“No quería que llegara la noche, porque entonces comenzaba mi tortura” solía decir Ellen van der Ploeg una de las pocas sobrevivientes que habían sido explotada sexualmente por los soldados japoneses durante la Segunda Guerra Mundial y años después de las atrocidades sufridas tuvo el coraje de contar su calvario.
Las llamaban ianfu –que significa “mujeres de consuelo”–, un eufemismo para este sometimiento al que eran obligadas las prisioneras de todas las naciones que invadió el Imperio del Sol Naciente: chinas, vietnamitas, coreanas, filipinas y hasta las holandesas que vivían en Java.
Se estima que 200.000 mujeres fueron esclavizadas de esta forma, aunque recién ahora muchas han vencido la vergüenza para reclamar por esta y otras barbaridades cometidas durante la guerra.
Mucho se ha hablado de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el nazismo, pero no se han difundido con profusión los atropellos cometidos por los soldados imperiales como el uso de armas biológicas y químicas en forma masiva contra la población civil, especialmente en China, las ejecuciones sumarias de prisioneros (muchos de ellos decapitados), la Masacre de Nankín (1937/38) en China, donde 200.000 personas fueron asesinadas (muchas enterradas vivas y un número indeterminado de mujeres destinadas a ser ianfu).
La muerte por desnutrición de cientos de miles de prisioneros utilizados para construir el Tren de Burma o la Marcha de la muerte de Bataán o Sandakan y hasta actos canibalismo de prisioneros, sólo para nombrar algunos episodios que jalonaron la contienda.
Si bien durante los Juicios de Tokio se condenaron a muerte más de 900 oficiales y soldados, (uno solo culpable por asesinar a una “mujer del consuelo”) pero se exoneró a todos los miembros de la familia imperial nipona, aunque hubiesen tenido funciones oficiales en los lugares donde se desarrolló una guerra feroz, inhumana y bestial.
Las violaciones se contaban por millones, al igual que ejecuciones sumarias no sólo de soldados, sino civiles –incluido personal médico y enfermeras–, destrato y humillación a prisioneros que eran alimentados por una magra ración de arroz y obligados a prolongadas horas de trabajo o extenuantes marchas, condenándolos así a una muerte lenta por inanición o infecciones.
Pero si bien estas excesivas rigurosidades propias de los soldados nipones fueron expuestas en infinidad de películas (la más famosa: El puente sobre el río Kwai de 1957, dirigida por David Lean), solo una serie coreana, Pachinko, narra el drama vivido por estas mujeres obligadas a prostituirse y el documental de Frank van Osch, “Porque éramos bellas”, refleja el horror de jóvenes púberes, vírgenes y hermosas, vejadas en sórdidos burdeles amenazadas de muerte.
Los burdeles militares existen desde tiempos inmemorables, las mujeres capturadas desde siempre han sido botín de guerra para calmar la ebullición de testosterona de millones de jóvenes que no sabían si mañana sería su último día. El ejército japonés contaba con prostitutas contratadas (llamadas karayuki-san) a fin de apaciguar las urgencias sexuales de sus soldados. Algunos historiadores japoneses hablan de unas 20.000 “profesionales” reclutadas por el ejército… pero la realidad fue otra. Se estima que entre 200.000 a 400.000 mujeres de los países invadidos por el imperio fueron forzadas a convertirse en “mujeres de consuelo” para satisfacer a los 6.5 millones de soldados distribuidos por todo el sureste asiático.
Fueron las mujeres coreanas quienes comenzaron el relato de estos vejámenes que debieron sufrir algunas desde la pubertad. Cada noche docenas de hombres las sometían y eran obligadas a revisarse por un médico semanalmente para “evitar la inevitable” diseminación de enfermedades de transmisión sexual.
Muchas fueron víctimas de las sífilis y gonorrea (se estima que más de la mitad murieron durante la guerra, muchas de ellas asesinadas o por abortos realizados en condiciones de falta de asepsia). Muchas no pudieron tener hijos a causa de las enfermedades de transmisión sexual o traumas adquiridos. Otras no pudieron rehacer sus vidasdespués de años de humillación y guardaron un avergonzado silencio o se suicidaron. Algunas cayeron en el alcoholismo y otras en las adicciones. Muy pocas pudieron formar familias con el apoyo de hombres que las comprendieron y ayudaron a continuar con su existencia, aunque el olvido nunca es completo y esas sombras, esos recuerdos del suplicio las acompañaron cada noche por décadas.
Pocas, muy pocas, pudieron verbalizar, expresar su dolor, quizás con la secreta esperanza que no se repita su historia… pero estás prácticas aberrantes continuaron con las 2 millones de alemanas violadas por los rusos quienes, a su vez, vengaban a sus mujeres vejadas por los nazis, o las serbias, bosnias y croatas violadas en sus guerras sin fin, o las niñas de Ruanda forzadas antes de morir o las mujeres ucranianas hoy sometidas por los rusos… un terror inmenso, inexcusable, salvaje.
Los japoneses lo negaron por años, escondiendo esta aberración bajo el eufemismo de “mujeres de consuelo”, con la soberbia del vencedor que cree que su posición dominante les concede impunidad. Una tradición siniestra y, al parecer, interminable.
En 1992, ante la abrumadora evidencia, el ministro Murayana pidió disculpas por estos siniestros excesos y “el inconmensurable dolor”. Hoy esas mujeres sin consuelo, como Lee Ok seon o van der Ploeg o Kim Hak – Sun, reclaman por la subsistencia de la memoria, la única forma en la que podemos aprender a no cometer los mismos errores que, de todas formas, habrán de repetirse.
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