La campaña contra el Brasil había estado signada por una larga serie de frustraciones y privaciones, lo cual fue aprovechado por Rivadavia y los unitarios para atraer a su bando a Lavalle y a otros oficiales. En un “verdadero prodigio de tergiversación”, como dice Julio Irazusta, lograron convencerlos de que ellos, los pacifistas que habían encomendado a Manuel José García devolver la Banda Oriental al Imperio e indemnizarlo para conseguir la paz, eran los verdaderos amigos del ejército, mientras que Dorrego y los otros que intentaron proseguir la guerra, eran sus contrarios, y que el gobernador los había traicionado al firmar la paz.
El general Juan Galo Lavalle, que por su conducta merecería la calificación de “espada sin cabeza” fue fácilmente convencido, con esos y otros argumentos, de que debía “salvar al país” encabezando una revolución.
Poco antes de ser depuesto, Dorrego le comentó al cónsul Woodbine Parish que estaba al tanto de que algunos preparaban una revolución, pero que tanto él como sus ministros consideraban que un levantamiento era algo opuesto a los principios liberales de los “amigos del buen orden”, es decir de los unitarios, por lo cual no creían que osaran levantarse contra un gobierno elegido por votación de una Asamblea Constituyente, apoyado luego por una elección en la provincia de Buenos Aires y reconocido por casi todas las otras provincias de la República.
Dorrego pertenecía a la alta burguesía porteña pero, a diferencia de muchos de su clase, apreciaba a los gauchos y había procurado mantener buenas relaciones con los provincianos. Su destierro por defender los derechos del pueblo y su política como gobernante le habían dado el apoyo de la gente humilde. Según Ferns, su única falla “consistió en que no supo apreciar en toda su magnitud el salvajismo y la pasión de poder que alentaba, por debajo de la superficie, en los hombres que se llamaban amigos de la civilización, de la ilustración y del progreso, y entre los cuales Dorrego se movía en términos de igualdad social y de amistad”.
El estimar a sus adversarios en más de lo que valían, atribuyéndoles principios éticos que les faltaban, le costaría a Dorrego el gobierno y la vida. La rebelión comenzó a fines de Noviembre, al desembarcar Lavalle con sus tropas en Buenos Aires. Rivadavia, del Carril, Díaz Vélez, los generales Lamadrid y Paz, y el almirante Brown estaban implicados en el movimiento.
Cuando Dorrego, como Capitán General de Buenos Aires, le mandó a Lavalle un mensaje para que se presentara ante él, éste le contestó que obedecería la orden al frente de sus tropas. El 1º de diciembre Lavalle hizo que los 2.500 hombres de las fuerzas regulares que comandaba ocuparan todas las calles que conducían al Fuerte, residencia oficial del gobernador. Dorrego, que solamente tenía 600 hombres y pocas municiones, abandonó la ciudad en busca de las milicias rurales que sí le respondían. Sus ministros, los generales Guido y Balcarce, se entrevistaron con el general rebelde ofreciéndole transferir la autoridad a cualquier cuerpo elegido por la Asamblea Provincial de Buenos Aires, pero Lavalle se negó a reconocer y tratar con dicho cuerpo colegiado.
A la una de la tarde un escaso grupo de apenas ochenta “ciudadanos decentes”, reunido en la capilla de San Roque del convento de San Francisco, “eligió” a Lavalle gobernador provisional hasta que una nueva Asamblea Provincial, a nombrarse, estableciera un gobierno regular. Al día siguiente el cónsul Parish le escribió a lord Aberdeen comentando el suceso: “Quizás tengamos un gobierno más respetable y merecedor, en términos generales, de la confianza de las mejores clases del pueblo, pero la manera en que se produjo el cambio es extremadamente lamentada por todas las personas bien dispuestas y reflexivas”.