Artigas y los precursores de la Independencia

¿Cuál es la diferencia entre libertad e independencia? ¿Podemos ser independientes si nuestra economía depende de un comercio exterior cuasimonopólico? ¿Podemos llamarnos soberanos si hasta 1880 no tuvimos moneda propia y cuando la tuvimos esta se depreció en forma exponencial, manteniéndonos ligados a una moneda extranjera como constante referencia?

Una forma de analizar esta dualidad es a través de la etimología de las palabras.

Libertad (del latín libertas) es la capacidad de la conciencia para pensar y obrar según la propia voluntad.

Sin embargo, en inglés la palabra freedom proviene de la raíz indoeuropea freodom, que significa “amar”. Del mismo origen es la palabra afraid (miedo), lo cual da a entender que el miedo sería una falta de amor, porque libertad y amor son condiciones relacionadas, al menos desde el punto de vista etimológico.

La palabra independencia (del latín in ‘negación’ – dependere ‘colgar de arriba’) es estar bajo la voluntad de otro. Un Estado independiente es aquel que toma sus decisiones sin depender de voluntades ajenas. ¿Acaso eso es factible?

En 1810 las Provincias Unidas del Río de la Plata optaron por pensar y obrar según su propia voluntad, pero subordinadas, no a la nación española, sino a la figura del rey Fernando VII que, al estar preso de Napoleón, no tenía autoridad sobre sus súbditos. Lo que se discutió en el período que va de 1810 a 1816 fue si las Juntas en España tenían el poder de tomarse la atribución de gobernar a las colonias como antes lo hacía el rey.

En el ex virreinato del Río de la Plata, las provincias también discutieron el derecho que Buenos Aires se arrogaba para gobernarlas. Todo el proceso se agravó con la vuelta de Fernando VII y con la exigencia de varias provincias de tener una independencia relativa de Buenos Aires. Estos acontecimientos forzaron la definición de algunos temas que culminaron en el Congreso de 1816, aunque no resolvieron la forma de gobierno ni la Constitución[2], como había sido el mandato.

De las naciones latinoamericanas, Argentina fue la que más años tardó en consagrar una Constitución[3] definitiva, a pesar de haber sido la que más tiempo estuvo fuera de la égida de España.

Curiosamente, en muchos libros de texto del siglo XIX se habla de la gesta de 1810 como independentista. Sin ir más lejos, Juan Bautista Alberdi, nuestro pensador más lúcido del siglo XIX, así lo consideraba. Como sabemos, esto no fue así. Existió una puja entre los patriotas, un conflicto interno que ocasionó innumerables problemas y sucesiones de Gobiernos, asambleas y discusiones entre las partes involucradas, que oscilaban entre la ilusión de una independencia relativa con la metrópolis y las ideas cambiantes de republicanos, confederados, centralistas y monárquicos.

A lo largo de esos seis años existió una amplia gama de opciones que pasaban por el sometimiento a Inglaterra —propuesto por Alvear en su carta a Lord Strangford— al simple retorno a la corona ibérica, con algunas concesiones económicas. Hubo varios intentos de implantar monarcas europeos en el exvirreinato, desde el carlotismo (que entusiasmó a varios miembros de la Primera Junta) hasta la propuesta de imponer un rey de origen incaico. La misión más notable fue la de Rivadavia, Belgrano y Sarratea, quienes intentaron instalar a un hermano de Fernando VII en el trono rioplatense cuando, para sorpresa de muchos, Napoleón volvió a París e inició los famosos “Cien días” que culminaron en la batalla de Waterloo. Entonces la intención de coronar a un príncipe español fracasó y también cayó la máscara de Fernando VII, tras la cual se escondían las intenciones separatistas del ex virreinato del Río de la Plata.

Derrocado Napoleón, Fernando VII recuperó el trono y de ser “el Deseado” se convirtió en “el Felón”, al derogar la Constitución española de 1812, de neto corte liberal. España volvía a ser la una autocracia borbónica, “absolutamente absolutista”.

La falta de toda intención de diálogo por parte del monarca español, el fracaso de la gestión para instaurar al príncipe Francisco de Paula[4], como rey del Río de la Plata, más la derrota de Bonaparte y el consiguiente fortalecimiento del sistema monárquico en Europa con la Santa Alianza fueron algunas de las circunstancias que empujaron a las Provincias Unidas hacia la independencia, aunque en la amplia geografía del virreinato coexistían distintas formas de ver esta cuestión.

El espíritu separatista, republicano y federal primó en las tierras mesopotámicas, impulsado por don José Gervasio Artigas. En Cuyo también se propugnaban las ideas independentistas promovidas por San Martín con miras a la campaña a Chile y Perú. Este deseaba la independencia para que la guerra con los realistas no fuese una guerra civil, sino una guerra entre naciones. San Martín apoyaba la propuesta de una monarquía parlamentaria, en coincidencia con Belgrano, que buscaba un príncipe para coronar en estas tierras, y a falta de uno europeo propuso uno incaico. Belgrano propuso consagrar al hermano menor de Tupac Amaru (Juan Bautista) o a Dionisio Inca Yupanqui, quien se desempeñaba como coronel de un regimiento de dragones y había concurrido al congreso de Cádiz como representante de la Colonia.

En las provincias del Alto Perú había más resistencia a la separación de España, mientras que en Tucumán y en Salta primaba la intención de pelear contra el yugo español, como lo habían hecho bajo el liderazgo de Belgrano. Buenos Aires siguió una política zigzagueante hasta que los acontecimientos en Europa precipitaron su decisión.

La ambivalencia de la clase dirigente porteña se expresó de distintas formas a lo largo de nuestra primera década de vida. Este conflicto subsistió hasta que se tomó la decisión de cortar vínculos con España o con cualquier otra potencia extranjera, aunque las diferencias en cuanto a las propuestas de organización nacional continuarían a lo largo de casi cincuenta años, con sus secuelas de conflictos civiles y represión autoritaria.

¿Cuando comienza esta gesta independentista? Algunos afirman que, al haber elegido a un virrey como Liniers después de haber luchado contra los ingleses, fue el primer esbozo independentista, afirmación ambiciosa, ya que fue Liniers el primer contrarrevolucionario en 1810, posición que le costó la vida. Hay quienes ven la Revuelta de Elio en 1808 un prolegómeno de la independencia cuando este ―en alianza con Martín de Álzaga― desconocía a Liniers como virrey por ser “afrancesado”.

Algunos autores opinan que las ambiciones segregacionistas empezaron el mismo 25 de mayo cuando un grupo de exaltados ya insinuaba una intención independentista, mientras los más cautos (que eran la mayoría) se sentían más cómodos invocando al monarca español como referente.

Ese 25 de mayo de 1810, Fidel López describió a un temeroso Mariano Moreno preguntándose qué habría de ser de ellos si volvían los españoles. Los patriotas no quemaron las naves como Hernán Cortes: se valieron de excusas y de juegos de palabras para disfrazar una actitud ambivalente.

Don Martín de Álzaga fue quizás el español más interesado en declarar una independencia relativa de la Metrópolis. Estaba más cerca de proponer una especie de Commonwealth (como propugnaba Jovellanos en la península) que una separación efectiva; en su defecto prefería coronar a Carlota como Reina del Plata. Esta era, sin dudas, la opción menos dramática, pero las pasiones dominaron los ánimos, y la codicia obnubiló la mente de algunos dirigentes.

En junio de 1812 se firmó la Constitución liberal en España, más conocida como “la Pepa” por haber sido promulgada el día de San José. Los patriotas y los miembros del Partido Moderado Español procuraron un acercamiento de las partes con el compromiso de enviar dinero a la Península a fin de apoyar la guerra contra Francia y, a su vez, despachar diputados a las Cortes de Cádiz para deliberar sobre el futuro de España y sus colonias. Hubiese sido esta la solución menos sanguinaria, una natural conjunción de intereses por lazos de sangre y por una historia en común, pero los mismos liberales españoles no estaban tan dispuestos a equipararse a los representantes de las colonias, y las tratativas así dispuestas estaban condenadas al fracaso.

Un mes después de haber sido promulgada la Constitución en Cádiz, Álzaga y otros cuarenta y ocho españoles fueron acusados por un esclavo que decía haber escuchado una conversación en la que estos promovían una contrarrevolución para derrotar al Triunvirato, aprovechando la proximidad de las tropas portuguesas en la Banda Oriental.

Treinta y dos de los apresados fueron ejecutados a fin de ofrecer una sanción ejemplificadora. Tras esta medida se adivinaba la mano de Bernardino Rivadavia, dispuesto a cobrarse una vieja afrenta infligida por el otrora poderoso don Martín. Además de este héroe de la Reconquista, murió fray José de las Ánimas, el coronel Felipe Sentenach y Francisco de Tellechea (un rico comerciante cuya única hija y heredera de 14 años se casó poco después con Martín de Pueyrredón), todos ellos de destacada actuación durante las Invasiones y ricos comerciantes a los que se les confiscaron sus bienes, utilizados para sostener el esfuerzo bélico en el Alto Perú y en la Banda Oriental. De esta forma se descabezaba a la dirigencia mercantilista española en el Río de la Plata.

Cabe destacar que, pocos meses antes, el 21 de marzo de 1812, había muerto en Buenos Aires el obispo Benito Lué y Riega, feroz monárquico y españolista. Después de la Revolución de Mayo, Lué intentó refugiarse en Montevideo, aún en manos hispanas, pero le fue prohibida la salida de Buenos Aires. El obispo mantuvo frecuentes enfrentamientos con los curas más afectos a la causa patriótica, a punto tal de sostenerse que su impensada muerte había sido fruto de un envenenamiento durante una cena opípara (por la que nuestro obispo se inclinaba, haciendo caso omiso de uno de los pecados capitales, la gula). Los dedos acusadores señalaron al padre Ramírez, y varios historiadores sostienen que fue Sarratea quien proveyó el veneno. El escándalo fue prontamente aplacado, y varios curas, como el célebre presbítero Antonio Sáenz, futuro rector de la Universidad de Buenos Aires, debieron concurrir a un obligado retiro en Luján, donde seguramente meditaron sobre lo difícil que es dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que le pertenece…

El acto más destacado convocado con la intención de separarse de España fue la Asamblea del Año XIII, aunque no se decretó la independencia ni se promulgó una constitución, ni se consagró la bandera… Solo se avanzó tímidamente hacia una forma de Gobierno autónomo. Esta timidez obedecía a que aún estaba viva en la memoria la Represión de 1809 en el Alto Perú, castigada brutalmente por los españoles.

La Asamblea del Año XIII fue convocada el 14 de octubre de 1812. Debían elegirse cuatro diputados por Buenos Aires y dos por cada capital de Provincia (hecha la excepción de Tucumán, ciudad a la que le fue concedida esa licencia a pesar de depender de Salta, por su heroica actuación en la batalla que se había librado a las puertas de esa ciudad). La votación fue in voce.

Los porteños eran mayoría dentro de la Asamblea; muchos de ellos pertenecían a la Logia Masónica. En esta había bandos contrapuestos con respecto al tema de la independencia, aunque primó el grupo conducido por Carlos María de Alvear, quien veía con preocupación la ruptura de lazos con España. La Logia fue el vehículo de los intereses británicos de no declarar la independencia, ya que España entonces era una aliada en su lucha contra Napoleón.

Como ya hemos señalado, el más ferviente promotor de la independencia fue José Gervasio Artigas un, oscuro oficial oriental. Mucho se ha hablado de dónde sacó un oficial de Blandengues criado en las asperezas de los trabajadores rurales las ideas de avanzada que expuso en más de una oportunidad. Se ha comprobado que el Protector tenía un ejemplar de la Independencia de la Tierra Firme, de Thomas Paine, que incluía una copia de la Constitución del estado de Massachusetts. Desde un primer momento Artigas expuso sus ideas sobre una independencia “relativa y absoluta” (es decir, separarse de España y establecer un régimen de autodeterminación de cada provincia a fin de mantener un pacto defensivo). Para que sus diputados concurriesen a la convocada Asamblea del año XIII, llegó a un acuerdo con Manuel Sarratea, el extriunviro y general de las tropas porteñas en la Banda Oriental, con quien mantenía una relación tirante. A fin de desahogar la situación, firmaron el Convenio de Yi (enero de 1813) para sumar sus tropas al sitio de Montevideo y enviar diputados a Buenos Aires.

Ese mismo año, un mes más tarde, Belgrano vencía a los monárquicos en Salta, y San Martín derrotaba a los realistas en San Lorenzo a orillas del Paraná. Estas victorias que afianzaban la posición de los criollos, no modificaron el ánimo de los asambleístas porteños, poco predispuestos a declarar la independencia del acuerdo a las inquietudes británicas expresadas por Lord Strangford, árbitro de los intereses ingleses en el hemisferio sur.

En la Banda Oriental se procedió a elegir a los diputados que debían llevar las instrucciones del Congreso de Tres Cruces a la Asamblea en Buenos Aires. Estas consistían en declarar la independencia de la Metrópolis, proclamar un sistema de “Confederación para el pacto recíproco de las provincias”, además de promover la libertad civil y religiosa y de mantener la separación de los tres poderes que “jamás podrán estar unidos entre sí”.

Pedían, a su vez, que el Gobierno de las Provincias Unidas residiese fuera de la ciudad de Buenos Aires, reclamo con el que coincidieron los diputados de Tucumán, Jujuy y Potosí.

Poco pudieron escucharse estas voces disidentes porque los porteñistas, que eran mayoría (Larrea y Posadas representaban a Córdoba y Alvear a Corrientes), no reconocieron los diplomas de los diputados orientales que quedaron fuera de la Asamblea.

Nos es lícito afirmar que con el rechazo de los diputados orientales comenzó la disputa entre federales y unitarios que tiñó nuestras guerras civiles. Estos últimos eran partidarios de un Gobierno único (de tendencia monárquica) y central con sede en Buenos Aires, ciudad que se creía con derecho a usurpar la hegemonía heredada de España, mientras que otras provincias discutían este liderazgo, que creían infundado. Los federales, por su lado, pretendían un mayor grado de autodeterminación para cada una de las provincias.

Rechazados los diputados orientales, se le encomendó a Rondeau, el oficial de más alto rango entre las tropas que sitiaban Montevideo, que convocase a una nueva elección, pero excluyendo a los electores de las localidades donde los artiguistas habían sido mayoría. Artigas, obviamente, desconoció a los delegados elegidos por este Congreso.

La Asamblea del Año XIII no proclamó la independencia ni dictó Constitución, pero excluyó toda mención de Fernando VII, ya que varios diputados creían que no habría de volver a asumir el Gobierno de España. Sin embargo, la Asamblea tomó algunas medidas de fondo como las de cesantear a todo ciudadano español que no se hubiese naturalizado, dictó la libertad de vientres, suspendió la mita y el yanaconazgo, abolió los títulos nobiliarios y prohibió el uso de uniformes extranjeros. También desconoció a la Inquisición y estableció la escarapela y la marcha patriótica como símbolos identificatorios, pero no reconoció la enseña nacional propuesta por Belgrano. Hasta 1815 la bandera que enarbolaron nuestros ejércitos fue la española.

Si bien muchas de estas medidas habían sido copiadas de la Constitución española de 1812 (la famosa Pepa por haber sido promulgada el día de San José), las Provincias Unidas se ponían a la cabeza de los adelantos sociales. Sin embargo, estas medidas fueron más enunciativas que efectivas porque no había muchos nobles en el territorio del Río de la Plata, y al único conde autóctono (Santiago Liniers, conde de Buenos Aires) lo habían fusilado. El marqués de Yavi y el barón Holmberg siguieron luciendo sus títulos sin inconvenientes.

Solo había un mayorazgo en el territorio de las Provincias Unidas (que era el de la familia Brizuela y Doria en La Rioja), y la mita y el yanaconazgo se practicaba fundamentalmente en el Alto Perú, que seguía en manos de los españoles.

Lo de los uniformes era lógico porque habían surgido algunas confusiones de nefastas consecuencias durante las contiendas, y la escarapela servía para distinguir amigos de enemigos en esas contingencias.

Por último, la tan mentada libertad de vientres terminó perjudicando a la gente de color, porque los hijos de esclavos debían abandonar prontamente la casa de sus amos. ¿Dónde iba a ir un joven de color sin educación ni oficio? Pues al ejército. Por esta razón, muchos jóvenes negros fueron a parar a los ejércitos de la patria, donde sirvieron de carne de cañón. Por eso una ciudad como Buenos Aires que contaba con un treinta por ciento de habitantes de color terminó constituida por una población casi exclusivamente de origen europeo.

La Asamblea otorgó una amplia amnistía, pero excluyó de esta a Saavedra y a Campana (el primero por estar sospechado de ordenar la muerte de Mariano Moreno y el segundo por la asonada de los orilleros en 1811). En el orden económico establecieron la fiscalización de la tierra pública (base de la futura enfiteusis) y nacionalizaron la minería —con el fin de recuperar las minas del Potosí o de poner en marcha las de Famatina—. Por otro lado, suspendieron la ley que obligaba a los comerciantes extranjeros a consignar sus productos a mercaderes locales. Esta ley terminó beneficiando a los comerciantes extranjeros, ya que los británicos lograron eludir los empréstitos forzosos que obligaban a los locales a aportar fondos para la guerra de liberación. Los ingleses dominaron el negocio del cuero y del sebo, además de comprar con descuento los bonos a corto plazo emitidos por el Segundo Triunvirato. Estos bonos fueron utilizados a su valor nominal para pagar los aranceles de exportación, lo cual fue beneficioso por la inflación (que entonces rondaba el seis por ciento anual).

Los comerciantes criollos, desplazados por los británicos, se volcaron intensivamente a la ganadería y al negocio de los saladeros. Estos serían el sostén económico de las provincias en las décadas venideras.

La Asamblea no fue muy popular en Buenos Aires a punto tal que el decreto de iluminación y festejo por la reunión de los diputados despertó tan poco fervor que las autoridades debieron ir casa por casa conminando a su cumplimiento.

Mientras esto se deliberaba a orillas del Plata, Napoleón retrocedía perseguido por el “General Invierno” en Rusia. El 13 de junio de 1813 Wellington derrotaba a los franceses en Vitoria (España).

En la Banda Oriental continuaba el sitio de Montevideo a pesar de la heroica Batalla del Cerrito. Esta victoria no apaciguó los enfrentamientos entre Sarratea y Artigas, que culminaron el 16 de enero del año 1813 con la desaparición de toda la caballada del ejército liderado por el extriunviro porteño. De la noche a la mañana desaparecieron miles de caballos sin un relincho. Obviamente, Sarratea pensó que Artigas y sus charrúas debían estar detrás del asunto. Viéndose acorralado, Sarratea ofreció una suma tentadora para deshacerse de Artigas. A tal fin tentó a Fernando Ortogués, primo del Protector, quien se quedó con el dinero y denunció la situación a las autoridades. Después de otra mendaz acusación a Artigas, haciéndolo pasar como un traidor aliado de Vigodet, Sarratea se vio obligado a volver a Buenos Aires el 21 de febrero de 1813. El jefe de los orientales se había impuesto a la conjura porteñista.

La decepción por el devenir de la Asamblea del Año XIII y las desinteligencias en la conducción del sitio de Montevideo calaron hondo en el espíritu de Artigas quien, con razón, se sentía traicionado. El 20 de enero de 1814 partió con rumbo desconocido. Emprendía “La Marcha Secreta”. Dejó una nota a un amigo que decía: “He sido tratado con el último desprecio, vejada mi seguridad y la de los pueblos… Voy siguiendo mi gran obra”.

La desaparición de Artigas creó inquietud entre los sitiadores, circunstancia aprovechada por los españoles para salir de Montevideo a forzar la situación. Poco duró su entusiasmo; las tropas criollas no abandonaron sus puestos, y los realistas debieron volver a la protección de las murallas. No en vano los españoles llamaban a Montevideo “La Fidelísima”.

Alarmado por el protagonismo de Artigas, el 11 de febrero de 1814, el Director Posadas declaró a Artigas traidor y le puso precio a su cabeza (6000 pesos, una cifra muy superior a los 200 pesos que le había entregado la Primera Junta para sublevar a la Banda Oriental en 1810).

El diputado oriental, Felipe Santiago Cardoso, supuesto autor de la Constitución Federal presentada a la Asamblea del año XIII, fue acusado de mantener correspondencia “sediciosa y turbativa” con las autoridades del Alto Perú, a las que había invitado a sumarse a la lucha de las Américas, proponiendo un sistema federativo. Cardoso fue apresado, y el Gobierno porteño lo condenó a muerte por las misivas cursadas, aunque la ejecución no se llevó a cabo, transmutada por el exilio en La Rioja.

Por varios meses Artigas no dio a conocer su paradero, ya que podía correr una suerte aún peor que la de Cardoso. Enterado de estas desavenencias, Vigodet le ofreció al jefe oriental la posibilidad de pasarse al bando realista. Artigas rechazó el ofrecimiento con una frase reveladora: “Con los porteños tendré siempre tiempo de arreglarme, pero con los españoles jamás”.

El jefe de los orientales aprovechó su alejamiento de Montevideo para incrementar su prestigio en la Mesopotamia. La presencia del caudillo, a escasos kilómetros de Buenos Aires, inquietó a los porteños, quienes enviaron al recientemente arribado barón Holmberg para atrapar al sedicioso. A orillas del arroyo Espinillo, en Entre Ríos, se libró la primera de las muchas batallas que jalonaron la contienda entre unitarios y federales. La suerte le resultó esquiva al barón, quien fue capturado por las tropas artiguistas y pudo volver a Buenos Aires gracias a la magnanimidad del oriental, convencido de que Artigas tenía razón…

La prédica federativa de José Gervasio se elevaba sobre las cuchillas mesopotámicas junto a la bandera creada por Belgrano, pero cruzada por una banda roja, para simbolizar la sangre derramada en las luchas libertarias y que el oriental usaba como insignia.

Mientras tanto y por unos meses más, continuó flameando la enseña española sobre el fuerte de Buenos Aires.

Hambreados por el sitio y bloqueo impuestos por la flota patriótica conducida por el almirante Brown, los españoles en Montevideo estaban dispuestos a negociar una capitulación honrosa, siempre y cuando Artigas estuviese presente. La derrota de Holmberg y la amenaza de sublevar toda la Mesopotamia hizo recapacitar al Gobierno de Buenos Aires. Debían arreglar con Artigas y a tal fin enviaron a Francisco Candioti (rico estanciero conocido como el “Príncipe de los gauchos”) y al fraile Mario Amaro para ofrecerle al oriental una retractación. “El ciudadano Artigas ha sido indignamente infamado”, proclamó en un documento el Director Supremo. Artigas pasaba de bandido a prócer solo con la firma de un decreto. Allanadas las diferencias, Posadas le escribió una carta a Artigas, donde lo trataba de “mi amigo y apreciable paisano…”; era momento de unirse para tomar Montevideo.

En 1814, Napoleón estaba recluido en la isla de Elba, pero el 22 de marzo decidió volver a París para tomar el Gobierno, apenas acompañado por un reducido séquito. Jamás el pequeño Corso fue más grande, enfrentando solo a los ejércitos que salían a apresarlo y caían rendidos a sus pies. Napoleón volvió a ceñirse la corona de Emperador y a amenazar a las monarquías europeas.

Casi al mismo tiempo y ante el asombro tanto de peninsulares como de criollos, Fernando VII volvía al trono español. Sin aclamaciones y sin proclamas se instaló en el Palacio Real el 4 de mayo, decretó la ilegalidad de todo lo actuado por las Cortes de Cádiz y derogó la Constitución de 1812, que limitaba su poder. De nada había servido la gesta de los intelectuales liberales, de nada había servido la guerra contra Francia en ausencia de su rey; Fernando volvía y tiraba por la borda años de esfuerzo. Como se ha dicho, de “Deseado” a “Felón” en un paso.

Obviamente, hubo reclamos y quejas, pero poco duraron. ¿Por qué no se encontró más resistencia?, porque la Constitución de 1812 implicaba un aumento de los impuestos a los campesinos. Al verse liberados de esta onerosa carga, el campesinado apoyó masivamente al monarca. Con el rey regresó la Compañía de Jesús, se reavivó la Inquisición y se favoreció a la Iglesia. Esto le otorgaba a Fernando el apoyo de gran parte de la población, que desconfiaba de “masones y de herejes”. Los liberales no se aplacaron a pesar de la represión y hubo varios alzamientos en los años siguientes y hasta 1820, cuando una revolución liberal (fogoneada por algunos criollos) impidió el envío de una gran armada para recuperar el Río de la Plata.

La represión en las colonias españolas, que no se había atenuado en ausencia de Fernando VII, se reavivó cuando este volvió al trono. El monarca deseaba recuperar su Imperio, y especialmente la renta de sus colonias para reconstruir su poder.

Durante ese conflictivo año 1814, el 15 de junio, tras la Batalla de La Puerta, los españoles amenazaron con tomar Caracas. El pueblo caraqueño, al igual que el oriental y el jujeño, apeló al éxodo y a la estrategia de tierra arrasada que tan buenos resultados les había reportado a los rusos contra Napoleón. Este éxodo debilitó a la Segunda República de Venezuela, y el Libertador Simón Bolívar debió retirarse a Jamaica y a Haití, donde conoció a la curiosa monarquía negra instaurada por el general Petión (quien años más tarde asistiría también al coronel Manuel Dorrego durante su exilio).

La Junta de Asunción de Paraguay no envió diputados a la Asamblea del Año XIII, a pesar de haber sido invitada a participar. La figura de Gaspar Rodríguez de Francia se agigantaba dejando de lado al otro cónsul, Fulgencio Yegros. En octubre de 1814, Rodríguez de Francia fue proclamado Director Supremo de la República por voto popular. Una de las primeras medidas de Francia fue cortar la relación de subordinación y dependencia con Buenos Aires. A pesar de la carta de Artigas donde invitaba a unir fuerzas contra los porteños, Francia prefirió la política de reclusión que caracterizó su gesta.

En México la figura dominante era la del cura José María Morelos quien, después de haber liderado la revolución contra los españoles, convocó al Congreso de Chilpancingo, donde se promulgó una Constitución, y el 6 de noviembre de 1814 se declaró la independencia de México. Corta vida tuvo la República mexicana, ya que una fuerza expedicionaria española reconquistó el antiguo virreinato. Morelos murió fusilado el 22 de diciembre de 1815.

Mientras que Fernando permaneció alejado del trono, su hermana, la reina Carlota, casada con Juan VI de Portugal, aspiraba a gobernar todo el territorio del Virreinato del Río de la Plata, fogoneada por Lord Strangford (hombre de muchos ascendientes sobre la Corte lusitana después de haber organizado su huida desde Lisboa a Río de Janeiro para que no cayera en las manos de Napoleón). La idea de tener a Carlota en el trono porteño no les disgustaba a muchos de nuestros patriotas (como Vieytes, Paso, Castelli y el propio Belgrano), pero no así a los artiguistas, quienes habían vivido de cerca la amenaza constante de los portugueses, invasores de las Misiones Jesuitas orientales al río Uruguay y depredadores de todo el territorio al norte del Río Negro en la provincia cisplatina. Darle el trono a Carlota implicaba entregarse a los odiados “portugos”, y esa hubiese sido la peor suerte para los orientales, razón suficiente para oponerse a este proyecto.

Mientras esto acontecía en el mundo, los españoles de Montevideo no pudieron resistir el sitio, y el 21 de junio de 1814 capitularon ante el joven general porteño Carlos María de Alvear, aunque habían estado en tratativas con Otorgués para entregar la plaza a Artigas. El hambre pudo más y, después de una larga serie de condiciones que el general Alvear prometió cumplir, Vigodet abrió las puertas de la fortaleza. Alvear poco tardó en romper su palabra bajo el pretexto de un supuesto complot, que terminó con Vigodet y sus oficiales en la cárcel. Esa misma noche las fuerzas porteñas perpetraron un inexplicable ataque contra los orientales acampados a las afueras de Montevideo. Alvear se fue en confusas explicaciones y le dio largas al asunto mientras vaciaba a la ciudad de Montevideo de sus defensas. Los trecientos cañones que la protegían se transportaron a Buenos Aires, más municiones, pólvora, mercadería y dineros públicos. Estos fueron reclamados en varias oportunidades por Artigas, sin resultado alguno. La fortaleza quedó como una cáscara vacía e indefensa.

La toma de Montevideo es un hito importante en nuestra historia, quizás el más importante en el Río de la Plata durante la guerra de emancipación, porque privó a la marina española de un puerto donde desembarcar sus tropas para la reconquista de sus colonias.

Como dijimos, muchos miembros de la conducción porteña temían la retaliación hispana (de allí la sucesión de Gobiernos que caracterizaron nuestros primeros años de vida). ¿Juntas o Triunviratos? ¿Monarquía o República? ¿Director Supremo o gobernadores? De nuestros próceres, los pocos que encarnaban el ideario republicano eran Artigas y sus seguidores, Ramírez, López y Güemes (quien había servido en la Banda Oriental).

Belgrano, San Martín, Rivadavia, Pueyrredón, Alvear, Paso y muchos otros abrazaban ideas monárquicas con un sistema parlamentario a la inglesa.

Cuando aún no había caído Montevideo, Sarratea le envió una carta a Fernando VII, vuelta a sus funciones reales después de un dorado cautiverio, en la que se declaraba “Vasallo de su Majestad…” y expresaba su disposición para lograr la conciliación con la metrópolis después de una “gran confusión” ocasionada por su ausencia. ¿Volver a los brazos de “el Deseado”? ¿Traer a uno de sus hermanos como rey? ¿Subordinarse a Inglaterra? Esas eran algunas de las preguntas que mantenían en “una gran confusión” a los patriotas.

Las diferencias entre porteños y orientales se fueron tensando mientras esquilmaban prolijamente a la ciudad de Montevideo. La conflictiva relación entre las partes llegó a tal punto de efervescencia que el Gobierno de Buenos Aires envió a uno de sus mejores oficiales, el Coronel Manuel Dorrego, a poner orden en la Banda Oriental.

Artigas convocó a sus tropas, incluidos varios centenares de charrúas, para enfrentar a Dorrego. Conocedores del terreno, los orientales atrajeron a los porteños hacia el paso de Guayabos mediante un ardid pergeñado por Fructuoso Rivera. Allí fueron encerrados y exterminados. Dorrego apenas pudo escapar con un puñado de hombres, entre los que se encontraba un joven cadete llamado Juan Galo Lavalle. Este nunca le perdonó a su jefe esta derrota ignominiosa.

Aconsejado por Lord Strangford, Posadas se decidió a enviar una comitiva a España para reconciliarse con Fernando VII, pero tratando de lograr cierto grado de autonomía. En principio, Manuel Belgrano y Pedro Medrano viajarían para reunirse con Sarratea, quien desde hacía meses trataba de “felicitar al rey y obtener la paz para las provincias”. A último momento Medrano fue reemplazado por Bernardino Rivadavia, rehabilitado después de su desafortunado paso por el Triunvirato. En Río de Janeiro, Belgrano y Rivadavia pasaron casi obligadamente a brindar sus respetos a Lord Strangford, con quien charlaron largamente, abrevando de sus opiniones sobre el destino de las Provincias Unidas.

El viaje de los embajadores estuvo a punto de lograr su cometido y traer un príncipe español a fin de coronarlo rey del Río de la Plata, Chile y Perú. El príncipe de marras era Francisco de Paula, hermano menor de Fernando VII (y supuesto hijo de la reina Luisa con el príncipe Godoy). El exrey Carlos IV estaba muy contento de volver a recuperar una parte de su poder y cobrar una suculenta pensión, que sería donada amablemente por sus agradecidos súbditos porteños, quienes también prometieron pensiones y honores al ahora caído en desgracia, el exministro Godoy. Tan entusiasmados estaban los diputados del Río de la Plata que Manuel Belgrano redactó una Constitución, y junto al monarca planearon modificar el escudo consagrado por la Asamblea del Año XIII, incluyendo en este las tres flores de lis de los Borbones… pero todo llegó a su fin cuando Fernando se enteró de que sus padres pensaban mutilar su imperio, y, para colmo de males, a Napoleón se le ocurrió volver de su exilio. Con la “Bestia” suelta, cualquier cosa podía pasar. No, era mejor dejar las cosas como estaban.

Posadas le escribió a San Martín: “El maldito Bonaparte la embarró al mejor tiempo […] y nos ha dejado en los cuernos del toro”.

Como hemos dicho, la actuación de Alvear en Montevideo había sido poco honrosa (para no decir bochornosa), y así se lo hicieron saber las autoridades españolas a Rivadavia y a Belgrano. El mismo Lord Strangsford lo comentó con el ministro Castlereagh, dubitativo ante el ofrecimiento de España, que prometía concederle ventajas comerciales en sus colonias si los asistían en la reconquista de América Latina. Ante la negativa británica (que bien sabía que de una u otra forma obtendría esas ventajas… y así fue), Fernando VII recurrió a Rusia que, después de la derrota de Napoleón, ya se perfilaba como una nueva potencia mundial. No se llegó a un arreglo por problemas con la flota rusa. (Una lástima porque la actividad del Tsar y su gente en tierras de América del Sur se hubiese prestado a las más bizarras aventuras).

Castlereagh instó a España a conservar su ascendencia legal y derechos preferenciales de comercio sobre sus colonias, pero creía conveniente otorgarles un gobierno propio y libertad de comercio con todo el mundo. Fernando VII, aunque debilitado por años de guerra, no estaba dispuesto a realizar esas concesiones; se jugó el todo por el todo y al final se quedó con nada. Fernando VII fue lo peor que le pasó a España…

Carlos María de Alvear era una máquina de dar sorpresas; gracias a la toma de Montevideo, su tío Posadas lo nombró Jefe del Ejército del Norte, y el joven general marchó a su puesto enarbolando la enseña española. Este gesto, más el rumor de que Posadas había acordado la entrega de las Provincias Unidas a España después del retorno de Fernando VII al trono, causó el descontento de los soldados criollos, quienes se rebelaron el 8 de diciembre de 1814. A pesar de tener el Ejército del Norte en contra, no gozar de la simpatía de San Martín (quien organizaba el ejército de los Andes en Mendoza) y haber sido derrotado Dorrego en Guayabo, el 15 de enero de 1815 Alvear asumió como Director Supremo. A dos semanas de haber tomado el mando, siempre preocupado por la amenaza de invasión al Río de la Plata por parte de una flota española, el nuevo Director Supremo le envió una carta a Lord Strangford a través de José Manuel García, en la que le ofrecía a Gran Bretaña el protectorado de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Después de la sorpresa inicial, el embajador inglés rechazó de plano la propuesta por no estar convalidada por la Asamblea.

El Doctor García, siguiendo las órdenes de Alvear, continuó viaje a Inglaterra para presentarse ante el ministro inglés y reiterar la propuesta. Allí se encontró con Belgrano y Rivadavia, quienes lo convencieron de no entrar en semejante componenda.

A fin de no tener tantos frentes abiertos, Alvear le ofreció a Artigas la independencia de la Banda Oriental a través de Elías Galván y Guillermo Brown, quienes oficiaron de intermediarios. Artigas rechazó la propuesta porque sabía que su provincia, sin apoyo de las demás, sería inmediatamente invadida por los lusitanos.

El poder de Artigas se extendía por las Provincias Unidas, su protectorado se expandía más allá de la provincia de Córdoba. En marzo de 1815 tropas artiguistas cruzaron a Santa Fe para apoyar la lucha de esta provincia contra la invasión porteña, celosa del rol aduanero que tenía esta ciudad para la entrada de productos de ultramar.

Afianzado en su condición de Protector de los Pueblos Libres, Artigas se instaló en Purificación, donde ensayó sus principios republicanos, otorgando tierra sin dueño (o que había sido expropiada de “los españoles y manos americanos”) a las personas de escasos recursos. Esto fue considerado por algunos historiadores como una revolución agraria, aunque en realidad ponía en práctica los principios jesuíticos y de los comuneros españoles venidos a América en tiempos de Carlos V. También fijó tasas aduaneras acordadas con mercaderes ingleses y promovió la educación y la justicia en un país desolado por las guerras.

Preocupado por el auge del Protector —que dominaba literalmente la mitad del territorio de las Provincias Unidas—, Alvear ordenó al Ejército del Norte bajar de Córdoba para luchar contra las tropas mesopotámicas. Inmediatamente los oficiales del ejército, muchos de los cuales habían conocido a Artigas y sus ideas, no tardaron en sublevarse al llegar a Fontezuelos. La presión era tal que Alvear debió renunciar no sin antes haber tratado de imponerse por el terror, haciendo fusilar al oficial Joaquín Úbeda, supuestamente relacionado con los artiguistas. La Asamblea pretendió reemplazar la figura del Directorio con la de un nuevo Triunvirato encabezado por San Martín, Rodríguez Peña y Matías Irigoyen a la cabeza, pero el primero estaba en Mendoza, y el Cabildo resistió esta iniciativa.

Acorralado, Alvear debió embarcarse en una fragata inglesa que lo condujo a Río de Janeiro. Allí, dedicó su tiempo a comunicarles a las autoridades portuguesas el número y características de las fuerzas con las que contaban las Provincias Unidas mientras él escribía una carta a Fernando VII, donde le solicitaba “se digne recomendarme a su Soberana piedad”.

Años más tarde su nieto, el presidente Marcelo Torcuato de Alvear, trató de recuperar estas cartas para evitar el juicio de la historia. Como ven, no tuvo éxito.

Rondeau fue designado Director Supremo ad referendum de las otras provincias, pero permaneció al frente del Ejército del Norte, al que conduciría de derrota en derrota, mientras que Álvarez Thomas (sobrino de Manuel Belgrano) asumió el puesto de Director Supremo el 5 de mayo de 1815 en carácter de Director Interino. Apenas una semana más tarde, derogó las anteriores imputaciones contra Artigas, quemando en la Plaza de las Victorias todos los decretos que injuriaban al Protector. En esos días, por primera vez se arrió el pabellón español, que flameaba desde hacía cinco años sobre el fuerte de Buenos Aires y se izó la bandera de Belgrano, mientras sobre las provincias mesopotámicas flameaba la insignia artiguista, la misma celeste y blanca, pero cruzada por una banda roja.

A fin de resolver las diferencias entre Buenos Aires y el Protectorado, Álvarez Thomas envió al coronel Blas José Pico y al doctor Francisco Rivarola como delegados para discutir los términos de un acuerdo con el padre Larrañaga y con José Reynal.

Los diputados porteños se dirigieron a Purificación, donde llegaron a mediados de junio. Con la intención de congraciarse con Artigas, llevaron como presente griego a siete oficiales orientales con los que el Protector había tenido diferencias en el pasado. Casi todos habían militado entre las tropas de Buenos Aires y enfrentado a los orientales. Artigas podría disponer de ellos a su antojo… En cambio la fiera, la bestia, el implacable caudillo enemigo de la civilización inmediatamente los liberó. “No soy verdugo de Buenos Aires”, les espetó.

Los estupefactos diputados porteños recibieron, además de esta lección de magnanimidad, una propuesta de arreglo que repetía los postulados artiguistas: cada provincia tendría igual dignidad, privilegios y derechos; quedaban vinculadas por un pacto defensivo y deberían respetar una misma Constitución. Pico y Rivarola tenían instrucciones de ofrecer lisa y llanamente la independencia de la Banda Oriental, mientras Entre Ríos y Corrientes quedaban en libertad de elección para adherir o al Protectorado oriental o al Directorio porteño; Santa Fe y Córdoba no gozaban de esa posibilidad: debían permanecer bajo la esfera de Buenos Aires.

Como no llegaron a un acuerdo, el Protector de los Pueblos Libres convocó a un Congreso en Mercedes a los delegados de las provincias artiguistas, aunque a último momento se eligió el Arroyo de la China (actual Concepción del Uruguay) para la convocatoria.

El Congreso se reunió el 29 de junio de 1895; los diputados de la Mesopotamia, incluidas Misiones, Santa Fe, Córdoba y, obviamente, la Banda Oriental propusieron articular una “unión libre, igual y equitativa”.

Los diputados enviados por Misiones eran indios de las Misiones jesuíticas, designados por Andresito Artigas. El único cuya presencia fue confirmada era la de Andrés Yacabú, y probablemente hubiera llegado para el final de las deliberaciones. Por Corrientes asistieron Juan Francisco Cabral; Ángel Mariano Vedoya, por la capital; Serapio Rodríguez, por Riachuelo; Juan Fernández, por Itatí; Sebastián Almirón, por Esquina; y el mismo Artigas, por San Roque.

Se sabe que el doctor José Simón García de Cossio asistió a las sesiones junto a Francisco de Paula Araujo, en representación del “continente de Entre-Ríos”. Justo Hereñu fue elegido por la villa de Nogoyá (Entre Ríos).

Francisco Martínez, Pedro Bauzá, Miguel Barreiro (y seguramente algunos más de quienes no hay registro porque convivían con Artigas en su campamento de Purificación) asistieron al nuevo Congreso.

Por Santa Fe fueron Pedro Aldao y Pascual Diez de Andino y por Córdoba fue el abogado José Antonio Cabrera y Cabrera, a pesar de que el mismo Álvarez Thomas envió al teniente coronel José Ambrosio Carranza para convencer al gobernador Díaz de que no enviase diputado alguno. Cabrera fue el único representante que asistió a ambos Congresos, el de Concepción del Uruguay y el de Tucumán. Lo acompañaron a Cabrera, José Roque Savid (o Savia) y el presbítero doctor Miguel del Corro, enviados por Córdoba.

Si bien no se ha conservado el documento original, se supone que este fue el texto redactado:

Miércoles 29 de junio de 1815

Arroyo de la China, provincia de Entre Ríos

Nos los representantes de las provincias de Misiones, la Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba, reunidos bajo la voluntad del Todopoderoso, ligados entre sí por fuertes compromisos de unión y justicia, lealtad y patriotismo, juramos la independencia absoluta y relativa de esas provincias que componen la Liga de los Pueblos Libres, no solo de España sino de todo poder extranjero o interno, enarbolando su estandarte tricolor. Dado en Arroyo de la China, firmada por nuestra mano, sellada con el sello del Congreso y refrendada por nuestros secretarios.

José Simón García de Cossio, correntino;

José Antonio Cabrera de Cabrera, cordobés;

Pascual Diez de Andino, santafecino;

Miguel Barreiro, oriental;

José Gervasio Artigas, capitán general.

Es preciso subrayar que desde abril de 1813 todos los funcionarios artiguistas se ponían en funciones con un mismo juramento:

¿Juráis que esta Provincia por derecho debe ser un estado libre, soberano e independiente y que debe ser reprobada toda adicción, sujeción y obediencia al rey, reina, príncipe, princesa, emperador y Gobierno Español y a todo otro poder extranjero cualquiera que sea y que ningún príncipe extranjero, persona, prelado, Estado potentado tienen ni deberán tener Jurisdicción alguna superioridad preeminencia autoridad no otro poder en cualquiera materia Sibil Eclesiástica dentro de esta Provincia excepto la autoridad que eso puede ser conferida por el Congreso General de las Provincias Unidas?

De acá en más, se presentaban como funcionarios de un Estado “libre, soberano e independiente”.

¿Por qué Artigas no defendió esta declaración como lo habían hecho las colonias americanas a las que trataban de emular? Quizás, y solo quizás, no quería granjearse la manifiesta enemistad de los porteños y de los españoles. Lo único que está documentado es que, cuando se enteró de la declaración de Tucumán, solo entonces se limitó a decir que ellos ya la habían declarado.

Terminado el Congreso, se designaron cuatro diputados para dirigirse a Buenos Aires y comunicar la determinación independentista de estas provincias mesopotámicas. Barreiro, Cabrera, García Cossio y Diez Andino viajaron el 11 de julio a bordo del Neptuno hacia la capital, pero no fueron atendidos por Álvarez Thomas y estuvieron encerrados en una fragata mientras se realizaban los aportes para invadir, una vez más, la provincia de Santa Fe. Álvarez Thomas jamás habló con los delegados, quien lo hizo en su nombre fue el presbítero Antonio Sáenz, el mismo que un año más tarde firmaría el acta de Tucumán y sería el primer rector de la Universidad de Buenos Aires.

Al haberse enterado de la reclusión de sus diputados, Artigas envió una carta donde protestaba enérgicamente por ese “ultraje”. Álvarez Thomas solamente se limitó a responder, en una nota enviada el 1 de agosto, lo inadmisible de las propuestas artiguistas.

La posición de Álvarez Thomas continuaba siendo la misma; ofrecía la independencia a la Banda Oriental para terminar con las injerencias del oriental en los asuntos de las Provincias Unidas (que de esta forma dejaban de ser tan unidas). En una carta que le escribió a Artigas confirmó esta propuesta con un giro que hacía alusión a la historia clásica. “Las repúblicas de Atenas y Lacedemonia, bajo dos constituciones contrarias, consiguieron ser igualmente gloriosas y felices”.

Esta no era la perspectiva de Artigas, quien sabía que, sin un pacto defensivo, la Banda Oriental terminaría en manos de los portugueses, como aconteció un año más tarde.

Vale destacar que, mientras se constituía el Congreso en Tucumán, Bernardino Rivadavia trató de lograr un acercamiento con España. Después de largas dilaciones (porque la corte madrileña no estaba dispuesta a negociar con una colonia que se había portado en forma tan aviesa como lo había hecho Alvear al haber tomado Montevideo) pudo reunirse con el ministro Pedro de Cevallos y le ofreció que las Provincias del Río de la Plata volviesen a ser parte de la monarquía reconociendo su vasallaje. A pesar del “generoso” ofrecimiento, la Corte no estaba dispuesta a confiar en esta gente porque ya planeaba recuperar sus colonias a sangre y fuego.

Bernardino Rivadavia fue expulsado de España. Esto aconteció el 16 de julio de 1816, una semana después que en Tucumán declararon la independencia de las otras provincias que no habían asistido al Congreso del Arroyo de la China, hecha la excepción de Córdoba, que estuvo presente en ambas declaraciones.

Un año más tarde, Artigas se encontraba en el difícil trance de pelear contra el Imperio lusitano sin el apoyo porteño. No solo no tuvo asistencia de Buenos Aires, sino que se rumoreaba que estaba en la mente de algunas autoridades porteñas el sometimiento a la corte de Río de Janeiro. Tan insistente fue esta versión que el diputado Medrano instó a la modificación del acta redactada en Tucumán, donde aclaraba que nuestra independencia no solo era de España, sino de cualquier otra potencia extranjera. Esta definitiva declaración de la Independencia fue presidida por Sánchez de Loria.

Don Gervasio continuó luchando contra la adversidad, peleando contra el Imperio, los porteños y la desazón de sus allegados, constantemente hostigados por las derrotas y por la escasez de medios. Fueron cuatro años de sinsabores y de traiciones y de apenas un puñado de ilusiones que llegaron a su fin cuando, perseguido por Ramírez, su lugarteniente, envanecido por las propuestas de Sarratea y de Alvear, decidió abandonar la lucha iniciada casi 10 años atrás.

Antes de haber cruzado al Paraguay, donde lo esperaba un destino incierto a manos del misterioso Doctor Rodríguez Francia, entregó el dinero que le quedaba para asistir a los prisioneros orientales que languidecían en las prisiones de Río de Janeiro. Acompañado por el fiel negro Ansina, el Protector se internó en tierra guaraní, y así culminó su gloriosa tarea.

Artigas murió en el exilio paraguayo, como un humilde labrador que instruía a los niños en los secretos de la religión traduciendo la Biblia al guaraní, especialmente la lectura del Éxodo, porque insistía en que “los niños americanos debían saber que se puede elegir entre el cautiverio y el desierto”.

José Gervasio Artigas falleció el 23 de septiembre de 1850. Su gesta es aún discutida y se presta a interpretaciones, pero nadie podrá negar su franca posición independentista, federal y republicana. Fue un americanista que soñaba una patria más grande, pero defendía con furor los derechos de la patria chica. Un hombre cuyos ideales excedían los limites de las provincias y de las dos orillas, que fueron testigos de sus sacrificios.

[2] El congreso de Tucumán con posterioridad se trasladó a Buenos Aires, donde se dictó la Constitución de 1819, rechazada por las provincias.

[3] Como vimos, la Constitución de 1819 no fue aceptada y la de 1826 solo estuvo en vigencia tres años. Habría que esperar hasta la Constitución de 1853 para la organización legal del país. Durante el largo Gobierno de Rosas este se negó a dar una Constitución al país.

[4] Las malas lenguas decían que en realidad Francisco de Paula era hijo de la reina y del ministro Manuel Godoy. El mismo Goya, al pintar el retrato de la familia real, destaca el parecido entre el joven y Godoy al que llamaban “el Príncipe de la Paz” (por su negociación de la Paz en Basilea en 1795).

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