Todo el destino de Dietrich Eckart estaba abocado a un solo momento: descubrir a Hitler. Toda la relevancia histórica de su existencia dependió de ese encuentro, que pudo o no producirse, y de su posterior y transitoria amistad. Triste balance para una vida. Se conocieron el 12 de septiembre de 1919 en la cervecería Sterneckerbräu de Múnich, durante una reunión del Partido Alemán de los Trabajadores (DAP), el núcleo de lo que sería el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP).
La ciudad, un puzle de calles cortadas por barricadas y salpicada de controles, permanecía bajo un gobierno militar mientras llegaba hasta allí el poder de la República de Weimar. Un oficial del ejército, Karl Mayr, que dirigía el departamento de inteligencia, reparó en un don nadie, un desconocido al que describiría en una carta «como un perro perdido y cansado buscando amo», alguien «dispuesto a unir su suerte a cualquier que mostrase bondad con él». Era Hitler.
Aquel hombre desprovisto de talento, al que «todavía no le preocupaban lo más mínimo ni el pueblo alemán ni su destino», que no destacó en el frente ni como artista, se le daba bien la vehemencia, como Europa comprobaría más tarde. Durante unos «cursos de instrucción antibolchevique», que solo caben de definir de curiosos, el futuro líder del Tercer Reich descubrió con estupefacción, e imaginamos que también con asombro, que poseía una cualidad: se le daba bien dirigirse a la gente. Con la infatuación de los que acaban de aprender algo sobre sí mismo, escribió: «Lo que yo siempre había supuesto por pura intuición sin saberlo seguro, quedó ratificado entonces; era capaz de hablar». Para enmarcar.
Mayr no dudó en reclutarlo. Quería que trabajara para él como espía y que le informara de los distintos agitadores políticos que existían en la ciudad, casi todos nacionalistas descontentos, la mayoría de ellos muy enfadados. Lo envió al encuentro que mantendría uno de esos grupúsculos a los que, con la característica perspicacia humana, nadie prestaba atención y que después resultó ser el partido nazi. Hitler acudió a esa asamblea y escuchó los sucesivos discursos con el aburrimiento del que se sabe de memoria la canción. Ya estaba familiarizado con esas diatribas y, aunque compartía sus ideas antisemitas, esos confabuladores solo animaban en él una tremenda indiferencia.
Cuando estaba a punto de marcharse, alguien defendió la independencia de Baviera. Aquel individuo se apellidaba Baumann y probablemente nadie ha sido más inoportuno en la historia como él esa noche. Si se hubiera callado, a lo mejor el devenir de todos hubiera sido otro, pero tuvo que dar su opinión. Cuando pronunció la palabra «separación», encendió a Hitler, que se levantó enfurecido y arremetió contra él con una violencia que sobrecogió a todos, no para mal, sino para bien. Todos estaban boquiabiertos ante aquel torrente de rabia.
Una atmósfera propicia
Lo que en otro ambiente hubiera producido rubor y vergüenza, allí causó admiración. Todos claudicaron ante la teatralidad y el poder vocal de ese desconocido, incluido Rudolf Hess, que ya rondaba por esos cenáculos. Eckart, en un rapto sin precedentes, pensó que había encontrado por fin con un verdadero líder, el «mesías» (así lo definió), que él esperaba para transmitir sus ideas a la nación. Sin dudarlo, se presentó a él y, en uno de esos actos que los historiadores deberían remarcar, le invitó a sumarse ellos. Hitler, respaldado por su jefe, aceptó. En Inglaterra y Francia, por lo visto, siguieron cenando tan tranquilos.
Eckart sacaba veinte años a aquel joven, al que consideró, en un espléndido momento de ingenuidad, como su pupilo o protegido (al menos, eso creía él). Nadie le había explicado que a los lobos no se les adopta ni se les acaba de domesticar. Su pasado era tan zigzagueante como una carretera comarcal. Había estudiado medicina y había abandonado los estudios. Vivió durante años de la fortuna que había heredado de su padre y cuando se le acabó vivió de manera bohemia (una peculiar forma de afirmar que sobrevivió en la calle y durmió en los bancos). La única constante de eso años era su afición a la botella, debilidad que jamás abandonó, quizá porque todo hombre necesita algo perenne en su existencia. Encontró refugio en el periodismo después de una vida al socaire de la suerte. No tardó en llamar la atención como escritor, destacando con su adaptación de Peer Gynt, de Ibsen, que le reportó unas monedas para salir adelante.
Viendo que sus ideas no tenían demasiada acogida, se adhirió a la sociedad Thule, una organización de carácter nacionalista que obligaba a sus miembros a un insólito rito: jurar ante los demás que no tenían una sola gota de sangre judía o negra. Este grupo reivindicaba el origen mítico de la raza aria y aseguraba que su declive provenía por mezclarse con pueblos semitas o de color, aparte, por supuesto, de con los comunistas. Tenía un fuerte influjo de una literatura medieval y una marcada estética simbólica, algo que atraería también a otro gerifalte nazi, Himmler, fascinado por las cábalas y las leyendas, y que dirigiría la llamada Solución Final.
Eckart, que había vertido en publicaciones como «El buen alemán» toda su soflama antisemita, se había probado como ágil libelista y se desenvolvía con solvencia con los resortes de la retórica. Desde el comienzo estaba convencido de que la única manera de extender sus principios era a través de un hombre que arrastrara a los trabajadores, una masa que acumulaba un enorme resentimiento. Creyó reconocer a esa figura en ese joven impetuoso, persuasivo, violento y de teatralidad wagneriana llamado Hitler (parte de su gesticulación, que ensayaba como un actor delante del espejo, era muy operística. Pero no por casualidad, sino porque, de hecho, la había adaptado de la ópera). Entre los dos se produjo un vínculo determinante para definir el partido nazi, y que Eckart consideraría paterno-filial mientras que Hitler, más pragmático, un poco menos.
Una rápida educación
Eckart reconoció en el magnetismo que Hitler causaba en las multitudes, siempre tan impresionables por los grandes espectáculos, una baza para el triunfo. Le compró un traje, una gabardina y lo presentó en sociedad. Pero esa primera prueba no resultó tan satisfactoria como consideró a priori. No reparó que una cervecería no es un salón de la alta burguesía y que en lo que un sitio queda bien, en otro lado es un completo desastre. Su discípulo se mostró tosco, intimidador, asustaba a los invitados con sus furibundas opiniones, comía con el ansía de la gula y gastaba los modales de los hambrientos y los que comen solos. Todo un puñado de virtudes. Eckart se dio cuenta que Hitler era su líder, pero, también, que hasta a los líderes les viene de vez en cuando algunos refinamientos. Poco a poco le pulió su lado más rudimentario y le enseñó cómo dirigirse a las familias más aristocráticas y, por encima de todo, con mayor capital para que se granjeara su apoyo.
Mientras limaba estas pequeñas asperezas, Eckart le inculcó otros conocimientos que él consideraba apropiados. Cuando Hitler hablaba en público lo hacía en desorden, sumando unas cosas con otras, pero como en una carrera desbocada y sin límite. Su maestro le enseñó las filigranas necesarias para que las palabras no fueran un conjunto de frases alocadas, y que en su conjunto pudieran ser consideradas como un discurso, y que su mensaje resultara contundente y efectivo. Los dos, en una colaboración mutua, elaboraron un lenguaje efectista y práctica que todavía hoy sigue vigente: consignas, conceptos sencillos y también ideas fáciles que el público pueda retener. Aunque los dos compartían un feroz antisemitismo, Eckart aportó ideas que su joven discípulo integraría más tarde en sus intervenciones y su programa política. Durante ese periodo a él se le ocurrió el lema que usarían las camisas pardas y los nazis: «»Deutschland Erwache» (¡Alemania, despierta!) y compuso el himno de las SA: «Sturmlied» (canción de asalto). En 1920, Hitler, influido por la Sociedad Thule, desarrollaría la bandera nazi: roja, con un círculo blanco y una esvástica negra en el centro. Un símbolo que con el tiempo sería sinónimo de terror.
Eckart, que se anticiparía a Goebbels en su visión de la propaganda, vio con claridad la importancia que tenían los medios de comunicación para llegar a la población y, después de convencer a varios miembros de la Sociedad Thule y varios adinerados afines a ellos, logró que se adquiriera del diario «Völkischer Beobachter», del que se convirtió en su primer editor. A través de ese altavoz, los futuros nazis comenzaron a difundir sus proclamas, difundir su ideario y también a familiarizarse a la gente con un nombre: Adolf Hitler.
Eckart escribió numerosos artículos sobre él, refiriéndose, con su habitual rotundidad, como «el que va a llegar», el «mesías». Lo describía como un perfecto caballero, ligándolo con aquellos que se describían en las leyendas medievales. Lo presentaba al público como el líder, en alemán, el «führer». Solo hubo un aspecto que se le pasó por alto, probablemente por tanta emoción y tantas prisas: cuando ensalzas a alguien corres el riesgo de que esa personas acabe creyéndose lo que dices de él. Es lo que sucedió.
El ascenso del discípulo
Hitler, rodeado de admiradores, con el apoyo incondicional de Eckart, que por entonces ya había escrito «El bolchevismo de Moisés a Lenin», más que un libro, un catálogo de odio, y con una camarilla de personas a su alrededor de la talla de Göring, Ernst Röhm o Himmler, comenzó a creerse que quien todos afirmaban que era. Tan convencido estaba de sí mismo que pidió los poderes del partido en un arrebato propio de los que dejan a un lado las medias tintas y deciden ir a por todas. Ante la negativa de los miembros (y sobre todo de Anton Drexler, que estaba al frente), él dimitió y amenazó por seguir su camino por su cuenta. Una jugada propio de trileros de la política, pero que le salió redonda. Eckart, con la habilidad de un Maquiavelo, convenció al resto de los miembros de lo que era evidente, que sin él no llegarían a ningún lado. Le acababa de dar a Hitler un partido político. De hecho, su partido político. Lo primero que hizo al ser nombrado presidente de él, fue rebautizarlo como Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP). Había nacido el partido nazi.
A partir de este momento, Hitler fue apartándose de Eckart. El viejo, con su afición a fumar y a la bebida, y su constante verborrea, se le antojaba ya inútil, amortizado y pedante, y fue desprendiéndose de él lentamente. La última vez que se vieron fue durante el Putsch de Múnich, el 8 y 9 de noviembre de 1923. Durante esos altercados, Göring sería herido en una pierna y Hitler salvó la vida por los pelos: una bala pasó a menos de treinta centímetros de su cabeza, matando al compañero que permanecía a su lado (nunca una distancia tan corta ha sido tan relevante para los acontecimientos posteriores).
Eckart murió unos días después de ese golpe de estado fallido. Poco antes de expirar, dijo: «Seguid a Hitler. Él bailará, pero yo he compuesto la música. No me lloréis. Yo habré influido en la Historia más que ningún otro alemán». Unos años después Hitler le dedicaría el primer volumen de su «Mein Kampf». La semilla de la Segunda Guerra Mundial y sus atrocidades acababa de ser plantada.
Texto publicado originalmente en https://www.larazon.es/cultura/20200522/h5bupkln4vgxzlkbz23cxdmgii.html?outputType=amp#aoh=16089019244728&referrer=https%3A%2F%2Fwww.google.com&_tf=De%20%251%24s