Y si nos vamos a basar en el testimonio de quienes los conocieron, además era egoísta, paranoico, litigante, un ególatra patológico que hablaba continuamente de su persona y sus sentimientos que describía como puros y sublimes. Como no todos coincidían con sus pensamientos y menos aún simpatizaban con su personalidad, se sentía incomprendido y afirmaba que era víctima de una conspiración. Sus delirios interpretativos fueron estudiados por diversos psiquiatras como Paul Sérieux y Jean Marie Joseph Capgras quienes describen la vida y obra de uno de los pensadores más difundidos del siglo XVIII y sobre cuyo concepto de un contrato social se basa gran parte de las estructuras políticas y legales modernas.
Jean Jacques Rousseau nació en Suiza, más precisamente en Ginebra. Su madre murió en el parto y fue criado por su padre, un humilde relojero quien a los 10 años lo envió a vivir a casa de un pastor calvinista llamado Lambercier, donde el joven tuvo sus primeras experiencias sadomasoquistas como referirá en sus “Confesiones”. Allí describió el goce al ser golpeado en su trasero desnudo por Madame Lambercier.
En muchos de sus textos autorreferentes reiteró esta inclinación masoquista, exhibicionista y una tendencia a la autogratificación que propugnaba como la forma más segura de evitar enfermedades venéreas.
Después de un tiempo de trabajar con su padre, abandonó su ciudad natal y se estableció en Annecy donde se desempeñó como secretario de Madame de Warens, quien lo introdujo en el mundo de las letras y la música (Jean Jacques también fue compositor y crítico). El vínculo, que al principio era casi maternal, evolucionó hacía una relación carnal.
De esta época son sus primeros artículos periodísticos que fueron cimentando su prestigio. En 1745, con 33 años, conoció a Marie–Thérèse Levasseur, una joven trabajadora, de escasa educación quien le dio cinco hijos a los que sistemáticamente Rousseau abandonó en asilos de huérfanos, lo que en el siglo XVIII era sinónimo de infanticidio. Como todos los actos discutibles y poco edificantes que jalonaron sus existencia, justificó su conducta argumentando que no estaba él en condiciones de educarlos. Lo más probable, siempre según Jean Jacques, es que con tantos niños alrededor, no hubiese hallado “la tranquilidad mental necesaria para seguir trabajando”, rebajándose a realizar “ignominiosos actos que me llenan de horror”… Y, sin embargo, este señor escribió “Emilio”, un tratado sobre los conceptos pedagógicos que nunca tuvo la oportunidad de probar en sus hijos…
En este libro planteó la innata bondad de los humanos que “se degenera en manos del hombre” y profundizó el concepto del noble salvaje que ya había desarrollado en su Contrato Social.
En su “Emilio”, Jean Jacques Rousseau dio algunas claves de como educar a los niños sin “desnaturalizarlos”. Como desaconsejaba la educación religiosa porque decía que los niños “no podían entender la abstracción” y además propugnaba la generación de un Estado paternalista que debía ocuparse de las necesidades de todos sus ciudadanos desde la infancia, el libro fue prohibido en Francia y en Ginebra. Sin embargo muchos de sus conceptos impregnaron la pedagogía moderna fruto de los pensamientos de un padre que aborrecía su condición de tal…
Rousseau se convirtió en una figura odiosa para la opinión pública francesa, y por esto aceptó la invitación del filósofo David Hume para afincarse en Inglaterra adonde se dirigió en compañía de Marie–Thérèse. Allí pasó dos largos años, que se hicieron muy largos para Hume. Éste, inicialmente, admiraba al francés por “su sensibilidad exquisita” aunque al poco tiempo reconoció que había invitado a un “monstruo que se veía a sí mismo como el único ser importante del universo”.
Otros intelectuales que lo conocieron podrían no estar de acuerdo en algunos temas filosóficos pero coincidían en que Rousseau era un individuo “falaz, vanidoso como Satanás, desagraciado, cruel, hipócrita y lleno de malevolencia” (Denis Diderot dixit).
A Jean Jacques le gustaba mostrarse como un alma solitaria, no solo incomprendida por la sociedad, sino como el centro de una conspiración contra su persona orquestada por el mismo Hume que le había dado asilo cuando se convirtió en un descastado.
En 1767 volvió a Francia bajo un nombre falso y allí se casó con Marie–Thérèse. Finalmente se le concedió regresar oficialmente a condición de no publicar nada. Sus últimos textos fueron autorreferentes y reflejaban su percepción paranoide del universo. “Diálogos con mí mismo” y “Sueños de un paseo solitario” son expresiones, junto a sus “Confesiones”, de esta tendencia.
Según los estudiosos Sérieux y Capgras, las obras que escribió corresponden a la evolución de su delirio de interpretación, cuya primera fase es la productiva con multiplicidad de interpretaciones que pueden ser inicialmente verosímiles pero evolucionan a ser fantásticas cuando no paranoides.
En el caso de Rousseau si bien tuvo paroxismo de agitación e ideas suicidas (al menos se le conoce un intento) no tuvo reacciones violentas ni agresivas y a veces contestaba por carta en forma mordaz las críticas que le hacían llegar.
De esta fase activa y creativa evoluciona hacia la negativa. Entonces, comienzan las tendencias hipocondríacas, síntomas psicasténicos y sensibilidad enfermiza que lo hace describirse como un “alma inerte que se asusta ante cualquier preocupación… excesivamente sensible ante todo lo que me concierne… Se diría que mi corazón y mi cabeza no pertenecen al mismo individuo”. Con estas ideas construye un delirio persecutorio que lo lleva a enemistarse con Frédéric-Melchior Grimm, Voltaire, Jean le Rond D’Alembert, Étienne-François de Choiseul y, obviamente, Diderot y Hume. Para todos ellos y, especialmente para Madame Louise d’Épinay, quien bien lo conocía desde joven, era evidente que estaba enfermo (“Su cerebro está en fermentación…”). En una carta escrita a Monsieur de Saint Germaine expuso una trama detallada de la conspiración que desde hacía 18 años pretendía destruirlo a él y a su obra. Solo pensaba en fugarse, en alejarse de este ambiente que lo ahogaba porque todo, absolutamente todo el mundo, lo contemplaba con desprecio. Como pasa en estos casos, su manía persecutoria se atenuó con los años y predominó el aspecto melancólico de su afección, de allí que psiquiatras de la talla de Cesare Lombroso opinasen que Rousseau atravesaba un periodo depresivo.
Jean Jacques murió a los 76 años de un ictus apoplético, solo estaba allí Marie–Thérèse, la mujer que lo amó y lo cuidó más allá del horror, el maltrato y el desprecio. Aunque nos dejó conceptos como el contrato social, una particular perspectiva de la educación y las frases que guiaron la revolución francesa (Libertad, igualdad y fraternidad) ni sus restos encontraron paz porque, a pesar de haber ingresado al parnaso cívico del Partenón en París, manos anónimas (¿los conspiradores que lo hostigaron toda su vida o enemigos post mortem?) se encargaron de que su tumba quedase vacía y sus huesos dispersos.
A pesar de su mente enferma y su vida disoluta le debemos a este hombre la exaltación de los conceptos republicanos y democráticos, el amor a la libertad y los conceptos que guiaron a la revolución francesa bajo la clave de respetar una “voluntad general”.
Los conceptos genéricos de la pedagogía expuestos en su “Emilio” (carácter activo de la educación, la exaltación del ejercicio físico, el desarrollo de la autonomía del joven y evitar los castigos físicos) son parte esencial de los preceptos que Johann Heinrich Pestalozzi generalizaría. Y, sin embargo, nacieron de una mente desequilibrada, de un hombre sin escrúpulos al que Voltaire le dedicó estas palabras al enterarse de su fallecimiento:
“Más alto ingenio que gran genio
Sin fe, sin honor, sin virtud
Murió como vivió
cubierto de gloria e infamia”
Voltaire moriría como su odiado Rousseau, también accedió al Partenón. ¡Qué extraña es la naturaleza humana! La virtud no siempre es creativa y puede desembocar en desastres y desatinos. Aún del egoísmo y la insensatez podemos extraer aciertos y enseñanzas inmortales.