chica en coma se mezclaba en la misma colección con las aventuras de la díscola Christina Parker, inmortalizada por Linda Blair en Nacida inocente. Ambas historias eran tan moralizantes como alarmistas, pero la de Karen era real.
Diez años después de que la ley permitiese separarla de su respirador, murió en su habitación en el asilo de ancianos Morris View. El 11 de junio de 1985, a las siete de la tarde y debido a una insuficiencia respiratoria, tal como recogió EL PAÍS. Su madre sujetó su mano por última vez. “No creo que puedas prepararte al cien por cien para la muerte de un hijo, Karen vivía en un estado de limbo y mi familia y yo vivíamos en un estado de limbo. Lloré por Karen durante diez años y ahora tuve que llorar de nuevo”, declaró Julia Quinlan a Los Angeles Times. Karen fue enterrada en el cementerio Gate of Heaven en East Hanover.
La vida y la muerte de Karen alteró para siempre la pacífica existencia de los Quinlan. En 1980 fundaron la Karen Ann Quinlan Hospice para brindar atención domiciliaria a los enfermos terminales. Según cuentan en la web de la institución, fue la lucha por los derechos de su hija lo que les abrió los ojos a esa necesidad y prometieron que la falta de dinero nunca sería un obstáculo para ingresar en el centro. Julia Quinlan sigue al frente del hospicio junto a sus hijos Mary Ellen y John. Su marido Joe falleció en 1996.
El recuerdo de Karen se ha ido diluyendo, pero llegó incluso a colarse en la cultura pop en algunos casos de manera muy sorprendente, como cuando el 1 de diciembre de 1983 Glutamato Ye-Ye cantaba La balada de Karen Quinlan en La Edad de Oro entre banderas del Atlético de Madrid. Aquella joven en posición fetal que jamás había salido de New Jersey se había convertido en un figura popular. Su muerte en 1985 coincidió con un viaje de Morrisey a Nueva Jersey, que dos años después cantaría Girlfriend in a coma, casi sin ser consciente del origen de un himno que ha sido sobreinterpretado hasta la saciedad. Dos décadas después otro icono pop, Douglas Coupland, autor de Generación X, la convertiría en la protagonista de una historia muy similar, pero con un final más optimista en La segunda oportunidad. La verdadera Karen sólo tuvo una.