Valéry, Poe y el arte del proceso creativo

Hay muchísimos poetas, novelistas y ensayistas de renombre que se hicieron conocidos a lo largo de la historia, pero pocos de ellos son como Paul Valéry (30/10/1871-20/7/1945). Su valor en el mundo de la literatura, notablemente, no se define sólo por su propia obra creativa, sino también por haber sido capaz de desarrollar toda una nueva forma de leer e interpretar un texto (ya fuera propio o ajeno) a través de un detallado análisis de las condiciones de producción de dicha obra.

Este análisis del detalle casi obsesivo del francés se ha asociado muchas veces con el desarrollo de otros pensadores de su país como Stéphane Mallarmé, con quien se carteó, o Charles Baudelaire, a quien conoció sólo póstumamente, pero hay amplia evidencia para entender que lo que los unió pudo haber ido más allá que una lengua y un estilo. El denominador común, por el contrario, fue el escritor norteamericano Edgar Allan Poe.

Mucho de este fenómeno improbable está analizado en “De Poe a Valéry” de T.S. Eliot -artículo donde el inglés destaca cómo, por las “malas” traducciones de Baudelaire y Mallarmé, la prosa inglesa “descuidada” de Poe se transformó en un admirable francés. Pero más allá de esto, en su texto el inglés se refiere también a la relación especial que se estableció, especialmente, entre Poe y Valéry.

Son muchísimos los estudios sobre la obra temprana del francés que dan cuenta de lo fuertemente inmerso que estaba en la literatura del norteamericano, al punto de casi plagiarlo en muchas de estas primeras obras, pero se destaca una influencia de otro orden, especialmente luego de su lectura de “La filosofía de la composición” (1846). En este artículo, Poe (según Eliot de forma apócrifa) buscaba explicar y deconstruir el proceso de creación y de escritura de su famoso poema “El Cuervo”, atendiendo especialmente a las decisiones que tomó en busca de generar un determinado efecto. Esta aproximación, más allá de que lo que relataba se ajustara a la realidad o no, impactó fuertemente a Valéry, quien usó este tipo de análisis para escribir uno de sus primeros ensayos exitosos, “La introducción al método de Leonardo Da Vinci” (1894).

El valor de aplicar este proceso al estudio de la obra de Leonardo no escapó a los lectores atentos, ya que, alejado de los análisis puramente biográficos o descriptivos, Valéry rompió los esquemas al afirmar que la forma en la que juzgamos una obra, en general como un producto terminado, distaba de ser la ideal. Hacer esto – ignorar el proceso, las disyuntivas y las decisiones que un autor tuvo que hacer – era ponerlo en la figura de un mero canal para la inspiración divina e ignorar su propia agencia. Apoyado en los lineamientos de Poe, Valéry adoptó una postura más extrema aún, como se aprecia en su análisis y práctica de la poesía, al afirmar que el tema de una obra era superfluo y no actuaba más que como excusa para la realización de la verdadera obra de arte: la obra en sí misma y como un todo.

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Valéry.
Valéry.

 

En principio pareciera que esta convicción del ars gratia artis le dio algo de libertad a Valéry, pero la realidad dista mucho de esta impresión. Para el francés, la obsesión por descubrir el método detrás de la idea llevó a que se volcara en un viaje de introspección de 20 años a partir de 1900. De esta época de aparente desaparición en la cual no publicó nada, Valéry, que había estudiado derecho, se puso al servicio del publicista Édouard Lebey y se dedicó a documentar sus intentos por desentrañar la forma en la que su propia mente trabajaba. De esta época surgieron sus famosos cuadernos (más de 200), que finalmente serían publicados en 1977, treinta años después de morir. Esta parte importantísima de la obra de Valéry sirve, entre otras cosas, para entender la manera en la que él se analizaba, concentrándose en los conflictos del pensamiento durante todo tipo de trabajo intelectual, ya fuera la escritura o la solución de un problema matemático. Siguiendo este razonamiento se observa un corolario interesante de esta búsqueda en los poemas que Valéry compuso en esta época. Esta poesía, además de netamente calculada, muestra como el proceso analítico iniciado por Poe se llevó a un extremo, haciendo del conflicto creativo, incluso, el tema de la obra.

Corriendo el peligro de ser absorbido completamente por su propia introspección, sin embargo, Valery reapareció en el mundo de las letras hacia el fin de la Primera Guerra Mundial. Impulsado por un amigo, el escritor André Gide, se dejó persuadir y publicó el poemario La joven parca en 1917. Gracias al inmenso éxito que este libro suscitó, le siguieron la edición de dos nuevas obras, El cementerio marino (1920) y Charmes (1922) que terminaron de sellar el destino de Valéry como una el poeta “oficial” de Francia.

Su celebridad no paró de crecer durante las siguientes décadas, algo visible en la inmensidad actividades y homenajes de los que participó. Entre todos los nombramientos, sin embargo, se destacan la obtención de la presidencia del PEN club francés en 1924 y su inducción en la Academia francesa en 1925 (ambos roles en remplazo de Anatole France), logros que reforzaron su importancia y ayudaron a sellar su destino.

En estos últimos años, ya como un escritor de fama, su obra literaria se caracterizó por la variedad, incluyendo desde artículos hechos por comisión (recopilados en los cinco tomos de Varietés) hasta obras de mayor profundidad analítica, como sus múltiples ensayos preliminares comentando obras de, por ejemplo, Stendahl y Monstesquieu. A lo largo de todos estos años, hasta su muerte en 1945, aunque no hay más que un solo trabajo publicado sobre la obra de Poe (“Au sujet d’Eureka” de 1921), estudiosos de los Cuadernos como Lois Vines han podido determinar que Valéry no sólo reconoce repetidas veces de forma explícita la genialidad del estadounidense, sino que dedicó muchos de sus últimos años como profesor a enseñar “La filosofía de la composición” apoyada por su propia experiencia.

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