André Chénier era hijo del cónsul francés en Estambul, ciudad donde nació y pasó los primeros años de su vida. Vuelta la familia a Francia, estudió con su hermano Marie-Joseph (también escritor y político) en el Colegio de Navarra donde obtuvieron una educación aventajada para la época.
Su madre tenía un salón literario donde concurrían personas notables de las letras y las ciencias como Lavoisier, el poeta Lebrun-Pindare, y el pintor Jacques-Louis David.
A temprana edad comenzó su actividad literaria, escribiendo una elegía. El viaje a Italia llenó su mente de imágenes que volcará en sus poemas bucólicos siguiendo los cánones de los poetas de la Antigua Grecia, dentro del lineamiento neoclásico. Su pluma era ambiciosa ya que al comenzar su Hermes pretendía condensar los conocimientos de su tiempo, influenciado por el concepto enciclopedista de Diderot.
Chénier no concluyó Hermes pero nos ha llegado una frase de este texto que encierra su criterio poético. “Sobre pensamientos nuevos, hagamos versos antiguos”. Neoclasicismo en su estado más puro.
En 1787 el embajador francés en Inglaterra le ofreció un puesto diplomático en Londres, al que André no pudo resistirse. Allí tuvo oportunidad de observar la idiosincrasia británica, aunque no siempre estuviese de acuerdo con ellos. Así lo expresa en “Ces Anglais” (“La nación entera se vende al mejor postor”). De todas maneras, aprendió a valorar los versos de Milton, Shakespeare y Gray.
Al enterarse del éxito de la revolución y la prédica de su hermano, André vuelve a París, donde aboga por el fortalecimiento de la justicia y el orden a través de una monarquía constitucional. Su pluma, contenida en lo literario, se desboca por las pasiones de la política e, impetuosamente, rebate a sus enemigos, sin medir las consecuencias. El poeta bucólico se convierte en un maestro de la sátira.
Una de las primeras personas en recibir sus ataques fue Jacques-Louis David. Éste se había volcado al ala más radical de los revolucionarios (aunque antaño fuera pintor de cámara del rey y en el futuro lo sería de Napoleón).
En el “Journal de París“, volcó sus escritos donde no oculta sus simpatías monárquicas. Allí publica su “Oda a Charlotte Corday“, la asesina de Marat.
Chénier odiaba la figura del auto titulado “amigo del pueblo” y celebra que la joven haya clavado su cuchillo vengador en el pecho del político patibulario al que llama “malvado que se arrastra en el fango”.
Chénier no teme oponerse a la ejecución de Luis XVI al que defiende con pasión. Muerto el rey, André decide recluirse en Versailles para cuidar su vida. Sin embargo, dos agentes del Comité de Salud Pública lo encuentran y conducen al Palacio de Luxemburgo y de allí a la prisión de Saint-Lazare, donde fue recluido por 140 días, tiempo que aprovecha para escribir poemas como “La joven cautiva”, una obra llena de encanto y desesperación que hará llegar a sus parientes para su publicación.
A pesar de los esfuerzos de su hermano para salvarlo (era miembro de la Convención Nacional), las sátiras que ha escrito le forjaron el camino a la guillotina. El mismo Robespierre firma su condena. “El único remedio de los males de Francia es la destrucción de los jacobinos”, había escrito Chénier ,como el preámbulo de su condena.
Fue incluido en la última carreta de condenados que abasteció a la guillotina el 26 de julio de 1794. Horas más tarde el mismo Robespierre era conducido al cadalso, concluyendo este oscuro período de la historia de la revolución, el Terror.
La figura del poeta (que del neoclasicismo evolucionó hacia un precoz romanticismo) inspiró la célebre ópera de Umberto Giordano (con un natural desborde lírico que no sigue puntualmente al acontecer histórico) y que también inspira en Charles Dickens, “La historia de dos ciudades”. En la primera estrofa de esta obra, Dickens plasma sus palabras inmortales; “Era el mejor de los tiempos y, a su vez, el peor de los tiempos…”, como lo han sido todos los momentos de nuestra historia, con épica y tragedia, con moderación y alevosía, con amor y odio…