María Elena Walsh: Cantora de cebollitas y ejecutivos

María Elena Walsh, para muchos, es un nombre que asociamos con nuestra infancia. Autora de un impresionante repertorio que logró entrar definitivamente en el canon de las canciones para chicos (y para grandes), sin embargo, ella fue mucho más que solo eso.

Llegó al mundo el 1ero de febrero de 1930, “año de revolución”, como ella luego recordaría. Su infancia transcurrió en una casona de clase media en Ramos Mejía, donde su padre – contador funcionario del ferrocarril y músico autodidacta – alentó el perfil creativo de la menor de sus cinco hijos, fanática de los libros y los versos que, aún siendo pequeña, se animaba a escribir.

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María Elena Walsh jovencita.
María Elena Walsh jovencita.

 

Como también le gustaba el dibujo, no sorprendió que eligiera hacer la secundaria en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. La ilusión escolar no duró demasiado porque, según ella, dibujaba “como la mona”. Escribir era algo que se ve que le salía un poco mejor, ya que cuando tenía 15 años, en 1945, alguien le acercó algunos de sus versos al poeta Augusto González Castro y, gracias a su padrinazgo, estos salieron publicados en la revista El hogar y en el suplemento literario del diario La Nación.

En los siguientes dos años siguió publicando para diversos medios y haciéndose conocida en el ambiente, al punto que para 1947 pudo publicar su primer poemario Otoño imperdonable. Aunque ya contaba con la admiración de personajes como Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges y Victoria Ocampo (de quien sería amiga por el resto de su vida), y este libro la terminaría de consagrar, cuando lo quiso imprimir lo tuvo que hacer por cuenta propia. Nadie estaba interesado en los versos de una chica de 17 años. Quizás por eso mismo, la distribución del libro fue poco ortodoxa y, según sus recuerdos, “andaba siempre con un bolso lleno de ejemplares para asestárselos al que pudiera por la calle Florida”. A modo anecdótico, fue en una de estas jornadas de repartija cuando se topó con un “señor alto y corpulento”, a quien no dudó de calificar como un “monstruo sagrado de América”, al cual le dio un librito. Este hombre, en vez de seguir caminando, gentilmente la invitó a subir a una oficina del Pasaje Güemes y, después de una atenta lectura del ejemplar, le dijo “es fenomenal”. “El señor”, como luego recordaría Walsh, “se llamaba Pablo Neruda”.

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Maria Elena Walsh por Grete Stern.
Maria Elena Walsh por Grete Stern.

 

Ese librito le abrió muchas puertas más, y una de ellas la condujo a Juan Ramón Jiménez, mítico poeta español y autor de Platero y yo. Cuando visitó el país en 1948 quedó tan impresionado con Walsh que la invitó a modo de beca precaria a pasar una temporada con él y con su esposa en su casa de los Estados Unidos. Enfrentada a la rara posibilidad de abandonar el hogar con algo de independencia, ella aceptó encantada.

La experiencia, a pesar de la ilusión inicial, terminó siendo muy dura y le demandó un esfuerzo grandioso para soportarla. Según lo que luego dejó asentado en sus escritos autobiográficos: “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo (…). [C]on generosa intención con protectora consciencia, Juan Ramón me destruía, y no tenía derecho a equivocarse porque él era Juan Ramón, y yo, nadie”. Al final de esta experiencia, Walsh volvió a la Argentina por un breve espacio de tiempo y publicó un nuevo libro – Baladas con Ángel (1951), editado en conjunto con Argumento del enamorado de Ángel Bonomi – pero ya no volvería a ser la misma.

Buscando una nueva vía de escape, aceptó la invitación de la folklorista tucumana radicada en Costa Rica Leda Valladares, una mujer 10 años mayor a quién sólo conocía por carta, y se reunió con ella en Panamá para partir a Europa. Juntas emprendieron una relación sentimental y laboral en París a partir de 1952, interpretando canciones folklóricas bajo el nombre de “Leda y María”. Grabaron un par de discos y lograron hacerse algo de fama, pero por esos años europeos de carnavalitos y vidalas, según ella, “por nostalgia, por ganas de volver a jugar en mi propio idioma, empecé a escribir versos para chicos”.

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Leda Valladares y María Elena Walsh.
Leda Valladares y María Elena Walsh.

 

Esta veta se intensificó a finales de la década del cincuenta cuando el dúo retornó a Buenos Aires y Walsh comenzó a experimentar. Por pedido de la directora María Herminia Avellaneda, participó como guionista en el programa infantil Buenos días, Pinky y, junto con Leda, grabó el EP Canciones de Tutú Marambá con algunos de los temas que ella había escrito para la televisión. El salto más grande, sin embargo, se dio en 1962 cuando el dúo llevó al escenario del teatro San Martín Canciones para mirar. Este espectáculo – así como su siguiente producción, Doña Disparate y Bambuco, estrenado en 1963 – dio a conocer canciones y personajes tan icónicos del cancionero infantil argentino como “El Reino del Revés”, “La mona Jacinta”, “El twist del Mono Liso” y “Manuelita”. Tan exitoso resultó la obra entre chicos y grades que, estos últimos, según Walsh, “si no los tenían, pedían nenes prestados para ir a verla y cantar con ellos”.

Ya definitivamente separada de Leda, en la década de 1960 Walsh grabó los LP revolucionarios Canciones para mi (1963), Canciones para mirar (1963) y En el país de Nomeacuerdo (1967), y escribió libros que se volverían icónicos como Zoo Loco (1965), El Reino del Revés (1965), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) o Versos para cebollitas (1966). Esta progresión de la canción folklórica a la infantil, como bien ha indicado su biógrafo, el historiador Sergio Pujol, es mucho más natural y comprensible de lo que podría parecer en un primer momento. Después de años de actuar como recopiladora, intérprete y poeta – sumado a los recuerdos de las nursery rhymes de su infancia, repletas de juegos de palabras y sin sentidos – Walsh descubrió intuitivamente que la lírica de los cantos autóctonos y la poesía “seria” servían mucho más para educar a los niños que la poesía de jardín de infantes, a la que calificaba de “defectuosa, asesina de sintaxis, abarrotada de diminutivos, y pobres rimas hechas en versos en infinitivo”. Esta perspectiva se acoplaba perfectamente con un espíritu de renovación que corría en la pedagogía de la época que, en definitiva, planteaba que no había que confundir a los niños con tontos. Tan acertada estaba la intuición de Walsh que, además de alcanzar el éxito con su extensa producción literaria, su libro de texto para segundo grado, Aire Libre (1967), no sólo fue aprobado e incentivado oficialmente por la Comisión Permanente de Textos Escolares del Consejo Nacional de Educación, sino que también llegó a ser definido como “una verdadera bomba de tiempo en el vetusto edificio de la pedagogía infantil”.

Habiendo triunfado entre los niños, quizás no sorprenda que Walsh decidiera poner estos mismos recursos a disposición del mundo adulto. En 1968 venció sus miedos y se lanzó como solista al mundo de los recitales con el exitosísimo show y disco Juguemos en el mundo (1968), también conocido como Recital para ejecutivos. Allí, además de experimentar musicalmente, se aproximó a la idea promovida por la chanson francesa, que usaba la canción como vehículo para transmitir una noción poética, y desarrolló canciones a medio camino entre el lirismo, la nostalgia y la crítica que marcarían la época como “Los ejecutivos”, “El 45” y “Serenata para tierra de uno”.

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Después de casi una década de éxito con presentaciones y discos como La Cigarra (1972) y El bueno modo (1976), a finales de los setenta Walsh decidió abandonar el mundo de los escenarios. Según Pujol, la censura – cosa que ella denunció extensamente en su ensayo “Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes”, publicado en el diario Clarín en 1978 – se le estaba haciendo difícil de llevar. Esto, combinado con un diagnóstico de cáncer de huesos en 1981, la obligaron a retirarse del ojo público por un tiempo y dedicarse, una vez recuperada, a viajar por Europa y América con su pareja, la fotógrafa Sara Facio.

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Con el retorno de la democracia, en las décadas del ochenta y del noventa mantuvo un bajo perfil y se dedicó a trabajar en SADAIC (donde tuvo una influencia decisiva), a reeditar varios de sus libros (además de alguno nuevos), y a armar nuevas colecciones de literatura infantil internacional. En paralelo Walsh también se destacó por sus intervenciones, no siempre felices, en el mundo de la comunicación. Demostró mucho coraje y, si sentía que tenía que salir a decir algo, no se lo callaba. Prueba de esto fue el programa de 1984 La Cigarra, conducido junto con Susana Rinaldi y María Herminia Avellaneda – dónde sin tapujos, hablaban de la realidad desde una fuerte perspectiva feminista que, en el contexto de principios de los ochenta, fue recibida con extrema hostilidad – o su denuncia en 1997 acerca de la Carpa Blanca de los maestros, protesta que consideraba “agotada” y que llegó a calificar de “autoritaria”, valiéndose la crítica de los círculos progresistas de la época.

Al poco tiempo de publicar su último libro, la novela autobiográfica Fantasmas en el parque (2008), María Elena Walsh murió en enero del 2011. Como testimonia la cantidad de gente que se congregó en la Chacarita para despedirla y cantar algunas de sus canciones, no desapareció, sino que pasó a la historia como un ícono de nuestra cultura; una mujer que siempre supo como moverse y de qué manera captar el espíritu de una época para transformarla.

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María Elena Walsh.
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