El marqués de Esquilache era uno de los ministros italianos que servían a Carlos III, rey de España, Nápoles y las Dos Sicilias. Vale recordar que Carlos había sido, antes de acceder al trono de España, el séptimo rey de Nápoles en llevar ese nombre. Cuando éste asciende al trono de España, lleva a un séquito de colaboradores oriundos de Nápoles para que lo asistiesen a gobernar esa nación. El nuevo monarca aspiraba a modernizar Madrid, ciudad insalubre e insegura, poco adecuada para alojar una corte. Así es como se pavimentaron calles de barro, se creó un ambicioso plan de alumbrado público y se construyen cloacas para evitar esa odiosa “agua va“, que inundaba las estrechas callejuelas de Madrid con inmundicias.
Si bien la norma existía desde 1716, Esquilache volvió a prohibir el uso de capas y chambergos, indumentarias que sumían a los malhechores en el anonimato.
Las normas dictadas aconsejaban el uso de capas cortas y de peluquines ó sombreros de tres picos para que “de ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro”, como dictaba el bando del 10 de marzo de 1766.
Estas disposiciones fueron tomadas por los españoles como un ataque a la identidad nacional ,a la “castiza vestimenta” (aunque el uso de capa y chambergo habían sido introducidas solo cien años antes por las tropas del general Schönberg en tiempos de Mariana de Austria).
Fue esta la gota que colmó el vaso y desató un reclamo popular aunque a verdadera causa del descontento era la inflación. El precio del pan había subido de 7 reales por libra a 14 en menos de 5 años, a la vez que los jornales raramente excedían los 5 reales diarios en tiempos del motín. Aún persistía en la memoria popular las hambrunas sufridas en 1677 y 1699 cuando se produjeron protestas y motines, que coincidieron con años de malas cosechas.
En esta oportunidad además de la escasez de harina se sumaba la tasa de granos aplicada en 1765 por orden del ministro Esquilache para paliar la crónica escasez del erario público español .A pesar de los inmensos ingresos de sus extensas colonias, los sucesivos gobiernos insistían en gastar más de lo que recaudaban. Las erogaciones necesarias para mantener al ejército, más el fastuoso ritmo de vida de la corte y la aristocracia ,sumada a la crónica corrupción del gobierno español y la codicia desmesurada de sus funcionarios, asistieron a este proceso inflacionario que el jesuita Juan de Mariana llamara, casi 2 siglos antes, “envilecimiento de la moneda”.
Como en toda rebelión, por más espontánea que parezca, existen intrigas palaciegas ó políticas. En este caso eran oscuras y complejas. Además de un enfrentamiento entre nobles (los que favorecían al Duque de Alba contra los que estaban a favor del Duque de Ensenada) se sumaban los conflictos entre distintas órdenes religiosas (en realidad eran los jesuitas contra las demás congregaciones) y una manifiesta xenofobia anti-italiana (grupo integrante de la corte que había copado el poder en España).
El pueblo se levanta
Ante los anuncios del duque y su intención de imponer restricciones a la vestimenta ,surgió una guerra de pasquines que en versos ingeniosos (y a veces soeces) ponían en ridículo al italiano. Cuando los alguaciles intentaron imponer las órdenes reales con multas y sanciones se encontraron con fuertes conatos de resistencia que desembocaban en actos violentos.
El agresión a un grupo de alguaciles en la plazuela de Antón Martín, el domingo de Ramos de 1776 terminó con el ataque al cuartel ubicado en las cercanías, a fin de apoderarse de armas que después empuñaron mientras marchaban por la calle de Antocha al grito de ¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache!
Encendida la chispa por misteriosos individuos que promovían la revuelta con arengas y repartiendo escritos tendencioso , una multitud enardecida avanzó hacia la Plaza Mayor donde detuvieron al duque de Medinaceli a quien le expresaron su descontento. Este se comprometió a transmitir al Rey las peticiones de la masa, entre las que resaltaba la exigencia de la renuncia del ministro. Poco tardaron en dirigirse al Palacio de Esquilache conocido como el de las 7 chimeneas, donde dieron muerte a uno de los criados y se dedicaron al pillaje, ya que el duque y su esposa, advertido del alboroto, habían huido.
La guardia española poco hizo cuando se encontró con esta multitud, a diferencia de la guardia valona (soldados reclutados en los Países Bajos) que intentó imponer el orden, sin resultado. Muchos manifestantes resultaron muertos y a su vez, los cuerpos de los valones aprehendidos eran mutilados y arrastrados por las calles.
Un padre franciscano, el padre Cuenca, intentó aplacar los ánimos y se ofreció de actuar como mediador ante el Rey, entregando un petitorio de 8 puntos, bajo la amenaza de “hacer astillas al nuevo palacio”. Si bien el Rey estaba dispuesto a dialogar con los cabecillas, los ministros extranjeros aconsejaron reprimir el levantamiento con violencia mientras que los españoles, encabezados por el conde de Revillagigedo, aconsejaron dar “el gusto al pueblo cuando todo lo que pide es justo”. El Rey aceptó este criterio y salió acompañado al balcón que daba a la Plaza de la Armenia y ordenó el retiro de la guardia valona .La multitud se desconcentró ,vivando al monarca.
Al día siguiente se corrió el rumor que Carlos lll había partido a Aranjuez y nuevamente hubo desórdenes y saqueos. Estos fueron más violentos que la jornada anterior al punto de asaltar la casa del obispo de Cartagena al que obligaron a redactar una carta destinada al Rey reiterando los reclamos efectuados el día previo. Al recibirla el monarca al día siguiente, consciente de su torpeza, Carlos III envió una carta a los revoltosos para calmar los ánimos y prometía respetar las peticiones populares, especialmente la de bajar los precios de los alimentos. La gente volvió a sus casas aclamando a Carlos. Una serie de Pasquines que circularon proclamaban que con la desaparición de Esquilache “in pace ha quedado el Reino“.
El conde de Aranda reemplazó al ministro italiano que partió al destierro, prontamente los jesuitas fueron expulsados del Imperio , acusado por los resultados de una pesquisa secreta ordenada por el Rey, de haber sido los instigadores del motín. Esta fue la excusa perfecta para quedarse con los bienes de la Compañía de Jesús, orquestada casi simultáneamente con disposiciones idénticas en otros países de Europa.
Algunos pretenden ver al Motín de Esquilache como el prolegómeno de la revolución francesa, cosa que no fue así ya que jamás se dudó de la idoneidad del rey ni los valores de la aristocracia como ocurrió en Francia, donde la intelectualidad nacida de una burguesía ilustrada puso en dudas la legitimidad de la monarquía como forma de gobierno.
En lo sucesivo el consumo de alimentos en España fue atentamente vigilado para asegurar la continuidad de provisión y valores de los mismos. Curiosamente, las capas y chambergos desaparecieron de las calles de Madrid, sin que mediara ley o bando que los prohibiera.