Hay dos cosas que todo el mundo parece saber de la bailarina estadounidense Isadora Duncan: llevó adelante una vida escandalosa y tuvo una muerte horrible. Quizás por eso, con esas dos impresiones que pisan tan fuerte en la construcción de su personaje, muchas veces su persona, su obra y su legado pasaron a segundo plano.
Mucho más que una mera figura que alteraba a la alta sociedad con sus ropas ligeras y sus pies descalzos, Duncan fue una artista que se hizo absolutamente merecedora del título “la madre de la danza moderna”. Ella había ido gestando, desde su más tierna infancia en el estado de California, un espíritu libre. Sus padres se habían divorciado a poco de su nacimiento el 26 de mayo de 1877 y desde entonces, aún viviendo en la pobreza, su madre se había esforzado por dar a sus hijos una casa en la que pudieran dar rienda suelta a su creatividad.
En este hogar atípico, Isadora, la más joven de sus hermanos, se dejó encantar por el baile. Según ella misma recordaría años después, no necesitó más maestro que la naturaleza para entender la pureza vital que podía existir en el movimiento. Las olas del mar, el viento en los árboles, cualquier cosa le servía para inspirarse y bailar. Pronto, a los seis años, estaba dando “clases” en su barrio, alentando a los bebés de los vecinos a mover los brazos. A los diez, aburrida, dejó la escuela y se dejó educar por la laureada poeta Ina Coolbrith, entonces bibliotecaria, que le enseñó sobre la Antigua Grecia. Para cuando tuvo 14, ya era una profesora, viajando asiduamente entre su casa en Oakland y San Francisco para dar clases junto con su hermana Elizabeth.
La devoción y la fe que su madre puso en sus talentos logró que en 1895 Duncan la convenciera de llevarla a Chicago para intentar entrar al mundo del baile profesional. Allí audicionó para varios empresarios teatrales, pero nadie sabía bien qué hacer con esta chica y su extraña danza, tan distinta de lo que el público conocía. Sin trabajo, el dinero comenzó a escasear y lo único que consiguieron fue una presentación en un music hall, espacio que quizás no era el más adecuado para el baile vanguardista de Duncan. Ente el humo de cigarrillo y las injurias proferidas por los presentes, sin embargo, se vislumbró una esperanza en la forma de Augustin Daly.
Este prominente productor de espectáculos supo ver el valor y la novedad de lo que la bailarina estaba haciendo y, aunque pequeño, le ofreció un rol en la puesta de Sueño de una noche de verano que estaba montando en 1896. Por este y por otros pequeños papeles que le permitieron ejercitar sus dotes escénicas, Duncan pronto empezó a destacarse y, ahora instalada en Nueva York, la alta sociedad se interesó por ella.
El triunfo, igualmente, según parece, tuvo una vida bastante corta. Para 1899, sintiendo nuevamente las limitaciones del espacio en el que estaba trabajando Isadora, la familia se relocalizó a Europa. Primero en Londres, aún si no fue un éxito inmediato, ella trabajó más sobre su danza y eventualmente cristalizó el estilo por el que habría de ser recordada. Se acercó a la cultura griega, estudió los movimientos representados en las esculturas, en las ánforas y en las recreaciones renacentistas, y aplicó todo esto a las formas de expresión que ya había concebido. Con sus trajes sueltos y ligeros – semejantes a túnicas -, sus decorados sencillos y su completo desinterés por la técnica, Duncan le declaró la guerra al ballet y, como señalaría Vaslav Nijinsky luego de verla, “se atrevió a darle libertad al movimiento”.
Pronto, Duncan empezó a recorrer el continente y, especialmente después de su serie de presentaciones a sala llena en Budapest en 1902, lo llegó a tener en la palma de su mano. París, Berlín, Múnich, hasta Estados Unidos, se rindieron a sus pies, mientras que artistas de todo tipo, especialmente modernistas, se interesaron por ella y, entusiasmados por el escándalo que suscitaba su arte y su vida personal entre el establishment cultural, no dudaron en proclamarla como a un ídolo.
Fuerte impulsora de un estilo de vida liberal, especialmente en cuestiones sexuales, que empalmaba perfecto con su danza, Duncan se llevó puestos los preconceptos victorianos que todavía reinaban sobre lo que una mujer debía decir o hacer. Se enamoró de hombres y de mujeres y, habiendo jurado no casarse, tuvo dos hijos (Deirdre, en 1906, y Patrick, en 1910) fuera del matrimonio con dos hombres distintos. Los padres de las criaturas en cuestión – el empresario teatral Edward Gordon Craig y Paris Singer, heredero de la fortuna de las máquinas de coser – la amaron con locura y, especialmente Singer, le dieron todos los gustos que pudiera tener.
Así, en paralelo a su intensa actividad sobre los escenarios, 1905 abrió su primera escuela en las afueras de la capital alemana. En ella educó a una primera generación de seis discípulas, que la prensa pronto llamó las “Isadorables”, y que ella formalmente adoptaría como sus hijas en 1919. Se pasó casi una década en el lugar antes de mudarse a París, dónde sus pequeños hijos encontraron una muerte trágica en 1913 al caer al Sena el auto en el que estaban viajando.
Después de este evento la vida de Isadora se descarriló por completo. En 1914, desesperada por tener otro hijo, se escapó a Italia con su amiga Eleonora Duse – recordada, entre otras cosas, por su romance con Gabriele d’Annunzio. Allí quedó embarazada de un escultor italiano llamado Romano Romanelli, pero el bebé nacido en agosto de ese año no sobrevivió. Con la guerra desatándose en el continente, una tristeza inmensa y una adicción al alcohol que empezaba a manifestarse de forma desatada, Duncan retornó a Estados Unidos.
En los siguientes años, aunque se dedicó intensamente a hacer giras por Europa y las Américas, su magia se empezó a desvanecer. El más claro ejemplo de esto, quizás, pueda verse en su visita a la Argentina en julio de 1916, evento que ella se preocupó por recordar de forma absolutamente negativa en sus memorias. Aunque refunfuñó y públicamente destacó que en Buenos Aires el público – al cual ella en su racismo calificó como un grupo de “negros” incultos – no la había entendido y que su contrato había sido injustamente interrumpido cuando se desató el escándalo de haber bailado la música del himno nacional, la realidad no parece haber sido tan dramática. En el valioso trabajo de la historiadora Eugenia Cadús sobre este tema, por lo pronto, queda claro que con sólo un breve repaso por la prensa de la época se puede descubrir que, antes que el escándalo, lo que Duncan experimentó fue la frialdad. Frialdad que, como señala la autora, estaría relacionada a una pérdida de la frescura de su baile frente a formas más novedosas como las presentadas por Nijinsky en las interpretaciones de L’après-midi d’un faune que hizo en Buenos Aires en 1913.
En esta línea, tal como han señalado otros académicos como Elizabeth Francis, se puede entender bajo una luz completamente diferente su giro hacia el comunismo y el interés que le despertó la Unión Soviética. Irse a vivir allí en 1921, instalar su escuela y sobreactuar su compromiso habrían estado inspirados, por lo menos en parte, por el deseo de mantenerse relevante. En todo caso, lo cierto es que la estrategia parece haber funcionado y Duncan de hecho tuvo un momento muy prolífico en la década del veinte como artista y como docente. Momento que, no estaría de más decirlo, coincidió con una creciente radicalización en su concepción del baile que se tradujo en un abierto repudio de las formas populares en Norteamérica, especialmente las de raíz afro.
Para ese entonces, de todos modos, ella ya era casi un monumento. No importaba tanto si realmente era una figura transgresora o no, sino que lo relevante era que alguna vez lo había sido. Quizás por eso, en los últimos años de su vida su perfil se desdibujó un poco y su temprana muerte fue rescatada como el perfecto corolario de una existencia dramática.
Así fue que el 14 de septiembre de 1927 Isadora Duncan iba a salir de su residencia en Niza y decidió usar un pañuelo largo que le había regalado Mary Desti, su amiga y, aparentemente, amante. El día estaba fresco y Desti le pidió que se pusiera algo más abrigado, pero Duncan prefirió estrenar la prenda esa noche. Mientras se subía a un convertible e, histriónica como siempre, gritaba a los presentes “¡Adiós, me voy a la gloria!” una ráfaga de viento enredó su largo pañuelo en las ruedas del auto asfixiándola y quebrándole el cuello.
El mundo entero quedó shockeado con la noticia, pero – como todo – eventualmente la vida siguió. Duncan pasaba a ser un pequeño fragmento de la historia, un personaje excéntrico de esos que poblaron las primeras décadas del siglo. Pero su legado, aunque ahora contaminado por la dimensión trágica, logró persistir en el mundo de la danza. Las “Isadorables”, especialmente Irma Duncan, se encargaron de codificar el estilo de su maestra y difundieron las enseñanzas que habían recibido de ella, tratando de preservar las bases de su arte. Eventualmente se abrieron compañías, se armaron fundaciones y sociedades, se hicieron películas y se organizaron espectáculos que todavía hoy mantienen vivo el espíritu de Duncan a través de su baile.