Sir Edward Grey era amante de la naturaleza, pero, a diferencia de sus hermanos, que murieron víctimas uno de un león y otro de un búfalo en África, Edward había elegido observar a los pájaros, evidentemente una actividad menos peligrosa que la caza mayor. Con el tiempo, se convirtió en uno de los ornitólogos más importantes de Inglaterra.
También fue un gran deportista, el más célebre jugador de tenis de su tiempo, que ganó no una vez, sino cinco campeonatos de Gran Bretaña de 1889 a 1896 (entonces el “All England Lawn Tennis and Croquet Club” se encontraba en Worple, recién en 1922 se trasladó a Wimbledon).
Por estos logros, ya hubiese pasado a la historia, pero Sir Grey, descendiente de una familia de varios funcionarios del Imperio, fue el ministro de Relaciones Exteriores que más ha durado en ese cargo a lo largo de la historia de Inglaterra, exactamente once años. Una proeza si consideramos que enero de 1905, cuando asumió el cargo, Gran Bretaña era el imperio más poderoso del mundo, aunque también tenía adversarios como el Imperio Alemán y la Rusia zarista, además del emergente poder japones y los conflictos en Sudáfrica y la India, la colonia más grande del Imperio.
Evidentemente este logro de permanecer por once años en un cargo se debía a su perspectiva de las políticas internacionales y, sobre todo, porque estaba muy atento a la agresividad de Alemania, que, después de someter en sucesivas guerras a Dinamarca, Austria y Francia, estaba expendiendo sus colonias de ultramar.
Sir Edward Grey sabía que enfrentaba un enemigo colosal, pero también tenía adversario silencioso que lo obscurecía por dentro: padecía glaucoma.
Si bien el glaucoma era una enfermedad conocida desde los tiempos de los griegos, que le habían puesto ese nombre que significa “verde claro” y, hasta no hacía mucho tiempo que se lo confundía con las cataratas. Fue justo un alemán, Albrecht von Graefe, quien desarrollo una técnica quirúrgica para resolver el glaucoma agudo –la forma brusca que lleva a una ceguera inmediata–, pero Sir Edward Grey padecía la forma más común del glaucoma, el de ángulo abierto, y para entonces no existían las opciones terapéuticas como las que disponemos ahora.
Estamos en los albores de la medicina decimonónica, cuando la medicina deja atrás el arte y se vuelva al desarrollo científico. Helmholtz había desarrollado el oftalmoscopio, que permitía examinar el fondo de ojo y, especialmente, al nervio óptico, afectado cuando la presión ocular es superior a las 20 mm de mercurio (la cifra es variable por el grosor de la córnea, pero sirve como un indicador genérico). ¿Cómo tomar la presión ocular? Pues a lord Grey le tocó vivir una época de expansión de esta especialidad, que fue la primera en separarse de la medicina general.
Para entonces, el noruego Hjalmar August Schiøtz había desarrollado su tonómetro. Gran matemático, había desarrollado junto a Louis Émile Javal el oftalmómetro para la precisa detección del astigmatismo.
También, en 1870, se había comenzado a usar la pilocarpina como hipotensor ocular. En 1862, Thomas Fraser describió e efecto de un alcaloide extraído de la haba de Calabar, llamado fisostigmina, y diez años más tarde Adolf Weber estudió el efecto de uno de sus derivados, la pilocarpina, que baja la presión ocular y produce una contracción de la pupila. Esta miosis, si bien corrige algunas ametropías y permite leer sin gafas aunque sea présbita, limitada la entrada de luz al ojo. Debemos imaginarnos a lord Grey con los miles de expedientes, buscando buena luz para poder leerlos.
Permítanme dejar a lord Grey por un momento y comentar que esta pilocarpina diluida y asociada a antinflamatorios no esteroides permite compensar algunos de los problemas que apareja la presbicia después de los 40 años. El Dr. Jorge Benozzi, un oftalmólogo argentino, tristemente desaparecido hace 10 años en un naufragio, había desarrollado esta aplicación para disminuir la dependencia a anteojos de lectura, logrando que la miosis (o achicamiento de la pupila) permitieses enfocar los rayos de luz sobre la mácula, mejorando las ametropías.
El oscurecimiento de la visión de lord Grey le hacía ver al mundo más negro, no solo en los papeles, sino en los acontecimientos. Desde la independencia de los Estados Unidos, Inglaterra no se topaba con una resistencia tan terca como la de los colonos holandeses en Sud África, conocidos como bóer.
Las tropas británicas habían sufrido miles de bajas por la guerra de guerrillas de estos granjeros, hábiles jinetes y de una puntería mortal. En un momento, Gran Bretaña movilizó a 250.000 soldados para contener a unos cincuenta mil combatientes irregulares. La única forma en las que el imperio pudo contener a los Boers fue creando “campos de concentración” donde encerraron a mujeres y niños. Veintiocho mil murieron de hambre y enfermedades.
Lord Grey, desde las sombras, veía cómo Alemania se tornaba en un peligro para el Imperio Británico. Así que, dejando de lado los conflictos que habían existido con Francia por siglos, en 1904 firmó la Entente Cordiale, una alianza que apenas 10 años más tarde se haría evidente en los campos de Europa.
Aunque la familia real británica estuviese emparentada con la aristocracia alemana (la reina Victoria murió en brazos de su sobrino, el káiser Guilllermo II), la monarquía germana amenazaba al poderío naval inglés y el ya mencionado káiser no perdía oportunidad de fanfarronear sobre el poderío bélico germano. Fueron estos “los años de irritabilidad”, el endurecimiento de los frentes diplomáticos.
Los periódicos reflejaban la tormenta que se avecinaba. Escritores como Hilaire Belloc escribieron “Cuánto deseo la Gran Guerra, Europa como una escoba que barra tanta inmundicia”. Este espíritu creaba un ánimo belicoso, una inspiración patriótica que empujó hasta a los hijos de los inmigrantes europeos a defender esta cruzada. Desde Argentina, los descendientes de ingleses, franceses y alemanes se aprestaron para combatir en este torbellino que prometía un pronto resurgimiento. Los dos hijos del entusiasta Belloc murieron en esa guerra de barros, trincheras, alambres de púas y largas y exasperantes esperas.
El mundo cambiaba a un ritmo abrumador: el cine, la comunicación, el desplazamiento a las urbes empujados por una industrialización sin regulaciones… todo confabulaba con el mundo conocido. Hasta el arte era un vertiginoso desfile de ismos: expresionismo, realismo, dadaísmo, constructivismos, el modernismo vienés… Todos eran víctimas de una prosperidad decadente.
Lord Grey veía cómo una vieja aristocracia deseaba mantener sus privilegios mientras el anarquismo atacaba a sus miembros y los comunistas combatían al capitalismo con huelgas salvajes, una prensa incendiaria y discursos de barricada. La medicina no era ajena a este progreso; Freud expandía los límites de la mente junto a Adler y Jung.
Robert Hooke mostraba al mundo el microscopio, mientras Joseph Lister, el introductor de la asepsia quirúrgica, ni se imaginaban la transcendencia de sus trabajos en la guerra que se avecinaba. Ambos murieron poco antes de la contienda.
Entonces se tomó conciencia de los daños de la hipertensión, que por fin se pudo medir objetivamente gracias a la inventiva de un médico ruso llamado Nikolai Korotkov y el italiano Scipione Riva-Rocci.
Un médico inglés, Augustus Waller, registró los impulsos eléctricos del corazón en 1887. Entonces no creía que este desarrollo tendría una aplicación práctica… Willem Einthoven, nacido en la lejana colonia holandesa de Indonesia, demostró cuán equivocado estaba Waller y popularizó el electrocardiograma.
El mundo parecía a ojos poco perceptivos un lugar mejor… Pero el hombre no había cambiado en esos siglos de “civilización”. Seguía siendo violento, vengativo, arrogante, soberbio y ambicioso.
“Nada es inevitable hasta que ocurre”, escribió el historiador Golo Mann, y dos balas disparadas en Sarajevo en el verano de 1914 desencadenaron una tormenta de plomo sobre Europa. Miles de millones de balas cubrirían a Europa de muertos y mutilados.
Francisco Fernando de Austria y su esposa Sofía fueron las víctimas propiciatorias que necesitaban los gobernantes para encender el reguero de pólvora.
Una vez más, la esperanza de que los seres humanos pudieron salvar al mundo terminó en una guerra.
Sir Edward Grey, el 3 de agosto, defendió a Bélgica de la agresión germana y comenzó una contienda en la que ninguna familia en Gran Bretaña no perdió a un hijo, a un marido, a un familiar. Entonces usó como metáfora su propia enfermedad para describir las sombras que se cernían sobre el mundo.
“Las luces se apagan por toda Europa, puede que no volvamos a verlas encendidas nunca más en nuestras vidas”. No sé equivocó.
Lord Grey firmó el tratado Sykes-Picot que se distribuía el Medio Oriente entre Francia e Inglaterra (otro foco de conflicto que aún hoy nos alarma). Fue embajador británico en Estados Unidos durante la guerra y más tarde líder de los liberales en la Cámara de Lores, cuando ya estaba casi ciego.
Sus problemas visuales le impidieron acceder a convertirse en primer ministro. A pesar de esta limitación, fue elegido canciller de la Universidad de Oxford.
Murió en 1933 justo cuando un ex cabo del ejército alemán accedió al poder en el Reichstag.
El mundo una vez más se debatía en las tinieblas…
Ahora otra sombra se expande sobre el mundo.
¿Alguna vez aprenderemos?
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Nota publicada en LAPRENSA.COM.AR