Ante todo debemos tener en cuenta la psicología colonial y la permisividad en ciertas conductas sexuales que imperaban en esos tiempos. Los españoles conquistaron América a sangre y fuego, pero no fue este su mayor logro. La verdadera conquista de América fue erótica. Un puñado de españoles pobló un continente de mestizos.
A diferencia de los ingleses, los españoles daban rienda suelta a sus pasiones, cohabitando con varias mujeres a la vez, dada la liberalidad de las nativas y la escasez de mujeres blancas. Asunción se convirtió en el paradigma de la lujuria colonial, “el Paraíso de Mahoma”. Allí algunos españoles llegaron a vivir con treinta concubinas al mismo tiempo y criaron más de setenta hijos, sin que esta multiplicidad de relaciones generase las culpas y el escándalo que hubiesen ocasionado en la Península. Este fenómeno fue disminuyendo en intensidad, pero de ninguna forma desapareció; la costumbre quedó impregnada en la sociedad latinoamericana, donde hombres poderosos actuaron como los machos alfa de la manada, diseminando generosamente sus genes a lo largo y ancho del territorio. Bruno Zabala, fundador de Montevideo, terminó sus días soltero pero con diez hijos habidos con distintas mujeres en su prolífica y autoimpuesta tarea de poblar estas soledades.
El mismo Artigas contabilizaba catorce vástagos, aunque la historia oficial solo mencione a José María, el único supérstite de los hijos habidos con su prima Rosalía Rafaela Villagrán. En el caso de Artigas, la alienación de su esposa justificó sus ulteriores romances, pero al momento de casarse ya contaba con cinco vástagos, entre ellos, Manuel que al igual que José María, llegó a coronel de los ejércitos uruguayos bajo el mando riverista.
Por entonces, los hombres que no abandonaban a sus esposas legítimas no consideraban que las traicionaran. Sus asuntos de polleras nada tenían que ver con la fidelidad, las aventuras carnales no les sembraban culpas. Al parecer, mientras primase una lealtad afectiva, las licencias del cuerpo no contaban, aunque éstas dejasen descendencia.
Artigas le escribió una carta a Barreiro donde afirmaba no ser “capaz de faltar a la fidelidad del santo matrimonio”, cuando ya había dejado de cohabitar con Rafaela y contaba con varios vástagos de otras relaciones.
Juan Lavalle, tan temerario en las batallas como en las lides amorosas, le escribía a su amada esposa asiduamente apasionadas cartas de devoción conyugal, al mismo tiempo que mantenía frecuentes encuentros con distintas mujeres a lo largo de la desastrosa campaña de la Legión Libertadora, encuentros que incluso a veces anteponía al funcionamiento de su ejército. Al parecer la distancia era un justificativo para cualquier licencia del cuerpo. La confesión redime los pecados y el celibato es cuestión de curas… y hasta allí nomás.
Rivera —al igual que Lavalle— le envió durante sus prolongadas ausencias emotivas cartas a Bernardina en las que hacía profesión de lealtad, mientras ella le recriminaba la falta de noticias durante las frecuentes separaciones que sobrellevara este matrimonio tan especial.
“Haces una injusticia a mi cariño”, protestaba el general, “y lo que tú vales a mi corazón. Nunca te haré yo la injusticia de dar a nadie ninguna preferencia ni menos ocasionarte un pesar…”. Aunque más adelante reconoce “que la confianza que me merece el cariño que me profesas me habrán hecho cometer alguna imprudencia…”. ¡Y vaya que las cometió! Dado su proverbial magnetismo, los hombres morían por él y las mujeres lo amaban por ese “exceso hormonal”[1] que lo caracterizaba.
En las muchas cartas que se han conservado de esta singular pareja, se adivina una profunda comunión de almas, más allá de las desgracias, desavenencias y renuncios. Después de asumir por segunda vez la presidencia de la República, embarcado ya en la guerra contra Rosas, Rivera confiesa que “ninguna otra recompensa quiero a mis sacrificios: la salvación del país y el estar a tu lado, aunque sea sumido en la oscuridad”. Las dos metas resultaron de difícil concreción.
Mientras él llevaba adelante su lucha, Bernardina era la custodia de los bienes y la familia, especialmente de la madre del caudillo, doña Andrea Toscana. A su vez durante el largo sitio de Montevideo, Bernardina organizó la Sociedad de las Damas Orientales, que pretendía paliar con la actividad de sus socias las muchas falencias que atormentaban a los habitantes de la Nueva Troya.
Mientras Fructuoso libraba sus contiendas en el campo de batalla —o en las camas de las muchas mujeres que conoció (lechos que podían ser los mullidos colchones de jóvenes patricias o los tientos de los catres de humildes chinitas), Bernardina lo esperaba como Penélope, tejiendo y destejiendo las madejas de la política oriental.
La que no ejercía esta permisividad era la esposa de Juan Antonio Lavalleja, la monolítica Anita Monterroso, la misma que lo había acompañado a la prisión y que empujaba su carrera política con esa frase que haría historia: “Date corte, Juan Antonio”.
Anita era una mujer de palabra, pero sin cartas. A diferencia de Fructuoso y Bernardina, que han dejado atrás una extensa relación epistolar, pocas son las esquelas entre Juan Antonio y ella. Pero subsisten testimonios que la retratan como inteligente, vehemente y sobre todo consustanciada con el destino de su esposo.
En palabras de Benjamín Poucel, Anita era “el alma de la espada del general”, aunque más de una vez fue ella la misma espada que cortó alianzas y trazó revolución contra el hombre que la había conducido al altar, el compadre Rivera.
Esta actitud absorbente de Anita mantenía a Lavalleja alejado de cualquier tentación carnal, que si las tuvo, fueron escasas o al menos las supo ocultar con maestría. La única historia que se le conoce, fue la nota jocosa que le envió a su compadre Rivera, donde le pedía que le enviase “una chinita linda y le mandaré a su tuerta consabida”. Broma inocente entre hombres a los que siempre les gustaba fanfarronear de sus dotes de Don Juan. Nada hubiese pasado si no fuera porque manos anónimas (¿las del mismo compadre?) le hicieron llegar la carta a doña Anita, quien personalmente fue a buscar a su marido al cuartel para pedir explicaciones por esta humorada, que a ella no le hacía ninguna gracia.
Manuel Ceferino Oribe y Viana nació el 26 de agosto de 1792, era el octavo hijo de los doce habidos del matrimonio entre el capitán Francisco Oribe, oriundo de Laredo, con María Francisca Viana y Alzaybar, descendiente de uno de los fundadores de Montevideo. A María Francisca la llamaban “la Mariscala”, por razones que bien podrán imaginarse. Después de la muerte de su marido, María Francisca sola se ocupó de criar a su familia.
La vida erótica de Oribe no alcanzó los niveles hormonales de Rivera, ni la estricta cohabitación de Lavalleja. El hombre había sido criado bajo el rígido dominio de su madre. A todos daba la impresión de recio, pero el verdadero trasfondo era el de una inseguridad que trascendía en aquellos que bien lo conocían. El cónsul Maillefert lo describió como un “junco pintado de hierro”.
De todas formas, nuestro Oribe debe haber tenido algún encanto porque mantuvo un largo romance con una de las más célebres actrices del siglo XIX, Trinidad Ladrón de Guevara Cuevas.
Mucho se ha escrito sobre Trinidad y sus orígenes, pero está bien documentado que había nacido en Soriano e inició su carrera artística en Montevideo. Según José Antonio Wilde, era “una mujer interesante sin ser decididamente bella”. Fruto de la relación entre el general y la actriz nació una niña, Carolina Martina, el 21 de febrero de 1816, bautizada como hija legítima de Manuel y Trinidad, sin que efectivamente lo fuera, porque jamás se casaron.
Los vaivenes de la política influyeron sobre la pareja y ella siguió a Manuel al exilio autoimpuesto en la otra orilla del Plata. Pero en Buenos Aires sus caminos se dividieron, él continuó con sus luchas y ella hizo carreras sobre las tablas. Su condición de madre soltera no pasó inadvertida en una sociedad pacata como lo era el Buenos Aires de entonces. Los medios periodísticos se hicieron eco de chismes infundados, que ponían en tela de juicio su moralidad, a punto tal de apodarla “la Ana Bolena Oriental”. El principal promotor de esta difamación fue el célebre fray Francisco de Paula Castañeda, un cura mercurial, famoso por sus ataques a Rivadavia y sus seguidores. Desde el periódico El Despertador Teofilantrópico Místico Político, hacía gala de un estilo hiriente y socarrón, a punto tal de inventar neologismos para zaherir a sus enemigos.
El cura apuntaba a combatir lo que él daba en llamar “malas costumbres de la época”, que para la estrecha óptica del fraile eran signos elocuentes de la decadencia que le tocaba vivir, aunque estos vicios fuesen tan viejos como el mundo que pisaba.
La respuesta de Trinidad a estas agresiones no se hizo esperar, ni se quedó corta haciendo uso de una prosa punzante que desvirtuaba los rumores malintencionados y exponía la hipocresía del acusador. Vuelto del exilio porteño, Oribe se casó con su sobrina, Agustina Contucci y siguió frecuentando a su hija Carolina, hasta que desavenencias entre ésta y su nueva esposa lo obligaron a suspender las visitas de la niña.
Por lo demás, a Oribe sólo se le atribuyen algunas aventuras menores, que el hombre pretendió mantener alejadas de las habladurías para conservar una imagen de hombre probo y ordenado, aunque pesasen sobre su historia degüellos feroces y muertes innecesarias.
Estas son las historias de tres caudillos, tres hombres corajudos que hicieron el amor con distintas suertes y diversos ímpetus, propios de su idiosincrasia y estilo, tan particular y personal como el que imprimieron a sus respectivas gestas.
Pocas veces se valora en su real extensión la influencia de las consortes sobre las decisiones de los hombres públicos. ¿Qué hubiese sido de Rivera de no mediar el apoyo de Bernardina? ¿Acaso el célebre: “Date corte”, de Anita Monterroso no empujó a Lavalleja a una perseverancia subversiva? Sin esta presión ¿hubiese insistido en las guerras civiles que emprendió contra su compadre cuando era presidente de la nación? ¿Cuál fue la influencia de la rígida madre de Oribe para crear su adhesión obsesiva al orden y la necesidad imperiosa de imponer sus ideas con violencia y prepotencia? Las respuestas constituyen materia opinable, como toda afirmación respecto de las relaciones entre seres humanos, más cuando éstos se unen por el vínculo matrimonial, fuente de dichas y sinsabores que a veces abandonan el plano anecdótico de la convivencia para conformar la historia grande de las naciones.
[1] Frase perteneciente al hitoriador Jorge Lockhart.
Extracto del libro La Patria Posible – El general Fructuoso Rivera y las guerras civiles argentinas de Omar López Mato (Olmo Ediciones)