Borrando a Stalin

Bajo el régimen comunista circuló por la Unión Soviética un chiste acerca de un hombre condenado a veinticinco años de cárcel. Cuando los reos le preguntaban el motivo de su condena, él respondía que por nada. “¿Por nada? –reaccionaban incrédulos–. Es imposible. Por nada solo te caen diez años”. El humor ruso reflejaba así la arbitrariedad de Iósif Stalin, el hombre que gobernó con mano de hierro la URSS de 1924 a 1953.

Su desaparición supuso un enorme vacío para los comunistas de todos los países, que le dedicaron un sinfín de elogios. Dolores Ibárruri, Pasionaria, por ejemplo, dirigente del Partido Comunista Español, calificó al mandatario soviético de “un revolucionario de acción y un gigante del pensamiento científico revolucionario”.

Se inició en Rusia una pugna por el poder. La clase política compartía ciertos objetivos, como el mantenimiento del sistema de partido único, pero difería en los medios. Unos pretendían continuar con la represión implacable de cualquier oposición al partido. Otros optaban por suavizar el sistema. En cualquier caso, la ausencia de Stalin estabilizó la vida política en tanto en cuanto los dirigentes del Kremlin ya no parecían obsesionados con presuntos enemigos internos.

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El culto a  Stalin se extendió por todos los países comunistas. En la imagen, una  concentración en China por su 70 cumpleaños, en 1948.

El culto a Stalin se extendió por todos los países comunistas. En la imagen, una concentración en China por su 70 cumpleaños, en 1948.

Un régimen paradójico

Finalmente, en 1953, Nikita Jruschov se convirtió en el nuevo líder del Kremlin. Antiguo colaborador de Stalin, había participado activamente en la eliminación de los enemigos del gobierno. Pero ahora defendía una forma de hacer política menos autoritaria.

La ideología marxista-leninista del régimen –centrada en los valores de la colectividad (la clase obrera)– se avenía mal, decía, con el culto a la personalidad que había caracterizado la historia reciente del país. Liberó a millones de personas de los campos de concentración y rehabilitó a otras tantas víctimas del estalinismo. Aunque no permitió que se revisaran los casos de algunas figuras destacadas ejecutadas por su predecesor alegando razones políticas.

Jruschov despertaba esperanzas de democratización, por lo que los estalinistas más acérrimos se vieron arrinconados. Entre ellos, Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta y responsable de miles de torturas a disidentes reales o supuestos. Ante la posibilidad de que protagonizara un golpe de Estado, Jruschov le hizo arrestar y ejecutar sin verificar sus sospechas injustificadas. Paradójicamente, la lucha contra el estalinismo comenzaba con métodos típicamente estalinistas.

El uso contundente de la fuerza también se empleó contra los opositores al dominio de Moscú sobre la Europa del Este. La muerte de Stalin había supuesto una ocasión única para rebelarse. En Polonia y Hungría se produjeron varias manifestaciones de descontento y en Berlín, capital de la República Democrática Alemana, los trabajadores fueron a la huelga.

Discurso decisivo

La situación se complicó en febrero de 1956. Durante la celebración del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Jruschov pronunció un discurso en el que arremetió contra las atrocidades de su antecesor. Justificó sus palabras por razones de conveniencia: “Si no decimos la verdad en el Congreso, nos veremos en la obligación de decirla en el futuro y entonces posiblemente no seremos quienes hagamos el discurso; no, entonces seremos los que estén bajo investigación”.

Stalin, según él, era el responsable de la muerte de miles de funcionarios del partido, acusados de crímenes inexistentes. Jruschov le recriminó no haber previsto la invasión alemana de 1941, le tachó de cobarde porque ni siquiera visitó el frente y de ineficaz en su dirección de las operaciones de la Segunda Guerra Mundial.

Este inesperado ataque a la memoria de una figura hasta entonces sacrosanta provocó una profunda conmoción en el auditorio. La primera reacción fue un profundo silencio. Nadie daba crédito a sus oídos. Se dice, incluso, que algunos delegados del partido llegaron a desmayarse de la tremenda impresión.

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La revista

La revista ‘Time’ nombró a Nikita Jruschov “hombre del año” de 1957.

Un secreto público

La denuncia antiestalinista de Jruschov había sido, en realidad, muy incompleta. Omitió que las víctimas de la represión habían sido millones, no miles. En la gran mayoría de los casos se trataba de gente que nada tenía que ver con la política. También pasó por alto su propia responsabilidad y la de sus compañeros del partido. Mintió al afirmar que él, al igual que la mayoría de los dirigentes políticos, no hizo nada por evitar la masacre porque ignoraba por completo lo que sucedía.

Las impactantes revelaciones del mandatario soviético eran, en teoría, secretas. No se debían filtrar a la prensa, argumentó Kruschev, para no dar argumentos a los enemigos del comunismo. Sin embargo, la CIA no tardó en obtener una copia del discurso, que se publicó en el diario The New York Times. En su país no salió a la luz de forma oficial hasta los años ochenta, en el gobierno de Mijaíl Gorbachov.

Stalin pasó de ser una figura para muchos deificada a un personaje incómodo. Se retiraron sus restos del mausoleo que compartía con Lenin, fundador de la URSS, en la plaza Roja, así como sus estatuas en las calles. Y la ciudad bautizada con su nombre, Stalingrado, recuperó su antigua denominación de Volgogrado.

Estos y otros cambios suscitaron la hostilidad de aquellos que seguían considerando a Stalin un héroe, el artífice de la guerra victoriosa contra la invasión nazi. Muchos no fueron capaces de asimilar que la figura a la que habían reverenciado hasta ese momento fuera, en realidad, un asesino de masas.

Contradicciones

La desestalinización suponía minar las bases de la legitimidad del estado comunista. ¿Cómo habían podido tener lugar crímenes tan terribles? Solo existían dos respuestas posibles: o la URSS no era, en realidad, un estado marxista o la teoría marxista estaba equivocada. Por ello, los antiguos colaboradores de Stalin preferían no remover el pasado. “Investigar posibles errores del sucesor de Lenin levantará dudas sobra la idoneidad de toda nuestra línea”, afirmó Lázar Kaganóvich, uno de los altos dirigentes del partido.

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El vicepresidente estadounidense Richard Nixon debatiendo con Nikita Jruschov en 1959.

El vicepresidente estadounidense Richard Nixon debatiendo con Nikita Jruschov en 1959.

Poco después, la invasión soviética de Hungría dio a entender a Occidente que todo seguía igual en la URSS. El líder magiar Imre Nagy se había puesto al frente de un movimiento reformista para eliminar los excesos del comunismo estalinista y la dependencia de Moscú.

Nagy creía que los rusos no se inmiscuirían en los asuntos de su país, pero se equivocó por completo. El Kremlin presentó los acontecimientos húngaros como una contrarrevolución financiada por Occidente y envió a sus tropas. La resistencia no tardó en ser aplastada. Nagy, capturado, fue condenado a muerte dos años después.

Impulsivo y voluble, Jruschov no sabía con exactitud cómo continuar sus reformas. Asustado por las muestras de descontento, deseaba ralentizar los cambios. Su propia situación pendía de un hilo. Tanto que en 1957 el sector más estalinista de su partido protagonizó un fallido golpe de Estado.

Tres dirigentes, Kaganóvich, Gueorgui Malenkov y Viacheslav Mólotov, estuvieron a punto de destituirle, pero finalmente no encontraron apoyo suficiente en el Comité Central del partido. Sus enemigos querían evitar que estos utilizaran una represión masiva en caso de alcanzar el poder.

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Nikita Jruschov ante las Naciones Unidas, septiembre de 1960.

Nikita Jruschov ante las Naciones Unidas, septiembre de 1960.

Los vencidos llegaron a temer por sus vidas, acostumbrados a que las disputas entre la clase dirigente se solucionaran con un pelotón de ejecución. Asustado, Kaganóvich pidió a Jruschov que se apiadara de él. El mandatario, indignado, le comunicó que no pensaba eliminarle ni a él ni a sus compañeros: “Valoráis a las demás personas con vuestro mismo rasero, pero estáis cometiendo un error”.

En palabras del historiador británico Robert Service, la clemencia mostrada por el líder soviético “supuso una ruptura importante con las prácticas de Stalin”. Jruschov perdonó la vida a sus adversarios, pero no se privó de degradarles. Nombró a Kaganóvich director de una fábrica de cemento, colocó a Malenkov al frente de una central hidroeléctrica y envió a Mólotov a Mongolia, como embajador.

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Nikita Jruschov y John Kennedy en un encuentro de 1961.

Nikita Jruschov y John Kennedy en un encuentro de 1961.

La caída

Jruschov había vencido, pero solo por el momento. En los años siguientes su posición se vio debilitada por diversos fracasos. No fue capaz de cumplir sus promesas de mejorar el nivel de vida de los ciudadanos, porque erró en los cálculos sobre la capacidad productiva del país. Además, su intento de instalar misiles nucleares en la Cuba castrista acabó en un fiasco. La firme oposición del presidente estadounidense J. F. Kennedy le obligó a dar marcha atrás. De otro modo, se planteaba un peligro real de que estallara un conflicto mundial generalizado.

Sus compañeros de partido, cansados de sus irresponsabilidades, le destituyeron en 1964. Con su caída desaparecía cualquier esperanza reformista. Le sucedió Leonid Brézhnev, uno de sus antiguos colaboradores. Bajo su liderazgo, la URSS continuó siendo un estado estalinista, en el que los disidentes podían ser internados en instituciones psiquiátricas.

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