Los cuentos infantiles: la perversión disimulada – parte II –

Parte I: Los cuentos infantiles: la perversión disimulada

     Pinocho (escrito por Carlo Collodi en 1883). El carpintero Gepetto fabrica un muñeco de madera; le gusta tanto que se encariña con él y decide ponerle nombre. Como está hecho de madera de pino, le pone Pinocho (“Pinocchio”). Gepetto se sincera: “qué lástima que sólo seas un muñeco y no puedas ser mi hijo, me encantaría que fueses un niño de verdad”. Un día, mientras Gepetto duerme, llega un hada: el Hada Azul, que ha oído el deseo del anciano (parece que las hadas siempre están al tanto de todo) y estaba allí para hacerlo realidad, así que va con su varita mágica y le dice a Pinocho: “despierta Pinocho, ahora puedes hablar y moverte como los demás. Pero tendrás que ser muy bueno si quieres convertirte en un niño de verdad”. Listo: le tira el fardo, ahora portate bien  (otra vez un hada con un hechizo “parcial”). Pinocho se hace amigo de un grillo, y cuando Gepetto descube que ahora tiene un muñeco-niño decide que debe ser un niño instruido, digamos. “¡Qué alegría Pinocho! Haré de tí un niño bueno y aplicado. Aunque para eso deberías ir a la escuela, así que desde mañana irás, como todos los niños”. Y ahí mismo se va a comprarle útiles y libros. Al muñeco de madera, sí. Otro fardo para el bueno de Pino: obligaciones escolares. Ni ganas que tiene, Pinocho. Así que se va con algún nuevo amigo de parranda por ahí mientras el grillo le come el coco diciéndole que tiene que ir al colegio, pero Pinocho no le hace caso. A su regreso Gepetto lo interpela, severo, preguntándole si ha ido al colegio; Pinocho miente al responder que sí, y le crece la nariz. Pero Pinocho no escarmienta y de nuevo se va de farra en vez de ir al colegio. Esta vez le crecen orejas de burro (un divague que ya es un poco mucho), y al volver avergonzado a su casa no encuentra a Gepetto. Una paloma buchona (las palomas son lo peor que hay, está dicho) le dice que Gepetto se ha ido al mar y que a él y a su bote se los ha tragado una ballena. Ya a esta altura el delirio del cuento es notable.

     Pero bueno, la cuestión es que Pinocho se va con el grillo a buscar a Gepetto y, ya en el mar, se dejan tragar por la ballena, que se ve que los estaba esperando. La emoción del encuentro con Gepetto en la oscuridad de las entrañas del cetáceo no obnubila a Pinocho, que quema el bote ahí adentro. Su plan dio resultado, ya que el humo de la fogata provoca en la ballena un tremendo estornudo y Gepetto, Pinocho y el grillo salen despedidos, vivitos y coleando. Pero hay que llegar hasta la playa y Gepetto es un anciano con pocas fuerzas, así que al bueno de Pino le sale el heroísmo de adentro y se carga a Gepetto en sus espaldas. Pero él también empieza a estar cada vez más cansado (y eso que la madera flota fácil), así que llega con su último esfuerzo y queda tendido boca abajo en la orilla, desfalleciente. Entonces aparece de nuevo el Hada Azul (quién si no):
“Gepetto, no llores. Pinocho ha demostrado que aunque haya sido desobediente tiene buen corazón y te quiere mucho así que se merece convertirse en un niño de verdad” (ya que estabas, lo hubieras hecho de entrada y no pasábamos por todo esto, hada). Final feliz otra vez y todos contentos. Bueno, quizá Pinocho no tanto, porque ya no podrá zafar de ir al colegio, no sea cosa que le ocurra alguna desgracia peor que las orejas de burro.

     Veamos qué tenemos acá… Uno, la no aceptación del destino: Gepetto, no podés tener hijos y punto; Pinocho, sos un muñeco y lo sabés, es lo que hay, qué es eso de desear ser un niño. Dos, un plomazo delirante que manda al colegio a un muñeco creyendo que es un niño: alucinaciones delirantes (¿demencia senil? ¿drogas alucinógenas?). Tres, un mentiroso a repetición que no aprende la lección aunque le crezca la nariz. Cuatro, un divague insólito para reivindicar a Pinocho como héroe. Era más creíble cualquier cosa menos encontrarse con su “padre” en el vientre de una ballena. Sólo el bueno de Jonás, en otro delirio histórico, anduvo por esos pagos. Bueno, por lo menos no mataron a la ballena, sólo eso faltaba.

     Juanito y las habichuelas mágicas (escrito por Joseph Jacobs en 1890). Juanito vive con su madre en condiciones de miseria. En situación extrema, la madre envía a Juanito a vender lo único que les queda: una vaca. Juanito vuelve a casa sin la vaca pero también sin dinero, ya que cambió la vaca por unas habichuelas que le han dicho que son mágicas. La madre se enoja con Juanito y tira las habichuelas por la ventana. A la mañana siguiente las habichuelas han brotado y ha crecido una planta enorme que llega a las nubes. Juanito trepa por la planta y, ya sobre las nubes, encuentra ahí un castillo en el que habita un gigante que tiene una gallina que pone huevos de oro. Juanito se roba la gallina y baja por la planta hasta su casa. La gallina les da huevos por un buen tiempo, hasta que envejece y no pone más huevos. Otra vez en la mala. Juanito vuelve a trepar hasta el casillo celestial, a ver qué puede rapiñar esta vez; ve al gigante guardar monedas de oro en un saco de cuero, espera que el gigante se duerma y se lleva el saco. Dinero fresco por un tiempo, pero también se les acaba (en qué se gastaban tanto oro no está especificado en el cuento). Así que ahí va de nuevo Juanito a esquilmar al gigante millonario. Esta vez, al espiar al gigante ve una caja de la que sale una moneda de oro cada vez que el gigante la abre. Otra vez lo mismo: el gigante se duerme y Juanito le roba la caja. Pero esta vez se tienta con un arpa dorada que se tocaba sola; quiere llevársela pero el arpa buchona se pone a gritar, alertando al gigante. Este se despierta y persigue a Juanito, que baja más rápido que él por la enorme planta mientras le grita a su mamá: “ ‘¡Ve a buscar el hacha y déjala junto a la planta, rápido!’ Juanito bajó raudo y veloz y, una vez abajo, cortó la planta de un hachazo”. El gigante, que lo ha oído, vuelve a subir rápidamente y alcanza a llegar a sus dominios celestiales antes de que la planta se desplome. El final textual del cuento exime de mayores comentarios: “Desde entonces, Juanito y su madre tienen que apañárselas con la única moneda de oro que sale cada día de la cajita mágica. Al menos han aprendido a administrarse mejor, e incluso ahorrar, por si acaso algún día no es suficiente con la moneda que les toca”.

     A ver qué tenemos acá: uno, una madre que no toma por las astas la situación extrema en la que está, ya que envía a su hijo (un niño) a vender la vaca en vez de ir ella misma, la única adulta de la breve familia. Dos, absoluta falta de ingenio: podría haber usado la vaca para obtener leche y para hacer queso, pero no; decide venderla para hacer dinero. Tres, se muestra el robo como recurso sistemático, ya que se repite tres veces y sin ningún remordimiento por parte de Juanito. Se utiliza una figura “querible” (un niño pobre) para empatizar con él y aceptar como normal que le robe a un personaje “no querible” (un gigante), que no le ha hecho mal a nadie. Cuatro, madre e hijo muestran ser, como mínimo, derrochones y malos administradores: tuvieron provisión de oro durante mucho tiempo, y simplemente se la gastaron sin ahorrar o utilizar el dinero para progresar y salir de la pobreza. Cinco, intento de matar al gigante, ya que si el mismo no hubiera logrado subir de nuevo a tiempo hasta las nubes, hubiera caído desde las alturas con consecuencias posiblemente fatales para él. El elogio de todo lo malo se detalla en esta historia infantil.

     Pulgarcito (otro cuento del amigo Charles Perrault del siglo XVII). Otra vez padres pobres, pero esta vez más prolíficos: siete hijos. El menor, chiquito como un pulgar (Pulgarcito) y mucho más astuto que todos los demás. Otra vez (bueno, en realidad los copiones fueron los Grimm, que son posteriores a Perrault) los padres no pueden mantener a la prole, y Pulgarcito escucha esa triste charla de sus padres. Pero en este caso el que planea la separación es él, y se los comunica a sus hermanos: “el próximo día que vayamos al bosque a recoger leña nos esconderemos y cuando se harten de buscarnos y vuelvan a casa saldremos del escondite y emprenderemos un viaje en busca de riquezas y oro”. Sin duda, un buen plan. ¡Ah! Otro “plagio Grimm”: acá también dejaron miguitas como referencia por si se arrepentían y querían volver. De hecho, quisieron volver porque los sorprendió una tormenta y se asustaron, pero ya no podían hacerlo porque la tormenta voló todas las miguitas (a falta de palomas…).

     Después de mucho andar y ya exhaustos encuentran una casa, pero con tan mala suerte que allí vive un ogro. La esposa del ogro no es tan mala porque les da de comer (y eso que son siete), pero justo llega el ogro; los niños se esconden bajo la cama pero el ogro tiene buen olfato: “¡huelo a carne fresca!”, lo cual es más que interesante para él, ya que come niños (entre muchas otras cosas). La esposa lo convence de que deje el asunto para el día siguiente ya que había comida de sobra, y no tiene mejor idea que hacer dormir escondidos a los siete niños en el cuarto donde duermen… las siete hijas del ogro. Extraordinaria coincidencia. ¡Ah! Las niñas, vaya a saber por qué, duermen con una corona en la cabeza (lo más normal del mundo). Pulgarcito no se fía de que al ogro no le agarre hambre a la noche y se le de por comerse un pollo, un niño, lo que encuentre a mano. Así que tiene otra de sus brillantes ideas: “les quitó a las niñas las coronas y las puso en las cabezas de sus hermanos y en la suya”. Y así fue: el ogro entró con hambre en la habitación dispuesto a comerse cualquier cosa que no tuviera coronita, y se ve que este ogro era tan miope como Caperucita (Perrault no tenía muchos recursos literarios, parece) porque por error se come a sus hijas, que no tenían las coronas en sus cabezas. Pulgarcito despierta a sus hermanos y se escapan, pero a la mañana siguiente el ogro se da cuenta del engaño y se pone sus botas de siete leguas para encontrarlos. Está a punto de atraparlos, pero los niños lo oyen llegar y se esconden bajo una piedra. El ogro, agotado de tanto correr (y de una digestión pesada) se queda dormido. Y allí entra en acción nuevamente Pulgarcito: le saca las botas al ogro, se las pone (como son mágicas también le calzan perfecto a él) y se va de nuevo a la casa del ogro. Una vez allí le dice a la esposa del ogro (el cuento no especifica si estaba entristecida o no por la escandalosa muerte de sus siete hijas): “señora, vengo de parte del ogro. Me ha dejado las botas de siete leguas para que viniese lo antes posible y os pidiese auxilio. Unos ladrones lo han atrapado y dicen que lo matarán inmediatamente si no les dais todo el oro y plata que tengáis”. Un Pulgarcito chanta en estado puro, un maestro de la estafa. Se ve que, a pesar de que el ogro le ha comido a las hijas la noche anterior, la mujer todavía lo quiere, porque le entrega a Pulgarcito todas sus joyas para pagar el supuesto rescate. El resto de la historia lleva al lógico final feliz, del cual hay más de una versión pero que no modifica el sentido del cuento.

   Las atrocidades de este cuento saltan a la vista. Uno, padres irresponsables que procrean y procrean sin poder mantener a sus críos. Dos, el canibalismo mostrado como una costumbre natural. Tres, asesinato mútiple (y después del crimen… el ogro se va a dormir). Cuatro, estafa lisa y llana. Hay para varias condenas perpetuas en este recontra conocido cuento infantil. Un tierno, Perrault.

      El patito feo (escrito por Hans Christian Andersen en 1843). Cuando se rompieron los cascarones de los huevos de la pata, nacieron varios patitos. Pero uno era diferente. “ ‘¡Feo, feo, eres muy feo!’, le cantaban los demás patitos. Su madre lo defendía pero pasado el tiempo ya no supo qué decir. Los patos le daban picotazos, los pavos lo perseguían y las gallinas se burlaban de él. Al final su propia madre acabó convencida de que era un pato feo y tonto: ‘¡Vete, no quiero que estés más aquí!’ ” Así que al patito feo lo echan del grupo y queda solo y abandonado. Después de largos recorridos, de sufrir la burla y el desprecio de distintas pandillas de animales que lo ven diferente y débil, el tiempo pasa. Y al final resulta que el pato no era un pato sino un cisne, mucho más lindo que los patos, pero que adquiere su belleza ya pasado un tiempo. Al final encuentra a los de su especie y se acopla a ellos, que lo aceptan como uno más, como uno de ellos.

     Uno, este cuento es un clarísimo caso (prácticamente el estereotipo) de la burla, la discriminación y el desprecio por “el diferente” y de la no aceptación de alguien simplemente por su aspecto físico. Dos, a eso se le agrega el hecho de que la propia “madre” (no lo era, pero no lo sabía) termina expulsándolo de su lado, abandonando a su suerte a una criatura indefensa. Terrible.

     El gato con botas (otra historia de Charles Perrault). Un molinero pobre (otra vez la pobreza) muere dejando a sus tres hijos una herencia más bien acotada: el molino para el mayor, el asno para el del medio y el gato para el hijo menor.

     “’¿Y ahora qué haré? Mis hermanos trabajarán juntos y harán fortuna, pero yo sólo tengo un pobre gato’. Pero el gato le dijo: ‘no os preocupéis mi señor, estoy seguro de que os seré más valioso de lo que pensáis’. ‘¿Ah sí? ¿Cómo?’, dijo el amo incrédulo. ‘Dadme un par de botas para andar entre los matorrales y un saco y os lo demostraré’.”

     El gato mete unas trampas en el saco, se va al bosque, atrapa un conejo y se lo lleva al rey, diciéndole que el conejo es un obsequio de su amo, “el marqués de Carabás” (podría haber dicho el marqués de Zaraza, era lo mismo, todo es mentira). Así, después le lleva también unas perdices que caza, poco a poco se gana la confianza del rey y monta un escenario en el río: su amo “el marqués” hace como que se ahoga en el río justo cuando el rey pasa con su carruaje por allí. El rey envía a sus guardias a salvarlo y le hace llevar un traje nuevo, ya que el gato le dice “el traje de mi amo se lo han robado los ladrones que lo arrojaron al río”.

     Ya en el carruaje del rey y luego de otros engaños en el camino, llegan a un prado con un enorme castillo. El gato le dice al rey que ese es el castillo de su amo el marqués, pero en realidad es el castillo de un ogro. El gato se adelanta y se presenta ante el ogro, a quien le dice: “ ‘he oído que tenéis el don de convertiros en cualquier animal que deseéis. ¿Es eso cierto?’ ‘Pues claro. Veréis cómo me convierto en león’. Y el ogro lo hizo. El gato se asustó mucho pero siguió adelante con su hábil plan. ‘Ya veo que estáis en lo cierto. Pero seguro que no sóis capaz de convertiros en un animal muy pequeño como un ratón’. ‘¡Claro que puedo! ¡Mirad esto!’ El ogro cumplió su palabra y se convirtió en un ratón, pero entonces el gato fue más rápido, lo cazó de un zarpazo y se lo comió”.

     El resto es fácil imaginarlo: el gato hizo pasar el castillo como si fuera el de su amo, y así su amo (el falso marqués), que ya le había echado el ojo a la princesa, vivió con ella feliz por siempre.

     Acá quedan claras algunas cosas: uno, injusticia: el padre fue bastante desigual al distribuir su herencia. Dos, engaños y estafas utilizados como método. Tres, falsificación de identidad utilizada en el marco de la ambición. Cuatro: el crimen del ogro, que era inocente de todo. Cinco: robo descarado de la propiedad del ogro, a quien fueron a buscar a su castillo para matarlo y quedarse con su propiedad.

     Hasta aquí, en estas dos entregas, se han consignado como ejemplo algunos de los cuentos infantiles tradicionales más conocidos. Y faltan bastantes (“Aladino y la lámpara maravillosa”, “Los tres cerditos”, “La rana y el príncipe”, “Bambi”, “El flautista de Hamelin”, “El sastrecillo valiente”, “La sirenita” y varios más), pero sería más de lo mismo. En todos ellos se exponen de la manera más natural los más diversos delitos, perversiones, injusticias, crímenes, mentiras y barbaridades. Entonces resulta que en cuentos para niños pequeños se matan y se comen niños, se roba, se miente, se esclaviza, se estafa, se abandona a niños… La peor muestra de la naturaleza humana, directo (y con una sonrisa) hacia la mente virgen de los niños. Pero eso sí: con final feliz.

    ¡Ah! Es impostergable recalcar que la gran mayoría de todos estos cuentos han sido escritos (según se consigna en todos los sitios de literatura)… ¡para niños a partir de los tres y cuatro años de edad!

     La verdad es que casi nadie ha leído los cuentos en su versión original, y que estos cuentos se les cuentan a los niños desde la tradición oral, desde la versión ya parcial, incompleta y falaz que hemos recibido cuando éramos niños. En crudo: estos cuentos suelen contarse “por boca de ganso”.

     Más allá de que sobre gustos no hay nada escrito y sin ánimo de calificar, estos cuentos tildados de inocentes son la expresión de una deformación cultural que el paso del tiempo y los borrones que el mismo genera en la memoria han hecho que sean aceptados por todo el mundo y repetidos sin razonar ni reparar en lo que dicen.

     Si les vamos a contar a los niños (y no se hace referencia a la niñez tardía –9 o 10 años o más– sino a la primera infancia) historias perversas y oscuras, entonces es mejor recurrir a los grandes autores. Muchos relatos de Edgar Allan Poe, Stephen King, Hector Hugh Munro (Saki), Ambrose Bierce, Robert Louis Stevenson, Henry James o Arthur Conan Doyle, por ejemplo, son menos siniestros, están mucho mejor escritos y seguramente serían muy bien recibidos por los niños. A los niños les gustan los fantasmas, los monstruos, los dinosaurios, los gigantes, las intrigas, los peligros, los espectros.

     Pero claro, “ojo con lo que le contás porque después tiene pesadillas, eh… Contale el de Caperucita Roja, mejor”.

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